LEYES PROGRESISTAS PARA JUECES
CONSERVADORES
La
falta de claridad en los preceptos, los defectos en la técnica jurídica y el
vicio de elaborar textos con muchos enunciados políticos y pocas normas
dificultan la correcta aplicación de las reformas legislativas de izquierdas
MIGUEL IZU
En el país que alumbró la literatura picaresca, el refrán “hecha la ley, hecha la trampa” y lo de “¿con IVA o sin IVA?”, el desdén por el cumplimiento de las leyes está muy arraigado. El Derecho y sus profesionales suelen ser vistos con desconfianza, como un obstáculo, como una pejiguera para hacer las cosas que hay que hacer. Es una actitud transversal entre todas las clases sociales e ideologías, aunque me da la impresión de que no funciona igual a derecha e izquierda. En la derecha no son más cumplidores de la ley, aunque presuman de ello, pero sí más conscientes de la importancia de conocer bien su técnica; saben que, incluso para el caso de que vayas a infringir el Derecho, antes conviene conocerlo bien, contar con especialistas en hacer las trampas con eficacia.
Todos los
líderes del PP, de Fraga a Núñez Feijóo, han sido titulados en Derecho, igual
que en Ciudadanos (de Rivera a Guasp, pasando por Arrimadas); en UCD, tres de
cuatro (Suárez, Rodríguez Sahagún y Lavilla, no Calvo-Sotelo); en el PSOE,
desde 1977, solo la mitad (González, Almunia y Rodríguez Zapatero; ni Pérez
Rubalcaba, ni Borrell, ni Sánchez); en IU y en Podemos, ninguno (Yolanda Díaz,
si da el paso definitivo de liderar la izquierda transformadora, será una
novedad). En la izquierda también ha habido y hay juristas, algunos muy
preparados, pero tienden a llevar la voz cantante otros profesionales:
periodistas, sociólogos, politólogos, economistas, sindicalistas, filósofos,
médicos. Que, por supuesto, también son necesarios. Entre los políticos de
izquierda suele darse por supuesto que si ganas las elecciones y controlas el
boletín oficial, ya tienes el poder en tus manos (el desprecio del Derecho
convive con la fe en el poder mágico de las leyes para transformar la
realidad). Por eso muchos suelen ver a los funcionarios encargados de aplicar
el Derecho, desde los secretarios municipales hasta los magistrados del
Tribunal Supremo, como una molestia, en el mejor de los casos, o como enemigos
a los que combatir, en el peor, encargados de poner pegas y de frenar su acción
política.
Es evidente que
algunos, muchos, de esos funcionarios, sobre todo jueces, tienden a ser
conservadores. Por supuesto, hay jueces progresistas, pero la profesión tiene
un claro sesgo conservador, intensificado por la forma en que se reclutan los
jueces en España. Encerrarse durante dos, tres o más años, tras los estudios de
Derecho, para aprender de memoria el temario de la oposición exige cierto
soporte económico que no está al alcance de todas las familias; durante esos
años hay gastos y ningún ingreso. Pero pienso que, aunque se modificara el
sistema de selección de los jueces, que no vendría nada mal, de modo que la
carrera judicial estuviera al alcance de todos los titulados en Derecho, al
margen de su situación económica, los jueces seguirían teniendo de media una
tendencia más conservadora que el resto de la sociedad. Y ello por las propias
características de su función. Las profesiones que se dirigen a la conservación
del orden, sea el orden jurídico, el orden público o el orden económico
(jueces, fiscales, notarios, registradores, bancarios, policías, inspectores de
Hacienda, militares), atraerán más a personas con valores más conservadores,
más amantes del orden y de la tradición, incluso imprimirán ese carácter a
quienes ingresen. Las profesiones que se dirigen a la crítica, a la innovación
y a la transformación (científicos, investigadores, docentes, artistas),
tenderán a atraer a personas más progresistas, más amantes del cambio. Y,
probablemente, aparte de inevitable, eso es preferible a lo contrario. Me
preocuparían jueces o policías ácratas, audaces y originales, y profesores,
poetas o directores de cine poco imaginativos y apegados a lo seguro.
