EL VUELO DE LOS AGUILUCHOS
NERE
BASABE
Profesora de Historia del pensamiento
político en la
Universidad Autónoma de Madrid
Un retrato del jefe del grupo privado de mercenarios Wagner, Yevgeny
Prigozhin, en un memorial tras su fallecimiento en un accidente de avión, en
Moscú. REUTERS/Stringer
Hay que agradecer a los fascistas su sana costumbre histórica de aniquilarse entre sí. Maestros de la manipulación del fuego amigo al servicio de sus ambiciones, criminales hasta con los suyos, hacia los que no muestran más clemencia que con los enemigos, aprendieron de las artes maquiavélicas que un golpe mortal puede evitar amenazas mayores en el futuro. Tras siglos de envenenamientos, idus de marzo y demás puñaladas por la espalda, en algo los españoles fueron pioneros: perfeccionaron el método del homicidio por accidente que sospechosamente poco parece tener de casual o involuntario. Por algo somos los inventores, además del autogiro, de la picaresca y el esperpento.
El alzamiento que
tan poco tuvo de glorioso en julio de 1936 no fue inicialmente comandado por
Franco, que había tardado en unirse a la conspiración liderada entonces por
otros militares; solo dos oportunos accidentes aéreos le allanaron el camino
para pasar de general a Generalísimo. El mando del pronunciamiento estaba
previsto que recayera en el general Sanjurjo, protagonista de anteriores
intentonas golpistas contra la República como la "sanjurjada" de
1932. Exiliado por ello en Portugal, fueron a buscarlo a Estoril dos días
después de la sublevación para que asumiera la jefatura de la rebelión, pero el
monoplano que debía trasladarlo hasta Burgos se estrelló y ardió en llamas nada
más despegar por exceso de sobrecarga: la culpa debió de ser del propio
Sanjurjo, por no ponerse a dieta o llevar demasiados uniformes y sables en el
equipaje. Qué mala suerte.
No pasó ni un año
cuando el general Mola, planificador del golpe, nombrado "director"
de la sublevación y al frente del Ejército del Norte en clara rivalidad con
Franco, perdió igualmente la vida en otro accidente aéreo, en medio de una
tormenta mientras viajaba de Vitoria a Valladolid, estrellándose a medio camino
en Alcocero, pueblo cercano a Burgos que todavía hoy lleva su nombre. Vaya
fatalidad, otra vez descabezados por un aguacero comunista. Para acallar toda
sospecha, Franco no racaneó en honores, monumentos, medallas y grandezas de
España póstumas para Mola: como para no estarle agradecido. Pero a veces dan
ganas de abandonarse a la imaginación y explorar los vericuetos de una historia
alternativa por los que podría haber transcurrido la guerra y los posteriores
cuarenta años sin tanta contribución a la historia negra de la aviación, que
también es mala pata. Spoiler: probablemente la historia no habría sido mejor,
porque morir estrellados, igual que en el caso del jefe de los mercenarios
Wagner Yevgueni Prigozhin, no los hace buenos ni los convierte en héroes.
El caso es que los
aliados internacionales de Franco vieron esto y les gustó. Tras el campo de
pruebas que constituyó para ellos nuestra Guerra Civil, importaron este
novedoso método del accidente más o menos premeditado: Fritz Todt, ministro
nazi de infraestructuras y armamento del Tercer Reich, perdió la vida en 1942
cuando el avión que debía trasladarle a Berlín desde la llamada "Guarida
del lobo", donde acababa de entrevistarse con Hitler, estallara nada más
despegar. A cualquiera le puede pasar, solo que sabemos de la mala relación del
pobre Todt con Göering, existen testimonios de que el ingeniero había mantenido
el día anterior una acalorada discusión con Hitler a cuenta de la guerra en el
frente ruso, que Todt daba por perdida, y cuando invitó a Albert Speer a
acompañarle en el vuelo, el Führer lo impidió. Y fue así cómo el arquitecto
Speer se quedó en tierra, heredó su cargo, se salvó de la horca en los juicios
de Nuremberg negando todo conocimiento del Holocausto y acabó sus días
entregado a la innoble causa de limpiar su pasado, entre las mieles del éxito
editorial y mediático forjado en libros de memorias e innumerables entrevistas
en la BBC. Porque no todos los fascistas acaban mal.
Un año antes, uno
de los pioneros de la aviación, el fascista Italo Balbo, mariscal del aire,
comandante en jefe del ejército italiano en el norte de África, gobernador de
Libia y al que muchos consideraban el sucesor natural de Mussolini, fue
derribado a los mandos de su propia nave en junio de 1940 por un cañón
antiaéreo italiano, mientras sobrevolaba Tobruk en medio del bombardeo de los
aliados. Para el gobierno de Mussolini fue un claro caso de fuego amigo, aunque
su viuda nunca dejó de apuntar al homicidio intencionado orquestado por el
propio Duce: y es que el aeronáutico se había mostrado en demasiadas ocasiones
crítico con la guerra. No en vano el propio Mussolini diría después que Balbo fue
"el único que podría haberle asesinado", así que mejor curarse en
salud.
Para ser justos,
hay que recordar que los oportunos accidentes aéreos no son solo una cosa
fascista y occidental, y gustan a todo tipo de regímenes dictatoriales: ahí
está si no el caso del vicepresidente de la República Popular China, Lin Biao,
fiel inquebrantable de Mao desde los tiempos de la guerra civil y la Larga
Marcha. También él fue nombrado sucesor del Gran Timonel durante la Revolución
Cultural, y cuando vio que su poder se granjeaba demasiados enemigos, como el
criado del mercader de las Mil y una noches que huyó a caballo de Bagdad a
Isfahán para escapar de la muerte, cogió a su familia en 1971 y se subieron a
un avión rumbo al exilio en la URSS. El avión cayó mientras sobrevolaba los
cielos de Mongolia, y Mao dijo de él post mortem que era un traidor que había
intentado un atentado contra su persona.
