AMOR MORA ROMA
JUAN JOSÉ DELGADO
Salen
a la hora justa los trece cuentos que una estimable selección de Roberto
Cabrera ha conseguido dispensar por este su ya cuarto libro. Trece cuentos,
donde algunos no llegan a traspasar más allá del blanco de doce holandesas,
mientras otros fueron puestos con el rotundo e impresionable timbrazo de una
cuartilla. Hay que sentirse dueño de la obra para que no le tiente el deseo de
expandirla, hay que sentir amor a lo íntimo y fidelidad para rehuir las breves
ciudadelas, ésas que pueden levantarse con los mismos rasgos trazados en la
palma de su gran mano. A veces el desdén de los escritores largos es largo en
temores y de ahí nacen muchos ríos pretenciosos. No es esto denuncia de novelas
grandes o de páginas numerosas. Es anuncio de la justa sinceridad que aquí
habita y el anuncio de la pericia del autor por convocar en espacio minúsculo
de escritura el amplio paisaje en que se vuelca la condición humana. Y todo
ello sin prejuicios, ya que a la humilde valentía en la brevedad de sus
narraciones habrá que añadirse la no menor audacia que hoy todavía representa
el intercalar ciertos cuentos, pinceladas como cuadros intuitivo- líricos y que
salpican el conjunto. Narración y lirismo encarándose (se complementan) sin
balanza discriminatoria. Un mar de narraciones de donde emergen algunos islotes
poéticos.
Es posible que esa imaginada ilustración de océano y archipiélagos
propicie comentarios en la diferenciación tipográfica de las dos escrituras que
encontraremos: muchos de ellos, notará el lector, tienen evidencias de
continuidades y ofrecen este puente a un mismo personaje, narrador compulsivo,
quien muy bien hubiera podido nacer en el cuento que ocupa el primer lugar y
que concede título al libro: “Amor mora roma”. Después seguirá configurándose
todo un organismo alimentado de vivencias repartidas en los demás: en “Llanto
de Margarita...” o en “A los héroes lacayos...”, o en un “Autorretrato en
blanco y negro”. Y también en otros como el de “Marianela”, que aun con su
exaltada carga poética y la brevedad, alcanza a ser uno más del cañamazo
narrativo. Y, en fin, absolutamente todos los que vayan disponiéndose y
consiguiendo, a pesar de su azaroso emplazamiento en el libro, la arribada al
puerto final que bien podría pensarse, recae en el ocupante décimo de la
colección: “Historia del nunca hallado”.
A diferencia, los escritos que habitan la soledad de una página se
emiten como parábolas que resultan igual de bellas tanto como su enigmática
eticidad; recogidos en cuadros evocadoramente rústicos: “Peripecia de gato”, o
morosamente tratados: “La carreta perdida”, pero siempre salvados del tiempo y
del espacio que el mundo hiperurbano y urgente domina. Así deja que corra la
escritura Roberto Cabrera: relajada o vertiginosa, siempre a la velocidad misma
de su emoción.
Nace la historia del protagonista, ya se ha referido, con el primer
cuento. Y nace con la confesada (y presunta) imposibilidad de dar cuenta cabal
de ella: “Sería interminable dar comienzo a esta historia...”
¿Cuántas palabras dejan de regir en el
libro en su acepción etimológica o más inmediata? Innumerables.
El narrador establece el uso de la palabra en el complejo oracional para
que acapare un significado imprevisible, y que a la velocidad media de la
lectura puede provocar una emocional perturbación y ocasionar perplejas y sanas
detenciones. Acaso se dé, al comienzo, un pulso entre mente y mente que puede
quedar al final como cómplice abrazo al autor y reconocimiento por parte del
que lee. Pero para ello requerirá ese lector a subir a la misma altitud del que
escribe desde donde vislumbrarán la común perspectiva de las profundidades.
“Sería interminable dar comienzo a esta historia...” es la frase,
anteriormente expresada, inicial del libro. Interminable, puede aplicarse a lo
que no acaba nunca; pero quién no ha usado esa palabra para esos tiempos de
horas o minutos que parecen eternos y difíciles de soportar. Varios segundos de
angustia pueden hacérsenos interminables. Cuando algún suceso nos sacudía
terriblemente parecía que no acababa nunca. Muchos rizos expresivos que
apreciamos son vehículos donde se sube con prisa el sentimiento vitalista del
autor, que es convocado por una mente sensible y desahuciada. Las palabras
tratan de reajustarse al sentimiento y psicología del personaje en las
difíciles posiciones que les asigna el texto. Apuran al máximo la expresión que
más cuadre al plano interno del protagonista, a su intramundo.