Partiendo de esa
base, la izquierda ha de tener presente que si logra aprobar leyes
progresistas, es muy posible que vayan a ser aplicadas por jueces
conservadores. Aparte de intentar que el sistema de reclutamiento y de régimen
disciplinario garantice, no jueces progresistas, simplemente jueces
independientes, imparciales y bien preparados que apliquen correctamente las
leyes, cualquiera que sea su ideología, deben trabajar por hacer leyes claras y
precisas con la mejor técnica jurídica, que puedan ser aplicadas igual por
jueces progresistas que conservadores. In claris non fit interpretatio, reza un
aforismo jurídico, lo claro no necesita interpretación, cuanta menos
interpretación, menos posibilidades de que el intérprete se aleje de la
intención del legislador.
El humanista valenciano
Juan Luis Vives aconsejaba que “las leyes sean claras, factibles y pocas” y
lamentaba que en el siglo XVI ya se habían incrementado y oscurecido en exceso.
Si viajara al siglo XXI le daría un patatús. El número de leyes se ha
incrementado exponencialmente, como el de legisladores con dedicación exclusiva
(parlamentos autonómicos, Congreso, Senado, Parlamento Europeo) compitiendo a
ver quién hace más leyes. Los gobernantes suelen apuntarse como un éxito hacer
muchas leyes; sus programas electorales y agendas están llenos de proyectos
legislativos, los gobiernos presumen, no de gobernar, sino del número de leyes
que están elaborando, supuesto indicador de eficacia. Con asaz frecuencia las
leyes carecen de mecanismos de evaluación sobre su aplicación y sus efectos, no
es rara una alta indeterminación sobre quién deberá ejecutarlas y sobre con qué
recursos materiales, personales y económicos se contará.
Un vicio todavía
más peligroso, cada vez más frecuente, es elaborar leyes-manifiesto, con muchos
enunciados políticos y pocas normas jurídicas. Una norma jurídica, para serlo,
ha de tener carácter imperativo, contener uno o varios mandatos dirigidos a
determinadas personas, o a la ciudadanía en general, para que ajusten su
conducta a lo contenido en esos mandatos, y unas sanciones (penales,
administrativas, económicas, jurídicas) a imponer en caso de incumplimiento.
Son habituales las leyes no jurídicas, más próximas a un programa electoral que
a una norma, con declaraciones altisonantes pero en las que cuesta encontrar
cuál es el mandato, cuáles son los sujetos obligados, cuál es la sanción en
caso de incumplimiento. Incluso la Constitución ha incurrido en este vicio al
no prever qué pasa cuando quienes deben hacerlo no renuevan en sus plazos a los
miembros del Consejo General del Poder Judicial. Hay muchas muestras de tal
tipo de leyes con insuficiente contenido normativo. Ejemplos históricos; el
art. 6º de la Constitución de Cádiz: “El amor de la Patria es una de las
principales obligaciones de todos los españoles, y asimismo el ser justos y
benéficos”; o el art. 1º de la Cartilla de la Guardia Civil de 1845: “El honor
ha de ser la principal divisa del Guardia Civil; debe por consiguiente
conservarlo sin mancha. Una vez perdido no se recobra jamás”. ¿A qué obligan
estas bonitas declaraciones? A nada en particular, o a todo en general, que
viene a ser lo mismo. Como la Ley 27/2005, de 30 de noviembre, de fomento de la
educación y la cultura de la paz, que se limita a decir que el Gobierno
promoverá la cultura de la paz. ¿Qué debe hacer en concreto? Nada definido.
¿Qué sucede si no hace nada? No pasa nada, no hay ninguna sanción prevista.
¿Qué novedad supone la aplicación de esa ley? Ninguna. ¿Cómo están aplicando
los jueces esta ley? De ninguna manera, no hay nada que aplicar. Que hay leyes
que, si no se aplican, no pasa nada, lo sabía perfectamente un jurista llamado
Mariano Rajoy cuando dijo que no pensaba derogar la Ley de Memoria Histórica
pero que su dotación presupuestaria mientras él fuera presidente sería de 0
euros.
