jueves, 12 de enero de 2023

FORMAS DE ASALTAR EL CONGRESO

 

FORMAS DE ASALTAR EL CONGRESO

JONATHAN MARTÍNEZ

Antonio Tejero, el teniente coronel de la Guardia Civil

que dio el golpe de estado el 23-F

En un relato de Jorge Luis Borges titulado El Congreso, el estanciero uruguayo Alejandro Glencoe alumbra la descabellada empresa de organizar un Congreso del Mundo que represente a toda la humanidad. Las reuniones preliminares se celebran los sábados en la Confitería del Gas de Buenos Aires. Son quince o veinte congresistas. Nora Erfjord es la única mujer. Entre el humo del café se atisba una aparente variedad de razas y afinidades religiosas. Pronto empezarán a llegar las primeras adhesiones de rincones tan dispares como Bolivia, Dinamarca o el Indostán.

 

Fundar un organismo tan ambicioso significa enfrentarse al problema mismo de la representación. Se supone que cada congresista encarnaría una suerte de arquetipo con el que un sector de la población podría sentirse identificado. Por ejemplo, Alejandro Glencoe representaría a los hacendados, a los hombres de barba roja y a los que están sentados en un sillón. ¿Pero a quién representaría Nora Erfjord? ¿A las secretarias? ¿A las noruegas? ¿Bastaría un solo ingeniero para representar a todos los ingenieros del mundo, incluso a los de Nueva Zelanda?

 

En la moraleja de El Congreso se intuye un reproche sarcástico hacia los sistemas parlamentarios. Al final y al cabo, Borges siempre sostuvo que la democracia no es más que un abuso supersticioso de la estadística. En 1976, cuando aún no se habían celebrado los primeros comicios generales en España, el escritor argentino voló a Madrid y ratificó ante un periodista de El País sus recelos hacia el camino electoral. "Toda la gente no entiende de política, como no podemos entender todos de retórica, de psicología o de álgebra".

 

Muchos años después, en el Madrid de la Acampada Sol, las multitudes indignadas resumían su descontento con un lema que siempre tuvo algo de manifiesto generacional o de epitafio: "No nos representan". En septiembre de 2012, una marea humana se concentró alrededor del Congreso durante una manifestación autorizada por la delegada del Gobierno, Cristina Cifuentes, que apenas un mes antes había calificado la convocatoria de "golpe de Estado encubierto". Los antidisturbios reventaron la protesta con una ensalada de porras y alborotadores infiltrados.

 

Los tumultos de Madrid no eran ninguna rareza. De hecho, desde la quiebra bursátil de 2008, el mundo parecía haber entrado en barrena y no había un solo país en todo el planeta que no sintiera el temblor de los cimientos bajo sus pies. Egipto desafiaba a Mubarak. Grecia ardía de rabia y deuda. Los estudiantes chilenos colapsaban la Alameda. Occupy Wall Street tomaba el Puente de Brooklyn. En todas estas latitudes de apariencia inconexa latía el mismo impulso de contrariedad hacia las élites financieras y hacia los administradores de la vida política.

 

 

Así que los administradores de la vida política, adiestrados por las élites financieras, se atrincheraron en sus butacas y dieron rienda suelta a la policía. Mataron a Alexandros Grigoropoulos de un balazo en Atenas. Manuel Gutiérrez cayó ametrallado en Santiago. A Jaled Said lo acabaron a golpes en Alejandría. Las víctimas no eran peligrosos golpistas sino jóvenes desarmados. ¿A quién representaban sus verdugos? ¿A los mercaderes de armas? ¿A los amigos del libre mercado? ¿A aquellos que entienden la función pública como un privilegio reservado a una selecta minoría?

 

Nuestras constituciones y nuestros sistemas parlamentarios conforman el patrimonio simbólico más notorio de la Ilustración y de las viejas revoluciones liberales. En España la referencia inmediata se encuentra en la Constitución de 1812 y en las Cortes de Cádiz. Desde entonces, han sido siempre actores reaccionarios quienes han suspendido ese orden institucional. Lo hizo Fernando VII con un golpe absolutista en 1814. Lo hizo Pavía con un asalto el Congreso en 1874. Lo hizo Primo de Rivera en 1923. Lo hizo Franco en 1936. Lo hizo Tejero en 1981.

 

A la vista de la historia, es inevitable sentir un regusto contradictorio en el paladar. Por una parte, nuestras instituciones parecen sarcófagos polvorientos de un tiempo que ya no existe y se adaptan con una lentitud exasperante a las urgencias colectivas. Por otra parte, las fuerzas conservadoras siempre han tratado de recortar el campo de acción de las entidades democráticas. A veces lo han hecho por la vía expeditiva de las armas y muchas otras veces lo han hecho mediante una sibilina combinación de intoxicación televisiva y piratería parlamentaria.

 

El problema es que la práctica democrática se parece muy poco a aquello que nos promete la teoría. Se supone que el Congreso, los congresos, deberían garantizar la separación de poderes, la libertad de expresión y la igualdad de derechos y oportunidades. La realidad es que el verdadero poder, el de las élites económicas, se encuentra en ámbitos ajenos al escrutinio de las urnas y tiene tanta autoridad que es capaz de abolir a su gusto los designios de la mayoría. La democracia sigue su pacífico curso siempre y cuando las urnas no contradigan la voluntad de los dueños del dinero.

 

Ahora, al ver el flash mob vandálico de los bolsonaristas en Brasilia, nos acordamos de los trumpistas que asaltaron el Capitolio en 2021. Dos candidatos incapaces de aceptar la derrota electoral. Dos ataques planificados en las ciénagas de internet. Un ejército de mercenarios digitales entregados al boyante negocio de las fake news y bendecidos por el algoritmo. Todo un ecosistema periodístico global que ha minimizado el ascenso de la ultraderecha cuando no le ha prestado sus mejores altavoces o la ha legitimado frente a sus audiencias.

 

El martes Feijóo trataba de equiparar el allanamiento del Congreso de Brasil con las manifestaciones contra la investidura de Rajoy en Madrid. Da igual que el PP lleve cuatro años de gobiernos municipales y autonómicos con los aliados de Trump y Bolsonaro en España. Da igual que Feijóo recurra al lugar común de los extremos que se tocan para poner al mismo nivel una expresión democrática con una intromisión violenta en la sede de la soberanía popular. El debate político admite toda clase de licencias siempre y cuando exista una masa de fieles dispuesta a creérselas.

 

¿A quién representa Feijóo cuando obstruye la renovación de los órganos judiciales? ¿A quién representa Cosidó cuando revela que el PP va a controlar la sala segunda del Supremo "desde detrás"? ¿A quién representa Rajoy cuando da cobijo a una trama policial y mediática que fabrica pruebas falsas y conspira desde las cloacas contra los opositores? ¿A quiénes representan los gobiernos que despiezan la educación y la sanidad para entregársela al capital privado? Hay muchas formas de asaltar el Congreso. No todas son vistosas.

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