Hay garra narrativa en las manos de Roberto Cabrera; recoge todo su
arsenal en un inmenso haz de palabras que luchan por permanecer en el yo de la
oración. Yugo o cadena de la oración, que en cualquier caso parece asfixiar el
nervioso recelo del protagonista al que no se puede domesticar. Aunque nos lo
presenta con la escéptica facha de apaciguada bohemia. En los débiles restos de
esa actitud bohemia puede notarse ese acoplamiento de vida y literatura, de una
actitud vital frente al arte. Por ese irregular método busca encontrar que su
yo se reconozca y se brinde a su mundo.
Ese yo que en principio no puede verse solo y se nos muestra como por
medio de una epístola dirigida a un “tú” que se intuye lejano, falto de señas
que lo identifiquen tal y tan neutro que pueda remitir a mujer a o a hombre, tú
o yo, a cualquiera. Hacia ese tú ambiguo derivan las primeras impresiones de
ese, y según progresan en confidencias va adquiriendo cuerpo y personalidad el
destinatario: se hace mujer y amante futura, única posible interlocutora entre
imposibles muchedumbres, única que alivia al protagonista del agobio de los
“ellos” y de ese mundo urbano junto a los que está inscrito.
Nuestro personaje busca refugio porque la normativa que rige la sociedad
no le vale. Se fugará de ella y se adentra en el terreno literario. El
protagonista se quiere literario y establece diferencias con los otros
integrados en esta ralea. Trabaja por lograrlo sin distanciarse definitivamente
de una realidad, que describe desde su peculiar asentamiento y la recubre
estéticamente con el juego alquímico de vida y literatura. De ese modo procede
al temple del lenguaje: atiza la historia con claves que en ocasiones se
presentan como los jirones de una canción sudamericana: “Azahar en la punta del
barco que Magdalena se trajo sin timón...”; o en los restos todavía en pie de
un decadente bolero: “No soy nadie. No tengo vanidad...”; o nos muestra su
localización exacta en el tiempo de los ritos perdidos en un mundo que aún
puede ser resucitado por una vieja y caduca canción: “Muere la tarde como una
canción cubana. Moliendo café...”
O pude también trabajarlo en un paseo circunloquial, como el que hace
por el título que nos recuerda su primera novela (“Ídolos de Bruma”): “Un
motivo danzante en la bruma de cualquier devoción que a nadie le interesa... “
O trabajando la expresión que desde las mismas palabras que empalman sus
ecos en otras: “Luego la mesa y la promesa de atravesar...”; En la época de
Isadora de asidero de madrugada...”
Sí; todos los procedimientos expresivos se configuran como residuos
cifrados abstrayendo un mundo de pretéritas tonalidades, que hará de aquella
vivencia del pasado la evocación de un mapamundi; la imaginación lo lleva por
los espacios troceados y policromo en sensaciones. Un cúmulo de sensaciones
distantes que abren al presente la silueta suya cargándose de recuerdos. Cada
una de las piezas de este mobiliario mental y evocador requiere que su historia
sea remozada por aquellos primeros tintes infantiles o adolescentes. Roberto Cabrera
nunca daría acogida en la serie una referencia que sólo expresara el maullido
de un gato. En la trepidante aceleración de su escritura, en el flash de una
entrecortada imagen poseerá la capacidad de recoger un micromundo. Roberto
Cabrera se me figura sacando punta y tensión a ese recuerdo y escribirá que el
lamento de gato da tejado en celo... Y es que busca situar sus historias en
aquellos espacios urbanos aún tibios. Su frase saldrá con imprevisible
resultado. El idioma en sus manos es magia y pude transformar objetos y sus
alrededores. Podrá hacer que los pasacalles, como en una greguería, dejen de
significar por un momento las notas vivas de una banda de música, y sean
“caminos musicales de muchedumbres”; o permite también que los tiempos y las consecuencias
se inviertan bajo la acción del fuego: “El fuego nos consumió al principio, y
ahora trascurrido cierto tiempo amenaza con abrazarnos vivos”. O podrá dejar
“un aroma perenne en el carro de la basura”. O llegar tan profunda una imagen
visionaria, que exponga: “Será un calvario, me estremezco al pensarlo, exhumar
nuestros huesos que relumbran en la madrugada”.
Sí que hay una encrucijada de rumbos en palabras contiguas que tiran y
tensan las significaciones. Sí que urde estratagemas de dispersión auque
mantenga siempre su fidelidad al eje, como un segmento que busca espacio por
donde proyectar las íntimas experiencias de un tránsito a la recherche del
tiempo perdiéndose. Pero también lo atrapa el presente.
Para aquel pasado tendrá una ley el narrador-protagonista: la ley
poética. Para la inserción en el presente dispondrá de otra: La ley social,
pero sin que se olvide el dominio en el juego alquímico de ese nuestro
personaje profundamente literario. Si lo agobian los otros, el mundo
impersonal, él busca los refugios cuasi uterinos de las buhardillas, no en vano
se manifiesta con vocación de poeta. Y creará un tú dialéctico en bastantes
campos enfrentados, pero al único al que le permite el diálogo. Es un diálogo
que no lo desvincula del todo de las referencias externas, con la ideología que
habita allá fuera. Es otro estadio en el ambular mental del autor.
