¡BARRENO Y FUEGO!
QUICOPURRIÑOS
Me decía esta mañana una amiga que no podía volver a conciliar el sueño porque en la calle, justo bajo la ventana de su dormitorio, había una obra en la calzada. Y yo recordaba entonces cuando nos mudamos desde la casa alquilada de la calle Murillo 3, la que estaba junto al “Cine Tenerife” y al lado de la “Pensión Cartagena”, a la recién comprada en la céntrica calle 18 de Julio, hoy Juan Pablo II, la que va a dar a “Capitanía” que se levanta frente a la “Plaza de Weyler”. No son muchos los recuerdos que conservo de aquella casa, o tal vez sí, pues en ella nací y viví hasta los siete años. Mi vecino y amigo David, que nació con estreñimiento crónico y al que su madre, doña Olga, le enchufaba a diario un supositorio de glicerina antes de sentarlo en una escupidera, conversaba conmigo mientras esperaba que el proyectil le hiciera efecto. A menudo, tras la deposición, doña Olga reciclaba el misil, pues no se había consumido totalmente,
lo que suponía, para la precaria economía familiar, un ahorro
considerable., Entrando en la casa de la calle con nombre de ilustre pintor, justo
al lado de la puerta, colgaba un teléfono negro de baquelita, de los de pared,
al que se llamaba marcando tan solo cuatro dígitos. Frecuentemente mis padres
olvidaban al salir las llaves dentro del hogar, lo que provocaba la inmediata
llamada e intervención de los bomberos de la Ciudad. “Otra vez, Don Clodo?!” decían hartos de acudir a la llamada. La
maniobra siempre era la misma, escalera por el patio interior, desde la ventana
del baño del vecino aspirante a cagón, al baño de nuestro hogar por la que se
deslizaba el bombero de turno, quien seguidamente abría la puerta por la que
entrabamos apresurados, mis padres, mi hermana Nena, la que siempre respondía a
la pregunta de qué tal en el colegio con un “sobresaliente
como siempre” y mi hermano Suso, el pequeño, el calentón, el moreno y el
bobo que esto escribe.
A poco de cumplir
los siete, metidos todos en el “Simca Aronde”, matrícula TF 13.677, dejamos esa
calle entre el “Cine Tenerife y el Hotel Bruja”, para ya no regresar y nos encaminamos por la Avda. Bélgica cuando
sólo habían plataneras y hoy se levanta la “Casa de la Cultura y el Parque La
Granja”, hacia abajo rumbo al hogar a estrenar, en la céntrica calle “Dieciocho
de Julio” -paradójicamente antes llamada de “La República”- donde se alzaba
orgulloso, pero casi solitario, el edificio recién construido en el que, en el
piso primero derecha, fijaríamos el nuevo domicilio familiar. La entrada en la
vivienda fue como descubrir un nuevo mundo, corriendo de habitación en
habitación, de pasillo en pasillo, de baño en baño. La cocina ¡enorme!, el
salón de entrada: un campo de fútbol. Pero aún nos aguardaba una sorpresa, un
patio de grandes dimensiones, casi tan grande como toda la casa, donde
garantizado teníamos el juego de pelota y mi madre espacio para llenarlo de
macetas lo que, más antes que después, generó conflicto entre quienes queríamos
jugar y quien aspiraba a regar y ver crecer rosas y flores de mundo.
Después de unos
días en que la excitación nos impedía
dormir, comencé a percibir y escuchar desde primeras horas de la mañana unos
temblores, unas sacudidas, unas vibraciones y finalmente unas explosiones. Prestando
atención, fijando la oreja, adivinaba como un cántico que por dos veces decía
“barreno, barreno” y a la tercera un “baaarreeenoooo y fueeeegooo” a lo que
seguía un pepinazo que hacía vibrar todas las ventanas de la recién habitada
casa, ventanas por las que se colaba, con cada explosivo, una inmensa nube de
polvo. Y así fueron pasando los años y el barrio fue tomando forma. Los solares
se llenaron de edificios y el lugar donde “Maestro Antonio” tenía el taller
mecánico, su casa y hasta un gallinero, desapareció para dar paso a una
construcción que ocuparía media manzana. Las casas terreras de una planta,
donde había bares de barra grasienta de madera, con chochos, moscas y botellas
de “Orange Crush” rellenadas con vino peleón para disfrute de los asiduos
borrachines de la zona, murieron y dieron paso también a nuevos y limpios
edificios. Las ventas de “aceite y vinagre”, como la de “Don Pancho”, a la que
acudía semanalmente con la lista de la compra en la mano y cuando al acabar me
despedía con un “dice mi madre que lo
apunte”, sobrevivió más de lo pensado, pero tuvieron que abdicar y cerrar sus puertas con la llegada del Mercadona a la
calle Benavides. También desapareció “Don Miguel El Zapatero”, que tenía malas
pulgas, que tuvo un hijo que también se llamaba Miguel y también fue zapatero,
pero no tenía malas pulgas y dejó un día de remendar zapatos para poner una
venta que le hacía la competencia a la de Don Pancho, que estaba a menos de
cincuenta metros y eso que no tenía malas pulgas. Desaparecería también “Electro-Radio”
y la “Pensión del Mar” en la que vivía a
ratos “Nacho el Gofio” el mismo que lavaba coches en la calle, paseaba al perro
de la madre de “Caco Senante” y robaba las sirenas de los jeeps de los grises
mientras estos aporreaban a los ingenuos manifestantes que gritaban “Amnistía,
Libertad” Rambla Pulido abajo en los albores de la segunda mitad de los años
setenta.
Pues lo dicho. Yo
oía lo de barreno y fuego y luego el pepinazo. Así año tras año y tan metido lo
tenía en el tímpano que era como el arrorró, con letra de “Noche de Ronda”, que me cantaba mi madre
y me ayudaba a dormir cada noche, por lo que, por más que lo intento, no
alcanzo a comprender cómo es que mi amiga no podía conciliar el sueño esta mañana porque, justo debajo de la ventana de su dormitorio,
hubiera una obra en la calzada.
quicopurriños
No hay comentarios:
Publicar un comentario