EL PP, BRASILIA Y LA MODERACIÓN DE FEIJOÓ
La
tragedia de los conservadores es que creen que podrán quitarse la dependencia
de la extrema derecha imitando sus peores usos populistas
CTXT
El presidente del PP, Alberto Núñez Feijóo, y la presidenta de
la Comunidad de Madrid, Isabel Díaz Ayuso.
En un reportaje sobre las elecciones en Filipinas en 1986 y la caída de la dictadura de Ferdinand Marcos, incluido en su libro Republican Party Reptile, P. J. O’Rourke, uno de los más destacados y divertidos representantes de los republicanos extremistas, escribía que los corresponsales de guerra acostumbraban a decir de los conflictos que “no es tan sencillo”. La situación en Palestina, en Sudáfrica, en Vietnam, “no es tan sencilla”. “En Filipinas sí que era sencillo”, resumía O’Rourke: “Marcos merecía que lo clavaran por las orejas en el parachoques de un todoterreno y lo arrastraran por todo Manila”. Lo que ha cometido la multitud bolsonarista en Brasilia, sea un intento de golpe de Estado, una algarada multitudinaria o lo que finalmente determine la justicia brasileña, es muy sencillo: un asalto violento a las instituciones democráticas de aquel país.
Así lo han
entendido y condenado los gobiernos de todo el mundo, desde el norteamericano
–tradicionalmente reacio a los cambios progresistas en lo que considera su
patio trasero, cuando no inductor de movimientos para evitarlos– hasta el
italiano –ahora en manos de una coalición de extrema derecha–. Y como tal
atentado a la democracia lo ha titulado la práctica totalidad de los medios y
lo ha calificado la inmensa mayoría de los líderes de opinión. ¿Todos? No. En
España, un partido se ha resistido a considerar que lo de Brasilia es muy
sencillo y condenable. El PP. Ante el silencio atronador de Isabel Díaz Ayuso
–el mismo que ha practicado Salvini–, tenemos que conformarnos con el tuit del
presidente del partido, Alberto Núñez Feijóo: “Manifestamos nuestro apoyo al
pueblo brasileño y hacemos un llamamiento al inmediato restablecimiento del
orden constitucional. No se puede ceder ante los populismos y la radicalidad,
que intentan socavar el respeto a las instituciones, la democracia y las
libertades públicas”. Un mensaje de una falsa equidistancia memorable. Habría
valido tanto para saludar un nuevo orden producto del golpe de Estado, como
para repudiarlo si, como es el caso, fracasaba.
Sin la contundencia
que reserva para criticar al Gobierno, Feijóo ha aclarado que está a favor del
pueblo brasileño –no del Gobierno legítimo– y proclama sus deseos de que reine
un orden constitucional que no se ha visto afectado por la algarada. Del resto
del tuit podemos deducir que no es muy partidario de esos excesos o de
cualesquiera otros. Contrasta tanta finezza con la dureza de la primera
ministra neofascista italiana, Giorgia Meloni: “Las imágenes de la irrupción en
las sedes institucionales son inaceptables e incompatibles con cualquier forma
de disidencia democrática”.
Poco acostumbrados
a las maneras florentinas del líder, la mayoría de los altos cargos del PP han
optado por la línea de la portavoz parlamentaria, Cuca Gamarra, consistente en
hacer una traducción de Google a la política española, citando mucho a Sánchez
y su reforma del Código Penal y evitando cualquier mención a Lula o Bolsonaro.
Y lo que es más grave, eliminando, por ignorancia de los mínimos usos
democráticos o por mala fe, la enorme diferencia existente entre el derecho
ciudadano a manifestarse, incluso en gran número, y tomar violentamente las
instituciones para pedir un golpe militar. De buscar algún precedente en
España, los líderes conservadores podían recordar, sin ir más lejos, la
turbamulta que organizaron decenas de alcaldes del PP de Galicia en el
parlamento autonómico, con los consiguientes forcejeos con las fuerzas de
seguridad que lo custodiaban, para protestar porque su partido había perdido la
Xunta.
Podríamos hacer un
llamamiento a que las vacaciones han terminado y pedir que los community
managers de verdad regresen a sus puestos de trabajo, pero la realidad es muy
seria. El PP es, hoy en día, según las encuestas, el partido con mejor
intención de voto en España. Y tiene muchas posibilidades de acceder a la
Moncloa apoyándose en sus imprescindibles muletas, Vox y/o Cs. Pero en
demasiados aspectos es una formación antisistema, echada al monte, radicalizada,
muy alejada del partido de orden que ha tenido a gala ser siempre.
Desde que fue
apeado de la presidencia del Gobierno, por métodos obviamente legítimos y
democráticos, el PP de Casado y de Feijoó ha seguido la misma deriva trumpista
y antidemocrática que dicta la Internacional Reaccionaria: no ha dejado de
cuestionar la legitimidad del poder ejecutivo, ha puesto en solfa la capacidad
de decisión del poder legislativo y ha impedido con todo tipo de maniobras la
renovación del poder judicial. La prensa pagada por la banca insiste en
contarnos que Feijóo es un señor moderado, un ferviente enemigo de la
radicalidad. Su llegada a la presidencia del PP fue vista por quienes tienen
alergia a las políticas de izquierda como una nueva oportunidad para forjar una
gran coalición con el PSOE, si los resultados electorales obligaran a echar
mano de ese unicornio.
El problema del
líder del PP y de otros dirigentes populares para decir que un golpe es un
golpe, para llamar a las cosas por su nombre y para actuar como verdaderos
demócratas es que, por un lado, necesitan a toda costa quitarse de encima su
dependencia de Vox, y al mismo tiempo no consiguen dejar de imitar los peores
usos populistas de la extrema derecha porque piensan que eso les ayudará a quitarse
de encima esa dependencia. Se trata de un dilema trágico, por irresoluble y
porque convierte al Partido Popular en una derecha macarra, impresentable,
incivil y nada fiable. Pero lo más inquietante es que millones de votantes
conservadores hayan sucumbido al machaque constante del columnismo más burdo, y
sigan religiosamente los canales y medios dedicados a fabricar bulos y fake
news. El drama no es que vayan a votar al PP con la nariz tapada, sino que
piensan realmente que el Gobierno actual es un peligro para la democracia.
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