EL EJÉRCITO CAZURRO
Mientras
el PP respondía al intento de golpe en Brasil con Cataluña o Sánchez, la
extrema derecha enmudecía. Es otro síntoma más de la cobardía ultra, quizá el
mejor antídoto para perderles el miedo y acabar con la plaga
GERARDO TECÉ
Caricatura de Jair Bolsonaro, expresidente de Brasil.
Los fascistas copian lo que ven. Sucede en todas las etapas tempranas del desarrollo mental. Ayer, 8 de enero, Brasil vivió el mismo esperpento que hace dos años vivía Estados Unidos, con idéntica mecánica. Un mandatario de actitudes psicopáticas que cree ser un enviado de dios llega al poder mediante trampas de la mano de multimillonarios que respaldan la jugada. Un pueblo que lo expulsa tras un solo mandato y finalmente un no reconocimiento de la derrota que tensiona la convivencia hasta tocar techo con la traca final del envío de delegaciones formadas por el más tonto de cada pueblo para tomar por la fuerza las instituciones que perdieron democráticamente. La ultraderecha cree ser especial por haber nacido en uno u otro lugar y, sin embargo, da idéntica vergüenza en Brasil, Estados Unidos o España.
El fascismo ya no
es lo que era. O, al menos, no lo es en este momento. La boliviana Jeanine Áñez
–hoy encarcelada– acudió triunfal a su toma de posesión tras el golpe de Estado
contra Evo. Más tarde, Trump –hoy denunciado y procesado– se limitó a animar
desde el sofá en su mansión al ejército cazurro que asaltaba el Capitolio. Hoy
Bolsonaro parece haber aprendido la lección escondiéndose en Florida y guardando
silencio por si acaso. Este repliegue es la demostración de que la tolerancia
no sirve con esta gente y sí la mano dura. Una de las características que
definen a este movimiento liderado por psicópatas en diferentes coordenadas del
planeta es que la tensión que son capaces de generar suele ser inversamente
proporcional a la valentía de sus líderes cuando llega el momento decisivo.
Los asaltos
cazurros a las instituciones parecen ser la demostración de que la democracia,
aunque debilitada, aguanta las embestidas. Que el punto y final de estas
maniobras golpistas que comienzan con graves acusaciones falseadas sea enviar a
ejércitos cazurros a hacer el ridículo y posteriormente ser juzgados es una
buena noticia. Y, sobre todo, una gran vacuna para recordarles a los más
despistados que el fascismo tarde o temprano acaba siendo el uso de la
violencia por mucho que los medios lleven años repitiendo que aquí no pasaba
nada. En cada uno de estos asaltos violentos no sólo quedan señalados los
líderes ultraderechistas y sus ejércitos de cazurros, sino también los señores
enchaquetados que desde los medios se dedican a blanquear a quienes, como pasa
siempre en el fascismo, gobernarían para los más poderosos. Que pasen
–sonrojados a ser posible– Trancas y Barrancas.
El fascismo hace el
ridículo en sus intentos golpistas, pero las sociedades por las que pasa quedan
contaminadas. Ni Trump ni Bolsonaro, a pesar de ser expulsados en sus primeros
mandatos, sufrieron derrotas contundentes. Ni mucho menos. Vivimos una especie
de darwinismo social del 51% que lleva a las sociedades a sobrevivir como
pueden, por los pelos y un puñado de votos, a este esperpento. Cuando no
desinfectas a tiempo, la cosa acaba en plaga. Sociedades que, llegado el
momento del culmen cazurro de asalto a las instituciones, contienen la
respiración esperando ver cómo reaccionan los actores clave que pueden hacer
que la pelota que bota sobre la red caiga de uno u otro lado. En Estados Unidos
fueron el vicepresidente y la derechista Fox, con la censura a las locuras
finales de Trump, quienes apuntalaron su derrota. En Brasil ha sido un ejército
ligado a la derecha que no ha visto las condiciones adecuadas para dar un paso
adelante. Un paso que –a juzgar por la maternal actitud con los asaltantes–
igual hubiera estado encantado de dar con un ambiente más propicio. Nos la
jugamos en pequeños detalles y seguimos sobreviviendo gracias a que los relatos
desquiciados que generan mucho ruido no generan, en el momento final, tantos
firmantes.
En España cada uno
ha ocupado el lugar esperado. Mientras el PP demuestra tibieza y marea la
perdiz hablando de Cataluña, señalando a Sánchez o comparando el asalto
violento a instituciones brasileñas con las protestas del 15M –el partido
fundado por franquistas hará lo posible por no cabrear a sus ultras y al mismo
tiempo aparentar moderación por la tele–, Vox y sus dirigentes enmudecen
convirtiéndose, pasadas las horas, en el único partido que ni ha condenado lo
ocurrido en Brasil –imposible condenar a sus amigos al otro lado del charco– ni
ha dicho esta boca es mía para animar a Bolsonaro y los suyos en sus maniobras.
Es otro síntoma más de una cobardía ultraderechista que conviene observar con
atención. Quizá tener muy en cuenta esta cobardía sirva para perder el miedo y sea
el mejor antídoto para acabar de una vez con esta plaga.
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