LA CUESTIÓN CATALANA
Para rebajar
el tono de la discusión es necesario que la opinión pública española reconozca
que la sentencia condenatoria del ‘procés’ fue un atentado contra el Estado de
derecho
JOSÉ ANTONIO MARTÍN PALLÍN
Caja de brujas. / La Boca del Logo
La cuestión catalana ha preocupado y ocupado desde principios del siglo XX hasta nuestros días a gran parte de los intelectuales, filósofos, políticos y escritores que han sido y son conscientes de las peculiaridades históricas, políticas, lingüísticas y culturales de la nación catalana. Sus fricciones tradicionales con los modelos centralistas emanados de las constituciones monárquicas les ha llevado a decantarse por el republicanismo como forma de gobierno que reivindican todas las corrientes de opinión desde la derecha burguesa y conservadora, pasando por posiciones de izquierda tradicional y expresiones más recientes como la llamada Candidatura d'Unitat Popular (CUP). Coinciden en sus aspiraciones de lograr un Estado independiente que, en el pasado reciente alcanzó su hito histórico, el 6 de octubre de 1934, cuando tuvo lugar la proclamación del Estado catalán dentro de la “República Federal Española” por parte del presidente de la Generalitat de Cataluña, Lluís Companys. El Gobierno de la República abortó, con el uso de la fuerza, esta intentona que terminó con la condena del president Companys a treinta años de prisión. Cuando ganó las elecciones el Frente Popular, en febrero de 1936, fue amnistiado.
Las dictaduras de
Primo de Rivera y Franco agravaron el conflicto que, con unas u otras derivas,
nos ha llevado hasta el momento presente. Ya desde hace tiempo personajes
relevantes de la vida política y cultural advirtieron sobre las consecuencias
de afrontar la cuestión catalana con decisiones drásticas y fuera de las vías
políticas. Ortega y Gasset, Azaña, Valle Inclán y Unamuno, entre otros,
mostraron su preocupación por la militarización del conflicto. Ortega abogaba
por una inevitable “conllevancia”. Miguel de Unamuno, en un desahogo intelectual
muy propio de su carácter, escribió que España merecía “perder Catalunya” por
la labor que estaba haciendo “la prensa madrileña”. Una labor que compara con
la que se hizo en la guerra que se desencadenó por la independencia de la isla
de Cuba: “Merecemos perder Catalunya. Esa cochina prensa madrileña está
haciendo la misma labor que con Cuba. No se entera. Es la bárbara mentalidad
castellana, su cerebro cojonudo (tienen testículos en vez de sesos en la
mollera)”. Es indudable que se trata de una exageración y que no se puede
generalizar, pero que cada uno saque sus propias conclusiones.
Las dictaduras de
Primo de Rivera y Franco agravaron el conflicto que nos ha llevado hasta el
momento presente
Creo que ha llegado
el momento de analizar, con serenidad democrática, la situación generada por lo
sucedido en Cataluña desde que recientemente los políticos catalanes,
mayoritarios en el Parlamento y que ostentan el Gobierno de la Generalitat,
decidieron optar, ofreciéndoselo electoralmente a los ciudadanos, por una vía u
hoja de ruta hacia una independencia sin matices. En mi opinión debían de haber
tenido en cuenta que las circunstancias del presente no eran las que habían
surgido en el pasado. Formamos parte de una Unión Europea que se rige por un Tratado
de Funcionamiento en cuya versión consolidada a 30 de marzo de 2010 se
establece con claridad, en su artículo 4, que entre las competencias
compartidas entre la Unión y los Estados miembros está la cohesión económica,
social y territorial. En el Tratado de Lisboa se establece que la Unión
respetará las funciones esenciales del Estado, especialmente las que tienen por
objeto garantizar su integridad territorial.
Nuestra
Constitución contiene un artículo 155 que, según la práctica unanimidad de los
constitucionalistas, es un reflejo del artículo 37 de la Constitución de
Alemania, que no podemos olvidar que se trata de un Estado federal. El Tribunal
Constitucional alemán nunca ha tenido la oportunidad de pronunciarse sobre la
aplicación de dicho artículo, pero la mayoría de sus constitucionalistas
estiman que se trata de una decisión extrema que hay que tratar de solucionar
por otras vías, evitando el uso de fuerza armada. Nuestro artículo 155
establece que si una comunidad autónoma no cumpliere obligaciones que la
Constitución u otras leyes le impongan o actuare de forma que atente realmente
al interés general de España, el gobierno, previo requerimiento al presidente
de la comunidad y, en el caso de no ser atendido, con la aprobación por mayoría
absoluta del Senado, podrá adoptar las medidas necesarias para obligar a
aquella al cumplimiento forzoso de dichas obligaciones o para la protección del
mencionado interés general.
