FEIJÓO, ESE 'HOOLIGAN'
SANTIAGO ALBA RICO
El líder del PP, Alberto Núñez Feijóo, en el Club Siglo XXI,
a 26 de enero de 2023, en Madrid.- EP
He escrito a menudo sobre islamofobia. Como en el caso de otras relaciones desiguales de poder, su violencia simbólica no se basa en la ignorancia sino en la activación de un conocimiento performativo que construye el propio objeto a partir de retales sueltos de la realidad. Su objetivo es el de disponer de un otro manejable, fácilmente sometible y eventualmente prescindible. Si hablamos en concreto de la islamofobia, la operación es simple y eficaz: primero se reduce la complejidad a Unidad (una multitud de musulmanes, de escuelas coránicas, de culturas y continentes disueltos en una pasta homogénea y maleable a voluntad); después se disuelve esa Unidad en su segmento más pequeño y negativo (violencia, fanatismo, terrorismo); y por último, y como parte inalienable de esa Negatividad, se la declara eterna, inmutable, irreformable (el islam es incompatible de raíz con la razón y la libertad). Esta operación de conocimiento creativo lleva una y otra vez, por ejemplo, a la normal confusión entre islam, islámico e islamista, lo que, en sociedades multiculturales con mucha presencia de inmigrantes, facilita la construcción de un "enemigo interno" muy funcional al supremacismo blanco de ultraderecha y muy peligroso, por tanto, para el Estado de derecho y la democracia.
El reverso indisociable de esta
Unidad negativa, resultado de un conocimiento fraudulento, es el
autorreconocimiento de uno mismo como Unidad necesariamente positiva. El objeto
de conocimiento es naturalmente malo; el sujeto de conocimiento es naturalmente
bueno. Se trata de una oposición binaria elemental que asume habitualmente la
forma de una contradicción entre distancias o, lo que es lo mismo, entre
pronombres personales: nosotros/ellos. "Nosotros los cristianos",
"ellos los musulmanes". "Nosotros" estamos cerca, nos
reconocemos recíprocamente, tenemos principios y valores; "ellos"
están siempre lejos, aunque compartan nuestras ciudades y nuestra nacionalidad,
son oscuros, indiscernibles entre sí y siempre amenazadores. Si hay algo
eterno, inmutable, difícil de cambiar, como sabemos, es precisamente este juego
fatal, preñado de íntimo casticismo colonial, que acompaña a las "guerras
de religión". Cada vez que un europeo se deja arrastrar por él se hermana
con los islamistas que dice combatir, se separa de la ciudadanía democrática y
retrocede varios siglos en la comprensión política del mundo.
Todo está mal en las
declaraciones de Feijóo tras el horrible asesinato en Algeciras de un sacristán
a manos de un marroquí. Pero todo lo que está mal en esas declaraciones tiene
que ver con este marco de islamofobia espontánea; es decir, de espontánea
reivindicación etnocéntrica de la propia Unidad Positiva. Feijóo dice de
entrada que el "terrorismo islámico" es un "problema de la
sociedad europea". No. El terrorismo islamista es un problema que afecta
fundamentalmente a las sociedades musulmanas, en África y en Asia. Aprobado o
celebrado por un porcentaje de la población muy pequeño (en torno al 3%, muy
inferior al apoyo que reciben en Europa los partidos de ultraderecha), sus
víctimas son mayoritariamente musulmanas: en 2018, por ejemplo, uno de los años
de máxima actividad yihadista en el mundo, solo un 0,4 de esas víctimas se
produjeron en suelo europeo: el 90% perdieron la vida en Irak, en Nigeria,
Somalia, Siria, Afganistán y Pakistán. Si Europa, como es lógico, quiere
proteger a sus ciudadanos (con independencia de sus creencias) de una fuente
potencial de amenaza debería empezar por revisar sus relaciones diplomáticas y
económicas con los regímenes teocráticos que financian a los grupos terroristas;
y dejar también de darles alas (como a hecho EEUU en distintos momentos de su
historia) en razón de sus intereses geoestratégicos. Al mismo tiempo -y esto es
quizás lo más importante- Europa debería tomarse en serio la libertad de culto,
la integración de las minorías y el respeto de los derechos humanos. Siempre
habrá algún loco o algún fanático dispuesto a hacer un disparate, pero es
también un disparate creer que algún dispositivo securitario, y más si está
orientado contra una minoría en particular, podrá evitar todos los riesgos. La
islamofobia institucional, política y sociológica es en parte responsable del
terrorismo islamista. Y del retroceso en los derechos civiles en Europa.