Su viaje al pasado se veía libre de toda presencia compañera. Ahora la
mujer es lo más próximo, la más próxima a poseer sus claves privadas. Los dos
personajes en un mundo ya dado que ellos describen, donde se insertan y lo
discuten. Esa comunicación se da en la quietud estéril de un cuarto. Digo
estéril porque se intuye el gran deseo de la Fecundidad. La hembra, en muchos
cuentos, es anónima, se encuentra lejos, pero está sembrada. En los cuentos de
la proximidad los amates se encadenan a una suerte de árida conversación que
los condena a diferenciarse.
La hembra del pasado es fecunda. La del presente le va abriendo vías de
seria reflexión. En la narración se encuentran variados subterfugios que
acumulan diferencias de caracteres en los respectivos retratos: “Descorcha la
botella –le habla el protagonista–, poca espuma para ti, mucha para mí,” Hemos
de notar por fuerza que tras la inocencia de la frase se cargan dos actitudes
hondamente contrapuestas: lo lúdico-poético del protagonista deseando la
espuma, frente a su compañera.
Pero hay modo de avanzar: cuando se salvan en un mismo punto los datos
posibles de los contrarios. Algo los une por lo pronto, “unas pocas migajas de
nuestro intachable amor aventurero e implacable”.
Intachable e implacable no permite ni la más leve sombra de platónico
planteamiento. El sexo. Como una nueva fe de creencia por y para la claridad
del cuerpo de al lado. Morir si es preciso en él, desde su más cruda biología.
Se condenan a gozar del placer en la estrecha y salvaje comunicación de un
cuarto escondido. Disuelven el sexo en el agua nada lírica de la cotidianeidad.
Sin embargo, cómo es que no dejamos de percibir que sobre las oscuras
fisiologías del cuerpo se salva algo de ese ambiente de apariencia contaminada.
Cuando vuelve a la realidad llora como lo hacía al volver del pasado, y no sin
antes agarrarse como un niño a su disperso mundo antiguo de juguete.
Pasado y presente, dos estadios en dos estancias que ya probaron y donde
fueron otros los que habían marcado los límites. Una disyunción: ruta o rutina.
Va a necesitar vencer la ley de identidad con que se presentó el mundo ante él.
Por eso busca que su transmutación se resuelva en una imagen suficiente, capaz
de inducirle el impulso de salida de la ley lógica y trasmigra: “Ahora su cara
escupe con los rayos últimos de la luna. Revisa la envergadura de sus años,
continúa haciendo agua por los costados sudorosos”. Imagen crística de futuro
mesianismo, pero también y más, su realidad se hace como imagen de barco con
ese magistral recurso de navificación. Su yo es la esencia misma del viaje. Se
intuye un segundo nacer, la esperanza de amarre a la patria definitiva. Si no
la encuentra en el cuento que usó aquel recurso, es porque su arribada acaece
próxima a la ciudad, porque todavía no ha llovido, porque ha tenido que buscar
la humedad sepultándose lentamente en la tierra.
Toda patria interior es reconocible, y la reconoce en el espacio final
de “Historia del nunca hallado”. El título es elocuente. El lugar buscado por
el protagonista es la Naturaleza escondida, después de atravesar desiertos, sabiendo
que su cuerpo está en “la puntual hora” brindándose al aire en la llanura
fresca “Acaso el arcoiris que brinda y corona la llovida, puso cura a sus
llagas, y bajo su sepultura en verdad tranquila, se encuentra la tierra húmeda.
Algunos pájaros en sus picos toman briznas de sus propias ansias por aflorar de
sus mismos yerros”.
Estimado lector:
La obra de Roberto Cabrera, sin duda habrá quedado imperdonablemente
herida en esta fatal autopsia. ¿Qué se me pude ocurrir como resumen?, como
conclusión, ¿qué?
Distraigan en la lectura mis sugerencias. En el fondo de toda crítica
siempre hay malversación. Si alguien dispone de un buen banco de datos, dicen,
puede sentirse infalible para asegurar el quebrado o alzado camino de una
empresa. Me he pasado horas buenas en que subrayé muchos párrafos, asombradizas
frases, aproveché el reverso blanco de los folios del manuscrito para
avecinarle los datos que comentaban a la página vecina... Escribí. Aquí está. Y
no podré asegurar que en segundo ensayo, no obstante la sinceridad y el
indispensable tratamiento objetivo, naciera otra historia sin duda también
cierta del libro “Amor mora roma”.
@Juan José Delgado
edición de Amor Mora Roma
ED.AULA DE CULTURA DE TENERIFE
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