ESTIMADO EDUARDO
CAROLINA VÁSQUEZ ARAYA
Su
carta es el testimonio de cuánto sufrimiento es posible infligir en un ser
indefenso.
Leo
sus palabras y me vienen a la mente las devastadoras imágenes de tantos miles
de niñas y niños silenciados y sometidos al poder de un padre abusador. No es
un cuadro excepcional y esa, no cabe duda, es la parte más triste de la
historia. Pero nadie quiere aceptarlo porque eso representa el quiebre
definitivo de la unidad familiar. Una unidad solo presente como parte de una
utopía, un deseo inconsciente de negar lo malo para aferrarse con uñas y
dientes a una estabilidad tan falsa como perversa.
Estimado
Eduardo
Usted
me cuenta su experiencia y puedo imaginar el dolor acumulado durante años. Es
como una mancha imborrable en el pasado de tantas víctimas inocentes sometidas
a abuso sexual por quien debería ser su protector. Es perceptible en sus
palabras ese sentimiento de impotencia y repugnancia del cual es imposible
escapar porque a lo largo de la vida surge una y otra vez, como una especie de
maldición tan inmerecida como devastadora.
Lo
más triste, Eduardo, es el silencio de los demás. Saben y callan porque de eso
no se habla, porque el poder patriarcal es tan imponente como para someter al
conjunto en una complicidad sucia y contaminante, en la negación tácitamente
aceptada para ocultar un hecho criminal capaz de destruir la vida de un
infante. Pero me cuenta en su carta de sus intenciones de enfrentarlos uno por
uno porque es parte de su terapia de sanación. He de decirle que es un acto muy
valiente, perderá la estima de algunos pero quizá logre evitar la cadena de
abuso contra sus hermanos menores quienes, usted lo dice, sin duda experimentan
el mismo drama.
Usted
no imagina cómo un testimonio tan íntimo pueda ayudar a otros a liberarse de
ese terrible círculo de violencia, pero su efecto liberador es un hecho. Por lo
general, las víctimas sienten la vergüenza que debería sentir el perpetrador y
callan por temor a las consecuencias de una denuncia tan devastadora, pero sobre
todo por el temor a no ser escuchado o sufrir una especie de exilio emocional
por parte del grupo familiar y las demás personas de su entorno social. A lo
largo de los años el silencio se vuelve una carga pesada, manifestándose de mil
modos diferentes en sus relaciones con la sociedad y también con sus parejas
sentimentales, ante quienes abrir esa caja de Pandora resulta una tarea
psicológicamente extenuante.
Imagine,
Eduardo, cuántos niños y niñas viven esa pesadilla sin posibilidad alguna de
escapar de ella porque cuando denuncian nadie les cree. Imagine a esas niñas
embarazadas por su padre, por su abuelo, por su tío o por cualquier hombre con
suficiente poder para agredirlas sin temor a las consecuencias y sentenciadas
por el Estado y la sociedad a una maternidad cruel e injusta. Comprenda,
Eduardo, el alcance de su arrojo para enfrentar a quienes debieron protegerlo
durante su niñez y vea este acto de reivindicación como un ejemplo para muchos
como usted. El periplo familiar que intenta realizar lo colocará del lado de
los hombres y mujeres cuyo valor impulsa indefectiblemente un cambio de visión
sobre el abuso sexual contra niñas, niños y adolescentes alrededor del mundo.
Personas
como usted, Eduardo, pueden hacer la diferencia con el solo hecho de denunciar
y, con ese acto, destruir el silencio alrededor de uno de los delitos más
devastadores del catálogo criminal, no solo por lo ruin y solapado, sino por la
manera como convierte al hogar –un reducto de protección y amor- en la sede del
infierno. Quizá más víctimas sigan su ejemplo y se liberen por fin de ese dolor
callado y constante.
Gracias
por eso.
El
abuso sexual contra niñas, niños y adolescentes es un crimen perverso, cruel y
devastador.
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