OTROS HORIZONTES
ILKA OLIVA CORADO
Escucha a lo lejos la alarma del reloj despertador, voltea a ver, son las tres y treinta de la madrugada, se levanta adormitado y camina hacia el baño, desde la noche anterior dejó la cubeta llena con agua para no tener que ir a esa hora a sacarla al tonel que está en el patio. En un costal tiene cuatro mudas de ropa, saca una que planchó la noche anterior y se alista para esperar al repartidor de pan que no tarda en llegar.
En una de las dos hornillas de la estufa de mesa pone a calentar los frijoles, en la otra calienta las tortillas, del refrigerador saca una bolsa con crema y queso fresco del que pasó dejando el vendedor que llega desde Taxisco cada semana, se sirve una taza de café y del canasto del pan saca dos zepelines. Se sirve los frijoles, coloca las tortillas en una manta y comienza a desayunar, son las cuatro de la mañana, en una hora tiene que abrir la abarrotería, pero antes a Ovidio le toca limpiar y organizar el mostrador como todos los días antes de abrir.
Después de limpiar
el mostrador, barrer el local y sacudir el polvo de las estanterías coloca en
bolsas el pan frío del día anterior para venderlo a mitad de precio. Cuando le
dijeron de irse a la capital a atender una abarrotería se ilusionó con estudiar
en la escuela nocturna, porque ese fue el trato con el dueño, un hombre
originario del mismo pueblo que se fue a Estados Unidos de indocumentado y
regresó veinte años después con papeles y con dinero para poner un negocio y
regresarse al Norte. Llegó a la aldea diciendo que era un migrante empresario.
En su natal,
Nahuatán, Pajapita, San Marcos, Guatemala, Ovidio no tenía más futuro que
agarrar para Estados Unidos como han hecho docenas de jóvenes de su aldea, cosa
que él también quería hacer, pero su mamá le dijo que si se iba lo más probable
sería que no se volvieran a ver, como les ha sucedido a tantos que mueren en el
camino, en Estados Unidos o mueren los papás en la larga espera del retorno. Le
suplicó que no se fuera tan lejos, que le había dolido tanto en el parto como
para que se fuera y no lo volviera a ver.
Apalabraron con su
empleador que le daría dos bonos anuales, diez días de vacaciones al año y las
fiestas de fin de año podía ir a visitar a su familia, que podía finalizar sus
estudios en la escuela nocturna y podía vivir en el mismo local que tenía una
habitación atrás muy cómoda, pero nada de eso fue cierto. Ovidio lleva siete
años trabajando en la abarrotería en la capital, duerme a pocos pasos de los
tambos de gas propano en un colchón tirado sobre el piso, maloliente, que ya
estaba ahí cuando llegó. Se levanta en la madrugada, cierra la abarrotería a
las diez de la noche y se va a dormir a la media noche, no puede hacerlo antes,
tiene que hacer las cuentas del día, ordenar producto y organizar las
estanterías.
El dueño de la
abarrotería abrió tres locales más y contrató jóvenes de la misma aldea para
que los atiendan, le han dicho sus amigos de la aldea que el tal migrante
empresario los está explotando. Su mamá le dice que no renuncie, que ahí tiene
techo y comida y que cambiar de trabajo le implicaría gastos. Que aguante, que
está joven, que ya vendrá la oportunidad de algo mejor. Ovidio entre los sustos
de los tambos de gas propano que almacena para la venta, también ha sufrido
infinidad de asaltos, los barrotes no lo protegen de una bala o de las amenazas
de cuando salga al mercado a comprar frutas y verduras para la abarrotería lo
venadeen para matarlo sino entrega el dinero.
Se enteró que en la
misma situación se encuentran varias jóvenes que trabajan en las tortillerías
del sector, ellas mismas le han contado que en las abarroterías de los
alrededores también hay jóvenes indígenas atendiéndolas, que los llevaron desde
sus pueblos y que apenas hablan el español. Como él que llegó hablando mam y el
español lo habla a medias a pesar de los años que lleva viviendo en la capital.
Y que de asaltos ni se diga, que hasta notas han ido a dejarles donde los
asaltantes les piden una cuota semanal para no matarlas. Los dueños de las
tortillerías se hacen los desentendidos, a pesar de que en las noches les han
ido a manchar las paredes con sangre como advertencia.
Carmen, una de las
muchachas que atiende en la tortillería no quiere arriesgarse más y perder la
vida en un asalto, ni estar dejando los pulmones torteando para llenarle las
bolsas a otros, lleva meses diciéndole que se vayan a Estados Unidos, que un
primo suyo los recibe allá, se van a ir cinco de sus compañeras de trabajo y se
van a unir a una de esas caravanas de migrantes hondureños que atraviesan
Guatemala.
Finalmente, Ovidio
se decide, una madrugada cualquiera se levantó como de costumbre, recibió el
pan. No abrió la abarrotería, salió por la puerta de atrás, agarró el dinero de
la semana y llamó al dueño para avisarle de su renuncia, también le dijo que la
copia de la llave se la dejaba con las muchachas de la tortillería de la
esquina, que no se preocupara que no se robó nada.
En el camino hacia
México los dos pasaron por San Marcos, pero Ovidio no quiso ir a visitar a sus
papás, porque su mamá lo iba a convencer otra vez de no irse, entonces se fue
solo así, como se van los más golpeados de las clases sociales: como aves en
bandadas buscando otros horizontes.
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