Ahora bien, en las declaraciones
de Feijóo está igualmente mal, y por los mismos motivos, ese orgullo castizo
que, para marcar la diferencia entre la Unidad Mala y la Unidad Buena, le lleva
a declarar, con incontenible y fantasiosa satisfacción, que "desde hace
muchos siglos, no verá usted a un católico o a un cristiano matar en nombre de
su religión". Una cosa así solo se puede afirmar desde el hooliganismo
religioso. Feijóo no es un ignorante, como se ha dicho, ni responde a un
cálculo político; de hecho llama la atención el esfuerzo que hace por
reprimirse, tras percatarse de su precipicio verbal, y acabar la frase con una
vaga alusión a "ciudadanos de otros países", y ello cuando todos
estábamos esperando -y de algún modo ya estaba dicho- que rematase la oposición
de manera natural; es decir, con una referencia explícita a los musulmanes,
enemigos eternos de los cristianos. El problema de Feijóo es que se siente tan
orgulloso de pertenecer al lado bueno del mundo que no es capaz de recordar el
antisemitismo cristiano que dio origen a la Inquisición, los pogromos europeos
y después el nazismo; ni los crímenes de la conquista de América; ni las tres
guerras carlistas ni la Cruzada de Franco contra la anti-España ni -más cerca
aún- los Guerrilleros de Cristo Rey, grupo terrorista disuelto en los años 80
del siglo pasado. En cuanto a los atentados contra médicos abortistas en EEUU o
la explícita inspiración "cristiana" de algunos crímenes
supremacistas (recordemos que Brenton Tarrant, asesino de 51 personas en dos
mezquitas de Nueva Zelanda en 2019, llamaba a liberar Santa Sofía y a imitar el
ejemplo de Urbano II, artífice de la primera cruzada), Feijóo tal vez no los
recuerda porque en toda guerra religiosa los buenos son siempre buenos o porque
en este caso -concedámoselo- sí es capaz de evitar las rápidas y abusivas generalizaciones
que hace la islamofobia. Otra de las diferencias entre "nosotros" y
"ellos", lo sabemos, es que nosotros somos más complejos, más
variados, más "individuos". "Nuestros" terroristas, es
decir, son siempre locos; "sus" locos son siempre terroristas.
No se trata, en todo caso, de
recurrir una vez más al potlach inútil e infinito del "y tú más". No
se trata de comparar los crímenes del "islam" y los crímenes del
"cristianismo". En realidad Feijóo tiene razón. Aunque en nombre del
catolicismo y del cristianismo se ha matado mucho, ahora se mata mucho menos
que antes. Esto, sin embargo, no es una victoria del cristianismo sino, al
contrario, una victoria contra él. No es que el "cristianismo", como
Unidad Positiva, sea mejor que su opuesta Unidad Negativa; es que las peores
formas de cristianismo, las que gobernaban hasta hace no mucho Europa y parte
del mundo colonizado, han sido embridadas poco a poco por el laicismo, el
feminismo y la democracia. En nombre de Cristo, es verdad, Occidente mata hoy mucho
menos; ahora habrá que conseguir que mate también menos en nombre de la
Civilización, de la Paz, de la Seguridad e incluso de la Democracia, conceptos
que es necesario rescatar del cepo de estos nuevos predicadores laicos, casi
siempre tan islamófobos como sus predecesores cristianos. Como demuestran los
retrocesos civiles amagados o consumados en España en los últimos años, muchos
de ellos defendidos por el PP y/o por su socio Vox, conviene no dejar ganar
terreno de nuevo a ese cristianismo feo, puritano, autoritario, intolerante y
excluyente que, cada vez que ha tenido el poder o ha estado cerca de él
(siempre en condiciones de dictadura política), se ha portado exactamente
igual, o peor, que el peor islam.
Por lo demás, una de las ventajas
de que se haya hecho recular al catolicismo desde el poder secular al poder
espiritual es que, desde allí, puede convertirse por fin en una fuerza de
renovación ética y de inspiración política igualitaria y democrática. Las
declaraciones de Feijóo son, en realidad, anticatólicas, si es que un católico
se define por su obediencia al Vaticano, regido en estos momentos por un papa
valiente y socialmente comprometido, Francisco, a cuya vocación ecuménica,
mediadora y pontificia (en su sentido etimológico original), no habrán gustado
nada esas palabras. Las declaraciones de Feijóo, funcionales a Vox, se
inscriben en el marco discursivo de una derecha europea, orgullosamente
católica, que está permanentemente rebelándose y conspirando contra el papa, al
que quiere quitarse de encima cuanto antes. Esa conjura contra Francisco es el
punto donde confluyen, en efecto, todos los destropopulismos radicales que
están rozando o tomando el poder en nuestro continente: en nombre de Cristo se
alimentan todas las islamofobias, las homofobias, los racismos, los machismos,
los nacionalismos identitarios y los ayusismos neoliberales. Buena parte de los
dirigentes autoproclamados cristianos en esta Europa nuestra sueñan, en efecto,
un régimen iliberal retrógrado y combaten, por eso mismo, al papa Bergoglio,
núcleo simbólico silenciado de la cristiandad.
Una de las grandes lecciones de
los españoles en 2004, tras el abominable atentado islamista en la estación de
Atocha de Madrid, fue la de su serena capacidad de discernimiento. Al contrario
de lo que ocurrió en EEUU tras el 11-S o en Francia tras el atentado contra el
Charlie Hebdo, no hubo aquí el menor asomo o tentación de generalización
islamófoba. Pocas veces un pueblo habrá razonado mejor en medio del dolor y la
rabia. Ese es uno de los grandes legados colectivos que ningún partido o
dirigente político debería malversar. Las declaraciones de Feijóo, propias de
un hooligan clerical, son anticatólicas, infantilmente narcisistas y
políticamente irresponsables. El deber de un líder democrático que aspira a
gobernar es el de evitar las comparaciones y oposiciones de orden religioso,
proteger a las minorías y denunciar cualquier discurso que facilite la
construcción de un "enemigo interno", recurso solo funcional a la
ultraderecha y a la erosión de los marcos de convivencia democráticos. La
espontaneidad de Feijóo da miedo: del inconsciente de nuestra derecha emerge,
cada vez con más frecuencia, hedor a sotana vieja y a mazmorra medieval.
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