LA AGONÍA DEL PERIODISMO
DAVID
TORRES
En
Los archivos del Pentágono, la última película de Spielberg, hay una escena que
me emocionó en lo más hondo y que para mí resume la esencia del periodismo tal
y como se entendía el oficio hasta hace unas décadas. Cuando los redactores han
terminado de escribir la noticia que va a abrir la portada de mañana, cuando
los jefazos han discutido hasta la saciedad si se lanzan o no la piscina,
cuando los abogados han rastreado de arriba abajo la letra pequeña de la orden
judicial en busca de subterfugios, mientras el linotipista calienta los dedos y
los operarios esperan que se enciendan las rotativas, de repente el folio
mecanografiado llega hasta la mesa del corrector del estilo. Entonces el tipo
se sienta, se cala el sombrero, saca el lápiz, tacha la primera palabra, añade
un matiz a la primera frase, un giro a la segunda y poco a poco -la calma en
mitad de la tormenta- va añadiendo en los márgenes supresiones, mejoras,
alternativas.
Es
casi medianoche pero no importan el tiempo, la urgencia de la primicia, la
firma del reportero estrella: es el momento de la literatura. Y la literatura
dicta la última palabra, el modo en que el periódico aparecerá ante los
lectores, revestido de tinta, titulares y fotografías, traído hasta los kioscos
en camionetas, atado en paquetes, prensado y pensado hasta la última palabra.
En aquel entonces un periódico era un milagro diario, un ejercicio de escritura
colectiva, un instrumento que podía zarandear un gobierno y derribar un presidente.
Katharine Graham, la editora jefe de The Washington Post, cita a su marido Phil
Graham: “Las noticias son el primer borrador de la Historia”. Siguiendo la
estela de The New York Times, y con ella al frente, los reporteros de The
Washington Post demostraron que, en lo que concernía a la guerra de Vietnam,
cuatro presidentes (Truman, Eisenhower, Kennedy, Johnson) no habían hecho más
que mentir al pueblo. Tras vencer en la primera gran batalla contra la libertad
de prensa, no temieron escarbar hasta el fondo del escándalo Watergate hasta
lograr la dimisión de Nixon.
Hoy
ese heroísmo ya no existe y no existe por muchas razones. Hoy las noticias se
leen casi en el mismo instante que se producen y todo lo que hemos ganado en
rapidez lo hemos perdido en reflexión, en eficacia, en repercusión y en
profundidad de análisis. La sintaxis es una facultad del alma, dijo Valéry. Por
eso, la sintaxis apresurada y descuidada, las novedades que se suceden a
velocidad de vértigo, los reporteros mal pagados, los becarios sin sueldo, la
ausencia de ese hombrecillo con sombrero y aliento a tabaco salpimentando el
texto de acentos y comas, reflejan un estado de ánimo, una rendición, una
literatura pobre y escuálida donde cualquier cosa se disfraza de noticia y las
verdaderas noticias pasan desapercibidas. Hoy hay periódicos como The
Huffington Post, que ni siquiera pagan a sus colaboradores. El volcado en crudo
de docenas de miles de páginas procedentes de WikiLeaks, sin la paciente labor
de orden y filtrado previos, significa el final de una era. La compra de The
Washington Post en 2013 por parte del millonario Jeff Bezos, el dueño de
Amazon, marca el momento en que la prensa escrita deja de albergar anuncios
para transformarse ella misma en anuncio, en marca, en tendencia, en moda.
Thomas
Jefferson dijo que si le obligaban a elegir entre un Gobierno sin Prensa y una
Prensa sin Gobierno, escogería la segunda opción, sin duda alguna. Hoy tenemos
algo mucho peor, algo que el padre del liberalismo, Adam Smith, anunciara como
la peor plaga que podía caerle encima a la Humanidad: un gobierno de tenderos.
No hay mucho que un corrector de estilo pueda hacer ahí.
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