En 1933, Italo
Balbo había protagonizado una de las primeras expediciones aéreas
transatlánticas de Roma a Chicago, donde fue recibido con todos los honores,
incluido un comité de bienvenida de indios Sioux que lo nombró solemnemente
"Jefe Águila Voladora". Ya en la guerra, recibió la Gran Cruz de la
Orden del Águila Alemana del Tercer Reich. Y es que a nadie se le escapa la
querencia, desde los tiempos de la antigua Roma, por el símbolo poderoso del
águila para toda empresa imperial: también en el "mundo libre" de los
americanos.
Constante heráldica
en las autocracias, desde el águila de San Juan de Isabel la Católica al "aguilucho"
negro franquista, del águila imperial de las legiones romanas a emblema
nacional de los imperios alemanes, o el águila bicéfala del Imperio bizantino
(símbolo de unión entre Oriente y Occidente) adoptado por la monarquía católica
y universal de los Habsburgo. Esta águila con dos cabezas, una que mira al
pasado y otra al infinito futuro en señal de eternidad, fue adoptada también
por la Rusia zarista, recuperada tras la desaparición de la hoz y el martillo
soviéticos como emblema nacional y que ondea en las banderas del Grupo Wagner y
en tatuajes de sus miembros nazis como los del fundador Dmitri Utkin, muerto
también esta semana en el accidente aéreo. Tampoco a él le salvaron sus
condecoraciones.
Reina indiscutible
de los cielos, el término "vuelo del águila" refiere al proceso de
transformación que esta gran ave afronta a mitad de su vida: asciende hasta lo
más alto de una montaña rocosa, donde busca abrigo para anidar durante meses; a
golpes contra la roca se amputa dolorosamente el pico ya gastado hasta que
renace uno nuevo, con el que a su vez se arranca garras y plumas para que el
proceso de regeneración sea completo. Muchas no sobreviven en el transcurso de
esta fase. "El vuelo del águila" es como se conoce también al
fulminante regreso de Napoleón de su primer exilio en la isla de Elba, para
encarar los últimos cien días de su Imperio, hasta caer definitivamente en la
batalla de Waterloo.
Lo que no conocen
las águilas en sus vuelos majestuosos son los actos de sabotaje de supuestos
camaradas, un juego sucio solo a la altura de los hombres. Cuesta creer que
Prigozhin, tras perpetrar un intento de golpe de estado avanzando con una
columna de su ejército privado hacia Moscú el pasado mes de junio, creyera
realmente en el perdón magnánimo de Putin, quien, por si acaso, cambió el avión
por un tren blindado para sus desplazamientos desde que comenzó la guerra. La
ingenuidad del magnate militar, o su megalomanía de vendedor de perritos
calientes hecho a sí mismo, tal vez le hicieron creer que era intocable,
demasiado necesario para los proyectos de dominio del régimen ruso, una
verdadera águila.
De Putin, que dice estar llevando
a cabo una operación especial contra la Ucrania neonazi y lo hace valiéndose de
paramilitares abiertamente neonazis, y que de la era soviética solo conserva
las enseñanzas de su paso por la KGB y el reconocimiento a la figura de Stalin,
nadie podrá negar a estas alturas su inclinación por acabar con críticos y
enemigos internos sin miramientos: más de una veintena de personalidades rusas
han muerto en extrañas circunstancias sólo en el último año. Tal vez Prigozhin
habría contado con los servicios de un catador, para que no le cambiasen el
azúcar por polonio. Otros acabaron antes, a falta de aeroplano, volando de
azoteas al asfalto en inverosímiles suicidios. El vuelo privado de Moscú a San
Petersburgo con los principales líderes del grupo paramilitar rebelde a bordo
(¿Prigozhin no se había exiliado en Bielorrusia? ¿Sus últimas imágenes no lo
situaban en territorio africano?) le brindó a Putin el pasado 23 de agosto la
oportunidad de recuperar esta bonita tradición autocrática del accidente aéreo.
Ni siquiera tuvo que ahorrarse las condolencias televisadas, porque nunca podrá
probarse nada, son solo "especulaciones occidentales" y, en verdad,
Prigozhin ya estaba muerto sin saberlo.
Y es que, hasta el momento,
capacidad de salir indemne con solo un dedo roto solo ha demostrado Rajoy tras
su accidente de helicóptero en la plaza de toros de Móstoles de 2005. Ahí se le
empezó a poner ya la cara de bolso que luciría años más tarde en la investidura,
y también él dejó en lo sucesivo de volar. El piloto, en cambio, murió unos
años después en otro accidente de helicóptero, qué reincidencia. La muy
aguililla Esperanza Aguirre, que volaba junto al entonces líder del PP, dijo
que ese día "había vuelto a nacer". Tal vez por eso Feijóo no
prometió en campaña otra cosa más que no subirse a un Falcon, y es que ya lo
dice un viejo romance castellano: "Si a caza es ido, señora, / cáigale mi
maldición / rabia le mate los perros / aguilillas el falcón".
Visto lo visto, hace bien Abascal
en preferir las poses ecuestres a retratarse junto al Dragon Rapide (adquirido
y restaurado en 2009 por la Fundación Infante de Orleans y el Ayuntamiento de
Getafe), y quédese Rubiales con un último consuelo: en medio de la repulsa
internacional unánime a sus actos en la final del Mundial de fútbol femenino,
solo la televisión rusa parece haberle apoyado. Y a Putin siempre será mejor
tenerlo de tu lado que en tu contra. Eso, o andar en bicicleta.
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