MARTA DECIDIÓ DEJAR
DE SONREÍR
BARBIJAPUTA
Marta
tiene 29 años y, en su trabajo, las mujeres son minoría. Un día, harta de ser
tratada con condescendencia, de que sus compañeros le explicaran constantemente
asuntos en los que la experta era ella y de que la llamaran
"preciosa" en vez de Marta, decidió dejar de sonreír.
Saludaba
por las mañanas sin una sonrisa. Se dio cuenta de que a las 8:15 am, se sentía
mucho mejor entrando de esa forma en la oficina. ¿Por qué no lo habría hecho
antes? También cuando sus compañeros usaban la coletilla de
"preciosa" ella comenzó a no contestar y, cuando insistían, los
atendía sin sonreír.
Ante
los chistes que se hacían en los corrillos de sus compañeros, dejó también de
sonreír al oír sus risotadas. En las reuniones, escuchaba sin expresión alguna
los consejos paternalistas de sus compañeros para, acto seguido, contestar
"ya lo sé, es mi trabajo".
Al
poco tiempo, la forma en la que sus compañeros se relacionaban con ella ya
había cambiado radicalmente. Aquel que siempre se negaba a que ella pagara su
propio café en el desayuno, empezó a invitar a otra compañera, para su alivio.
Ya no tenía que pelearse cada mañana, fingiendo que no estaba violenta, para
pagar el euro cincuenta que costaba su cortado.
En
las reuniones, sus compañeros comenzaron a escucharla en silencio. Empezó a oír
su propio nombre y a olvidar el "preciosa". Incluso se olvidó de las
veces que había pillado a algún que otro refiriéndose a ella como "Petit
Suisse". Lo cierto es que hasta empezaba a sentirse menos pequeña, sentía
que podía ocupar más espacio del que solía.
Marta
no sabía que la revancha se estaba cociendo en su oficina. Una revancha tácita,
pero colectiva.
En
las reuniones, sus compañeros dejaron de lado el silencio para cuestionar sus
decisiones de forma claramente hostil. Atrás quedaron los consejos
paternalistas de los no expertos en su materia, pero atrás quedó también el
respeto que creía haberse ganado.
El
vacío en la oficina casi podía tocarse. El chat corporativo se abrió por error
un día en la pantalla de su ordenador, y un compañero aseguraba "A la
Marta esta, ¿qué le pasa? ¿No folla o qué?". Y aquel chico que la invitaba
a desayunar fue al primero al que pilló llamándola "La Dominatrix".
Hubo más.
Las
horas empezaron a hacerse lentas en la oficina. Si antes no sonreía de forma
consciente, ahora simplemente no encontraba ocasión para disfrutar de ningún
instante en ese ambiente.
Llegó
a la conclusión de que lo mejor era volver a encajar en lo que se esperaba de
ella como mujer, y no como profesional. La oficina parecía preguntarse qué tipo
de mujer es una mujer que no sonríe. O qué problema sexual tiene una mujer que
no aprecia las bravuconadas masculinas. O qué mujer no ríe nerviosa y se niega
a negociar con el hombre que la invita a un café. O qué clase de mujer es la
que ignora a un hombre que la llama "preciosa".
Una
mañana, unos meses después, puso su mejor sonrisa al entrar en la oficina y dio
los buenos días. Acaparó algunas miradas curiosas, algún cuchicheo. No rió con
los chistes machistas de sus compañeros, pero sí los miró con media sonrisa,
como si fueran niños traviesos, entre enfadada y cómica. Aceptó cada una de las
invitaciones del chico de los desayunos, que la miraba de nuevo con los ojos de
antes.
Volvieron
los consejos condescendientes con su trabajo, a pesar de que seguía siendo
impecable. Y volvieron a sus oídos el "preciosa" y el "Petit
Suisse".
Su
compañero de al lado, un día que en vez de café después de la comida bebió
vino, le hizo una observación con los ojos achispados y una sonrisa pícara.
"Llegamos a creer que te habías vuelto lesbiana, preciosa". Él rió.
Ella
no rió, pero lo miró con media
sonrisa como si fuera un chico travieso, entre enfadada y cómica.
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