Ni la España del
presente, sociológicamente hablando, ni Cataluña, pueden permanecer al margen
de estas circunstancias políticas, sociales y económicas que condicionan, como
se ha demostrado en recientes elecciones, la respuesta política unilateral. No
se puede ignorar la existencia de sectores de población que, sin perder su
catalanismo, quieren seguir formando parte de España. Como era lógico después
de que España recuperase la democracia y promulgase una Constitución en la que,
sin perjuicio de la indisoluble unidad de la nación española, reconoce la
existencia de nacionalidades y regiones, debería habernos hecho reflexionar a
todos sobre las posibilidades de un encaje de Cataluña en el sistema político
español. Los estatutos de autonomía del pasado republicano abrieron una vía
que, en su momento, solo disfrutaron las nacionalidades históricas, Cataluña y
el País Vasco porque el Estatuto de Galicia no llegó a entrar en vigor debido
al golpe militar.
Lo cierto es que la
cuestión catalana seguía gravitando sobre su espacio político, por lo que a
nadie debe extrañar que los políticos catalanes, y así lo advirtieron
públicamente, sometieran a consulta electoral la posibilidad de llegar a una
declaración de independencia que les colocaría fuera del espacio territorial y
político en el que hoy están integrados. En una democracia, esta opción está
abierta siempre que su resultado no entre en contradicción insalvable con
nuestro texto constitucional. Como reconoce el texto de la insólita sentencia
condenatoria que pronunció la Sala Segunda del Tribunal Supremo, imponiendo
penas de hasta 13 años de prisión por los delitos de sedición y malversación de
caudales públicos, todo pudo ser atajado por la aplicación del artículo 155 al
que ya hemos hecho referencia.
El Gobierno de
coalición trató de corregir este desaguisado, que ha sido rechazado unánimemente
por toda la doctrina jurídica internacional y por la totalidad de los órganos
judiciales a los que se ha pedido la detención y entrega de Carles Puigdemont y
Antoni Comín. No son prófugos, se encuentran en un espacio de seguridad,
libertad y justicia del que forma parte España, a disposición de lo que decidan
los órganos judiciales del país al que se solicite su detención y entrega.
Permanecen a la espera de que su situación procesal se resuelva por las vías
políticas y jurídicas propias de un país democrático. La mayor parte de los
medios de comunicación, algunos partidos políticos y personalidades de la vida
pública se opusieron a la concesión de cualquier forma de indulto, por
considerar que estaba en juego la supervivencia de la nación y los cimientos de
la democracia. Esta descarriada reacción ha provocado el asombro de algunos
medios de comunicación extranjeros y, por supuesto, no ha recibido el apoyo de
ningún organismo internacional y mucho menos de los órganos institucionales del
Consejo de Europa y de la Unión Europea.
Se utilizó
torticeramente la imputación por rebelión para acordar la prisión de los
imputados
La cuestión
catalana ha reaparecido en el presente, incluso con más fuerza que en el
pasado, circunstancia a la que no es ajena la sentencia del Tribunal
Constitucional sobre el Estatuto refrendado por el Parlamento español y por la
sociedad catalana. Provocó la reacción de los gobiernos de la Generalitat,
suscitando como alternativa la posibilidad de un referéndum consultivo o, más
adelante, la propuesta de un referéndum unilateral que estaba abocado al
fracaso político, pero al que nunca se debió hacer frente con los instintos
autoritarios de una parte de la sociedad española que concentró su oposición
dialéctica en la tribal consigna del “a por ellos”. Desgraciadamente, la
sentencia del Tribunal Supremo, como ha dicho un magistrado amigo, le ha puesto
música, por cierto, muy desafinada, al grito desaforado de los que solo creen
en el uso de la fuerza y la represión.
Ha llegado el
momento de que las consecuencias derivadas de los procesos refrendarios
catalanes y, en particular, de la actuación desproporcionada, como reconoce la
propia sentencia, de las fuerzas y cuerpos de seguridad, así como de las
reacciones frente a decisiones judiciales que avergüenzan a la cultura
jurídica, sean reparadas con los instrumentos propios de una democracia y un
estado de derecho. En primer lugar, se utilizó torticeramente la imputación por
rebelión para acordar la prisión de los imputados. Esta decisión fue calificada
como “detención arbitraria” por parte del Grupo de Trabajo de Naciones Unidas.
El desatino judicial alcanzó su punto culminante cuando Turull se presentó a la
investidura como president de la Generalitat y al no tener la mayoría absoluta
tenía una segunda opción a las 48 horas. En el intermedio fue detenido e
ingresado en prisión sin que semejante atropello mereciera la más mínima
crítica por parte de la mayoría de los medios de comunicación.
La cuestión
catalana solo puede comenzar a rebajarse de tono si la opinión pública española
reconoce que la sentencia condenatoria, de la que no he escuchado ningún elogio
a la mayoría de los juristas hispanos ni al otro lado de los Pirineos, ha sido
un atentado contra el Estado de derecho. El discurso del rey el 3 de octubre y
la postura irredenta de la Fiscalía han sido factores que han enrarecido el
ambiente político. Creo que ha llegado el momento de borrar las nefastas
consecuencias de unas decisiones políticas que decidieron criminalizar el
conflicto. La amnistía es una de las posibilidades que no se deben descartar,
explicando sus motivaciones y delimitando su ámbito de aplicación. Aliento a
los juristas a que se lean los hechos probados de la sentencia, columna
vertebral de cualquier decisión judicial, y que encuentren una coherencia
lógica de su relato con las brutales condenas impuestas.
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