Un efecto de la
proliferación de leyes con defectuosa técnica jurídica, de extensísimas leyes
con muchas declaraciones políticas en las que no es fácil identificar cuáles
son los mandatos concretos, de leyes provistas de larguísimas exposiciones de
motivos, a veces más largas que el propio articulado, que dejan claros los
motivos pero a menudo en la ambigüedad la descripción de las conductas
pretendidas, de leyes estatales que se remiten a otras leyes autonómicas que
deberán desarrollarlas, o de leyes autonómicas que se remiten a leyes
estatales, sin precisión suficiente sobre cuándo y hasta dónde se aplican unas
u otras, de leyes que carecen de régimen sancionador, de leyes que no precisan
quién las aplicará, de leyes que no prevén quién aportará los recursos
necesarios, contribuye a generar una intrincada jungla de textos cuya
interpretación se hace cada vez más complicada. Y cada vez más peligrosa. El
intérprete, el juez en último término, ante la abundancia de principios,
valores, declaraciones, objetivos, a cada cual más sonoro y no necesariamente
coherentes entre sí, contenidos en varias leyes que resultan aplicables
simultáneamente, goza de amplia libertad para adoptar la solución que le
parezca preferible con la red de seguridad de que siempre la puede motivar
invocando una buena cantidad de preceptos jurídicos y precedentes
jurisprudenciales que elegirá cuidadosamente en función de la decisión que más
le interese.
A veces, el
legislador progresista se sorprende ingenuamente de que los jueces no apliquen
la ley tal y como esperaba. No ha dado importancia al detalle de cuidar la
técnica jurídica, deslumbrado ante la trascendencia de la materia y de los
altos objetivos pretendidos por la ley. Probablemente ha ignorado que el
ordenamiento jurídico no se compone de leyes independientes unas de otras, sino
que es un sistema cuyo funcionamiento se ha comparado con el juego del ajedrez;
cuando se mueve una figura sobre el tablero, aun solo un escaque, o solo un
peón, se modifica toda la situación relativa de las demás figuras; unas quedan
amenazadas, otras alejan la amenaza, a algunas se les abren nuevos movimientos.
Una ley necesariamente se interpretará y aplicará en relación con el resto de
las leyes vigentes, no solo conforme al bloque de constitucionalidad, sino
también conforme al resto del ordenamiento jurídico, “en relación con el
contexto” y “los antecedentes históricos y legislativos”, según dice el Código
Civil. Conviene prever cuidadosamente los efectos que tendrá el contenido de cualquier
ley en el tablero de juego antes de aprobarla. A veces hay leyes muy
progresistas elaboradas por activistas sin interés por oír las advertencias de
los juristas, esos aguafiestas que no dejan de poner pegas a cualquier
progreso. Los activistas son necesarios, imprescindibles, para criticar, para
cuestionar, para alertar, para proponer, como han sido necesarios durante
siglos los campaneros para voltear las campanas dando avisos o alertando de
peligros; pero otra cosa es encargar a los campaneros componer música
sinfónica. Y tan complicado como componer música es la elaboración de las leyes
en un mundo tan complejo como este en el que vivimos. Luego resulta que esas
leyes naufragan en su aplicación, se encuentran con obstáculos imprevistos,
tienen inesperados efectos colaterales, no consiguen alcanzar sus objetivos. Lo
más sencillo en esos casos es echar la culpa a los jueces, sean conservadores o
progresistas, o a cualesquiera otros aplicadores de la norma.
Los políticos
progresistas hacen bien en desconfiar de los jueces. Hacen bien porque hay que
desconfiar de cualquiera que tenga poder, porque el ejercicio del poder lleva
siempre aparejado el peligro del abuso del poder. El Estado de Derecho y la
separación de poderes, en última instancia la existencia de las propias leyes,
se fundamenta en esa desconfianza. Si fuéramos seres angélicos no
necesitaríamos normas jurídicas, ni gobernantes ni jueces; pero como somos
seres humanos necesitamos hacer normas para superar la ley de la jungla en la
que se impone el más fuerte (ley del más fuerte que se halla siempre disponible
para colmar cualquier vacío normativo). Los políticos progresistas harán bien
en desconfiar, además de en sí mismos, también de los legisladores, sean
conservadores o progresistas, de su tendencia a hacer demasiadas leyes y
demasiado poco claras; y en dar la suficiente importancia a cuidar la técnica
legislativa, en oír a los juristas, a los expertos en cómo se aplican las leyes
y en analizar sus efectos, en tratar de mejorar la calidad de las leyes, de
modo que sean buenas leyes y logren sus objetivos incluso cuando las apliquen
jueces conservadores.
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Miguel Izu es
escritor, doctor en Derecho y licenciado en Ciencias Políticas y Sociología.
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