DESVÍO
EL
SUICIDIO
Cuento de
LA DESERCIÓN
Fragmento
José
Rivero Vivas
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José Rivero Vivas
LA
DESERCIÓN – Obra: C.03 (a.03) – Cuento –
Ilustración de la cubierta: Cinco bañistas en el mar
Óleo sobre lienzo de Ernst Ludwig Kirchner.
Berlin, Brücke-Museum.
(ISBN: 978-84-18902- 36-9) – D. L.:TF 219-2022 –
Ediciones IDEA, Islas Canarias. (Año 2022)
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José Rivero Vivas
DESVÍO
EL SUICIDIO
Cuento de
LA DESERCIÓN
(Fragmento: Págs. 85-89)
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Ayer se suicidó
Raimundo. Se cansó de estar aquí, y decidió terminar. Luego comenzaron las
conjeturas acerca del motivo que lo indujo a quitarse la vida. Sus amigos se
pusieron a reflexionar, pero ninguno daba con la clave del misterio en que
Raimundo quedaba envuelto con su muerte voluntaria. Las suposiciones fueron de
Este a Oeste y de Norte a Sur, pasando por meridianos y paralelos, sin saltarse
uno siquiera; mas, las naves pensantes de sus amigos no lograron atracar en
puerto aclaratorio ni navegar bajo vientos esclarecedores; la mar se mostró
borrascosa, los días nubosos, las noches oscuras y sin estrellas.
-¡Qué desventura! -murmuran apenados
todos.
Lo del cansancio
de Raimundo se supo porque él mismo lo dejó escrito: Estoy exhausto, y necesito prolongado reposo. Adiós. No decía
nada más. La nota, pequeña, estaba allí, sobre la mesilla de noche. La vio un
agente, y la entregó a su compañero porque no fue capaz de descifrar la letra,
totalmente ilegible.
Raimundo
renunció a la vida y se mandó mudar. Muy bien. Pero, y los amigos, ¿qué? Nada.
No los tuvo en cuenta, e hizo mal, pues, por este acto suyo, sin importancia
para otros, tuvieron que reunirse donde solían y, mentalmente, seguir sus pasos
a través de su corta vida, buscando afanosos explicación en el libro de
Durkheim, que Raimundo y ellos desconocían. Una tarea estupenda que
indirectamente les había encomendado.
Raimundo era
cómodo, y hasta burgués, en el sentido de amar las cosas gratas que colman el
buen vivir, aunque su economía no era lo bastante holgada como para dar
cumplimiento a sus inclinaciones muelles y sus aspiraciones más caras. Ahora
bien, Raimundo no trabajaba tanto como para estar cansado. Su labor no era
agradable, pero tampoco podía catalogarse de agotadora; así que, su decaimiento
procedía de su desánimo para hacer frente a la monotonía de su destino, no
originado por el esfuerzo físico desarrollado para ganar el sustento. Por ello,
sus amigos consideraron que se trataba, probablemente, de cosas propiamente suyas.
De más joven,
fue rumboso, e incluso aventurero en amor. No un don Juan, claro está, que no
todo el mundo tiene la suerte, aun cuando lo pregone, de poseer damas rendidas
a su encanto y su bolsa; pero, mal que bien, alguna moza le entregó sus prendas
mejores. Con el transcurso de los años fue tranquilizándose, por no tener más
remedio: la juventud no da más de sí,
se quejaba, y la verdad era que alguna decepción terminó con su coraje, por lo
que no se enfrentaba ya a las muchachas para requerirlas y festejarlas. Tal
vez, por ello, llevaba una larga temporada apartado de la jarana anterior;
como, además, había rebasado la edad que Albert Camus señala en “El mito de Sísifo” como determinante
para tomar conciencia del tiempo, es posible que el hombre se encontrara un
tanto apesadumbrado y exento de valor. Pero, no; Raimundo no se sentía afligido
por la rápida marcha de Cronos a través de sus distintas etapas, hitos fugaces
en su efímero existir, ni pensaba mucho en su malhadado discurrir. Al menos,
eso creían sus amigos, por lo cual les chocó en demasía la severidad de su
acto. No obstante, dada la vida que llevaba, podía juzgarse, sin lugar a dudas,
que la finitud de la existencia no era problema que le abrumase ni tema que
trastocase su sentido. Sin embargo, Raimundo se suicidó, y esto traía en jaque
el pensamiento de sus amigos: ¿cuál la causa de su fatal decisión?
