EL CASO GARZÓN Y LOS BULOS QUE
IMPIDEN LOS DEBATES
El poder de la polarización u
otra oportunidad perdida para hablar de la alimentación en medio de la crisis
climática
ERNESTO GANUZA
Después de varios días escuchando los calificativos dedicados al ministro de Consumo, entre los que piensan que es un “golfo” y quienes creen que se ha equivocado, podemos estar casi seguros que la entrevista de Garzón en el periódico británico The Guardian no va a generar ningún cambio inmediato en las políticas públicas sobre la ganadería, aunque sí mucho ruido en las elecciones autonómicas de Castilla y León. Tampoco habrá ningún cambio sobre la alimentación, ni, por supuesto, los sistemas de producción de alimentos que es lo que está detrás de todo este lío que se ha formado después de que el ministro de Consumo pusiera en cuestión las “macrogranjas”. Lo que ha pasado estos días retrata bien una forma de organizarnos políticamente muy poco eficiente, que nutre la polarización política, banaliza la ciencia y genera desconfianza entre la mayoría de la gente, además de inacción política.
La comisión elaboró
un mapa de lo que sería una dieta saludable que abogaba por reducir
drásticamente el consumo de carne y azúcar
Garzón, como
subraya constantemente en sus declaraciones, plantea las conclusiones que
muchos estudios científicos han mostrado. Uno de los más relevantes se lo
debemos a una comisión internacional, llamada EAT-Lancet, formada por 37
personas expertas de 16 países distintos, que presentó en enero del 2019 un
estudio que avalaba un cambio en la dieta alimentaria a nivel mundial. La
investigación concluía el efecto insostenible que tiene una dieta para la que
se dedican innumerables recursos en la agricultura y ganadería intensivas, lo
que provoca muchas emisiones de gases de efecto invernadero, además de una
elevada contaminación por el uso de fertilizantes en el sistema productivo. El
sistema actual de producción de alimentos, además de ser insostenible a largo
plazo, provocaba, según el informe presentado, una dieta poco saludable que
suponía “mayor riesgo de mortalidad que la suma de prácticas nocivas como el
consumo de alcohol, tabaco, drogas o prácticas sexuales sin protección”. La
comisión elaboró un mapa de lo que sería una dieta saludable con relación a una
producción de alimentos sostenible. Este abogaba por reducir drásticamente el
consumo de carne y azúcar, incrementando el de verduras, fruta y legumbres. Su
objetivo era alcanzar una producción de alimentos que fuera capaz de alimentar
al conjunto de la población de la Tierra en el año 2050 sin sobrepasar límites
que pudieran ser catastróficos e irreversibles para el sistema terrestre. Esto
implicaba, según los expertos, una nueva revolución agrícola, orientada a
incrementar la biodiversidad de plantas cultivadas y la reducción del uso de
fertilizantes. Supondría, en definitiva, cambiar la gestión de cultivos y
piensos de un modo intensivo a uno basado en pequeñas granjas destinadas al cultivo
diversificado de plantas.
El marco actual de
la política se alimenta de presente y no permite que nadie piense en lo que
ocurrirá dentro de 30 años, cuando además habrá menos agua
Desde el punto de
vista científico, no hay dudas sobre las consecuencias negativas que tiene el
sistema actual de producción de alimentos, incluido el consumo excesivo de
carne denunciado por el ministro. El problema es pensar que la gente actúa solo
de forma instrumental y que es suficiente una información científica para cambiar
patrones y hábitos. Esta ingenua idea de los seres humanos ha sido ampliamente
rebatida en la psicología, que ha mostrado cómo la estructura mental de los
seres humanos presenta sesgos cognitivos de los que es difícil escapar. Como
estamos viendo estos días al albur de la entrevista del ministro Garzón, la
política, no obstante, se ríe de todos aquellos que piensan que basta una buena
información científica para cambiar el mundo. Y ejemplos encontramos de forma
continuada. Por ejemplo, Doñana se seca, pero hoy el gobierno del PP en
Andalucía (y antes lo hacía el PSOE) insiste en proteger los regadíos
intensivos que substraen el agua subterránea que alimenta las lagunas del
Parque. En el Mar Menor ya no queda apenas vida por la cantidad desproporcionada
de fertilizantes que llegan a la laguna por la agricultura intensiva. Hay
soluciones técnicas para evitar el desastre ecológico en ambos lugares; lo que
no hay son realidades materiales suficientes para que la gente acepte dichos
cambios, ni, sobre todo, un marco político que nos permita debatir ampliamente
el problema. En Andalucía, por ejemplo, el sector primario y la agroindustria
generan casi el 4,5 % del PIB regional, el doble que en España. Es además el
principal empleador en la mitad de los municipios de la región. Quitar agua y
fertilizantes supone un cambio drástico en la manera de vivir en el valle de
Guadalquivir, igual que pasaría en Murcia. El problema es que el marco actual
de la política se alimenta de presente y no permite que nadie piense en lo que
ocurrirá dentro de 30 años, cuando además habrá menos agua, según el cálculo de
todos los expertos climáticos. En este contexto, sin alternativas reales, los
sectores, por ejemplo, que dependen del regadío para su supervivencia sospechan
de los discursos científicos y políticos que los cuestionan. Muchos los
llamarán negacionistas, pero hablando de seres humanos, con todos sus sesgos
cognitivos, los riesgos se ven de manera muy diferente si estás a un lado o a
otro.
Por eso, la
entrevista de Garzón, por valiente que sea al plantear un problema muy serio
que la mayoría de los políticos profesionales no se atreven a reconocer en
público, tiene muchos visos de caer en saco roto. En el actual contexto
alimenta la polarización política, entre otras cosas porque la política (y los
seres humanos) no solo vive de razones científicas. Bajo el telón del marketing
político, cada cual se queda con lo que más le gusta. Si el ministro
efectivamente quiere hablar de cambios de prácticas alimentarias, hay que considerar
todas estas limitaciones de la racionalidad humana y pensar en un procedimiento
político que permita la consideración razonable de todas ellas. Eso supondría
pensar la política de otra forma, hablar de los fines y los medios que
perseguimos con las políticas, contrastar las consecuencias que tienen las
diferentes alternativas científicas y técnicas sobre nuestras prácticas y
disposiciones cotidianas, así como la viabilidad material de cualquiera de las
propuestas sobre el conjunto de la población. Eso sí, nos podría invitar a
todos a una reflexión sobre lo que hacemos y lo que podemos cambiar, sin
depender de la feria a la que nos someten los partidos cuando se enfrentan en
unas elecciones, donde son capaces de negar informes científicos y ser aplaudidos
por ello. La buena noticia es que ya se hace, se llama deliberación y no es tan
difícil organizarlo. Solo implica una forma de hacer política diferente, una
manera de organizarnos políticamente distinta. ¿Quién se atreve? ¿Debatimos?
¿Conversamos?
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