FORMAS DE ASALTAR EL CONGRESO
JONATHAN MARTÍNEZ
Antonio Tejero, el teniente
coronel de la Guardia Civil
que dio el golpe de estado el
23-F
En un relato de Jorge Luis Borges titulado El Congreso, el estanciero uruguayo Alejandro Glencoe alumbra la descabellada empresa de organizar un Congreso del Mundo que represente a toda la humanidad. Las reuniones preliminares se celebran los sábados en la Confitería del Gas de Buenos Aires. Son quince o veinte congresistas. Nora Erfjord es la única mujer. Entre el humo del café se atisba una aparente variedad de razas y afinidades religiosas. Pronto empezarán a llegar las primeras adhesiones de rincones tan dispares como Bolivia, Dinamarca o el Indostán.
Fundar un organismo
tan ambicioso significa enfrentarse al problema mismo de la representación. Se
supone que cada congresista encarnaría una suerte de arquetipo con el que un
sector de la población podría sentirse identificado. Por ejemplo, Alejandro
Glencoe representaría a los hacendados, a los hombres de barba roja y a los que
están sentados en un sillón. ¿Pero a quién representaría Nora Erfjord? ¿A las
secretarias? ¿A las noruegas? ¿Bastaría un solo ingeniero para representar a
todos los ingenieros del mundo, incluso a los de Nueva Zelanda?
En la moraleja de
El Congreso se intuye un reproche sarcástico hacia los sistemas parlamentarios.
Al final y al cabo, Borges siempre sostuvo que la democracia no es más que un
abuso supersticioso de la estadística. En 1976, cuando aún no se habían
celebrado los primeros comicios generales en España, el escritor argentino voló
a Madrid y ratificó ante un periodista de El País sus recelos hacia el camino
electoral. "Toda la gente no entiende de política, como no podemos
entender todos de retórica, de psicología o de álgebra".
Muchos años
después, en el Madrid de la Acampada Sol, las multitudes indignadas resumían su
descontento con un lema que siempre tuvo algo de manifiesto generacional o de
epitafio: "No nos representan". En septiembre de 2012, una marea
humana se concentró alrededor del Congreso durante una manifestación autorizada
por la delegada del Gobierno, Cristina Cifuentes, que apenas un mes antes había
calificado la convocatoria de "golpe de Estado encubierto". Los
antidisturbios reventaron la protesta con una ensalada de porras y
alborotadores infiltrados.
Los tumultos de
Madrid no eran ninguna rareza. De hecho, desde la quiebra bursátil de 2008, el
mundo parecía haber entrado en barrena y no había un solo país en todo el
planeta que no sintiera el temblor de los cimientos bajo sus pies. Egipto
desafiaba a Mubarak. Grecia ardía de rabia y deuda. Los estudiantes chilenos
colapsaban la Alameda. Occupy Wall Street tomaba el Puente de Brooklyn. En
todas estas latitudes de apariencia inconexa latía el mismo impulso de
contrariedad hacia las élites financieras y hacia los administradores de la
vida política.
Así que los
administradores de la vida política, adiestrados por las élites financieras, se
atrincheraron en sus butacas y dieron rienda suelta a la policía. Mataron a
Alexandros Grigoropoulos de un balazo en Atenas. Manuel Gutiérrez cayó
ametrallado en Santiago. A Jaled Said lo acabaron a golpes en Alejandría. Las
víctimas no eran peligrosos golpistas sino jóvenes desarmados. ¿A quién
representaban sus verdugos? ¿A los mercaderes de armas? ¿A los amigos del libre
mercado? ¿A aquellos que entienden la función pública como un privilegio
reservado a una selecta minoría?
Nuestras
constituciones y nuestros sistemas parlamentarios conforman el patrimonio
simbólico más notorio de la Ilustración y de las viejas revoluciones liberales.
En España la referencia inmediata se encuentra en la Constitución de 1812 y en
las Cortes de Cádiz. Desde entonces, han sido siempre actores reaccionarios
quienes han suspendido ese orden institucional. Lo hizo Fernando VII con un
golpe absolutista en 1814. Lo hizo Pavía con un asalto el Congreso en 1874. Lo
hizo Primo de Rivera en 1923. Lo hizo Franco en 1936. Lo hizo Tejero en 1981.
A la vista de la
historia, es inevitable sentir un regusto contradictorio en el paladar. Por una
parte, nuestras instituciones parecen sarcófagos polvorientos de un tiempo que
ya no existe y se adaptan con una lentitud exasperante a las urgencias
colectivas. Por otra parte, las fuerzas conservadoras siempre han tratado de
recortar el campo de acción de las entidades democráticas. A veces lo han hecho
por la vía expeditiva de las armas y muchas otras veces lo han hecho mediante
una sibilina combinación de intoxicación televisiva y piratería parlamentaria.
El problema es que
la práctica democrática se parece muy poco a aquello que nos promete la teoría.
Se supone que el Congreso, los congresos, deberían garantizar la separación de
poderes, la libertad de expresión y la igualdad de derechos y oportunidades. La
realidad es que el verdadero poder, el de las élites económicas, se encuentra
en ámbitos ajenos al escrutinio de las urnas y tiene tanta autoridad que es capaz
de abolir a su gusto los designios de la mayoría. La democracia sigue su
pacífico curso siempre y cuando las urnas no contradigan la voluntad de los
dueños del dinero.
Ahora, al ver el
flash mob vandálico de los bolsonaristas en Brasilia, nos acordamos de los
trumpistas que asaltaron el Capitolio en 2021. Dos candidatos incapaces de
aceptar la derrota electoral. Dos ataques planificados en las ciénagas de
internet. Un ejército de mercenarios digitales entregados al boyante negocio de
las fake news y bendecidos por el algoritmo. Todo un ecosistema periodístico
global que ha minimizado el ascenso de la ultraderecha cuando no le ha prestado
sus mejores altavoces o la ha legitimado frente a sus audiencias.
El martes Feijóo
trataba de equiparar el allanamiento del Congreso de Brasil con las
manifestaciones contra la investidura de Rajoy en Madrid. Da igual que el PP
lleve cuatro años de gobiernos municipales y autonómicos con los aliados de
Trump y Bolsonaro en España. Da igual que Feijóo recurra al lugar común de los
extremos que se tocan para poner al mismo nivel una expresión democrática con
una intromisión violenta en la sede de la soberanía popular. El debate político
admite toda clase de licencias siempre y cuando exista una masa de fieles
dispuesta a creérselas.
¿A quién representa
Feijóo cuando obstruye la renovación de los órganos judiciales? ¿A quién
representa Cosidó cuando revela que el PP va a controlar la sala segunda del
Supremo "desde detrás"? ¿A quién representa Rajoy cuando da cobijo a
una trama policial y mediática que fabrica pruebas falsas y conspira desde las
cloacas contra los opositores? ¿A quiénes representan los gobiernos que
despiezan la educación y la sanidad para entregársela al capital privado? Hay
muchas formas de asaltar el Congreso. No todas son vistosas.
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