Vivía solo: no
estaba casado y no tenía novia ni amante. Sus amistades eran pocas, pero
buenas. Se hallaba carente de responsabilidades, que había cuidado de no
contraer, y, aunque los compromisos rondaban su persona, no se adherían a él
con fuerza, por despreocupado que se mostraba. Su vivir era sereno y tranquilo,
sin exagerado ascetismo ni libre disipación; no era sobrio en extremo ni pecaba
de botarate. Su solaz se limitaba a frecuentar el bar de Graciliano, donde
participaba en la tertulia general, y, a veces, se entretenía en ojear, y aun
leer, una revista semanal que le prestaba Ventura. Sobre las otras cosas que el
hombre debe hacer para mantener su equilibrio, los demás desconocían su
realidad. Epifanio, gran íntimo suyo, abogaba porque Raimundo visitaba
regularmente un prostíbulo; Ventura, sin embargo, lo consideraba más cohibido;
los otros guardaban silencio.
Raimundo era
hombre callado, de firmes reservas, que nunca exteriorizaba lo que en su
interior anduviera rumiando. Su faz no expresaba idea ni sentimiento, ni dejaba
traslucir reflexión alguna. Encerrado en su mutismo evitaba decir sí y no,
mientras se limitaba a oír, dando la sensación de no escuchar, ajeno a cuanto
su interlocutor pudiera considerar a su respecto. Desechaba opiniones y actuaba
sin preocuparse de cuál sería la impresión causada. Su actitud era de
autosuficiencia, aunque no se le podía tachar de ufano y pagado de sí mismo,
pues, ante cualquier alusión a su impenetrable semblante, se encogía de hombros
sin dársele un ardite cuanto su prójimo acordara, dejando ver que nada le
importaba su catalogación y que, a sus ojos, carecía de importancia. Raimundo,
no obstante, sabía lo que hacía, y era consciente de lo que quería, lo que
pensaba, aquello que, a veces, aparentaba e incluso sentía... Se conocía a sí
mismo, y acaso pudiera decir de los demás lo que posiblemente ignorasen de sí;
ello, sin gritos ni alardes expresivos, sino callado y en silencio.
Raimundo tuvo
cierta delicadeza al acabar con su vida: no buscó llamar la atención ni intentó
atraer grandilocuencia y publicidad; antes bien, lo hizo llano y sencillo, sin
torsión ni rebuscamiento. No se le ocurrió meterse en un cuarto obscuro,
simular crimen, o cualquier otra acción delirante por la cual se le pudiera
considerar fuera de sí. Nada. No quiso emular ningún pasaje de la obra de
Edgard Allan Poe, fecundo imaginativo para estos casos, con aquel cuervo
fatídico graznando en el marco de su ventana, y, realmente, fue digno de
elogio. Qué buen Raimundo,
piensan sus amigos, durante el proceso de análisis de su atroz iniciativa.
Acaso su decisión fuera motivada por el miedo horroroso que sentía hacia los
batacazos fuertes, causa por la cual, residiendo en Madrid, no se le ocurrió
tirarse de lo alto del viaducto al fondo de la calle Segovia, ni en París se
subió a lo alto de la Tour Eiffel para lanzarse sobre los jardines del Campo de
Marte. Mucho menos, imitando a Larra, se dio un pistoletazo, en pleno día,
orillas de una plaza, a la vera del río, sobre la alameda, o en su propia casa.
No quiso tampoco armar ningún desaguisado escandaloso, y acaso por ello no
viajó a Nueva York con objeto de utilizar el Empire State y desde su altura
lanzarse al vacío neoyorquino. Era sentido y cabal y tomaba firme conciencia de
sus actos; por eso desdeñó aprovechar circunstancias que le deparasen una
muerte espectacular. No era exhibicionista, Raimundo, y se abstuvo de poner en
práctica rudezas que para nada servían, porque en caso de lanzarse de tamaña
altura, no iba a lograr más resultado que dejarse los sesos pegados a los
adoquines del pavimento, como había sucedido ya a más de uno que de esta manera
alcanzó su final.
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José
Rivero Vivas
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LA DESERCIÓN
(Fragmento: Págs. 85-89)
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(a.03) – Cuento
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Ilustración de la
cubierta: Cinco bañistas en el mar
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