NOS TOMAN POR IDIOTAS
La población
debe ser engañada para que consienta o, por lo menos, no se oponga a la guerra
RAFAEL POCH
Una ilustración con el estilo
de la NAFO, organización
de propaganda trol proucraniana.
Si se examina la edición de La Vanguardia del 1 de septiembre de 1939, el día que empezó la Segunda Guerra Mundial en Europa con la invasión alemana de Polonia, el lector se encontrará con el titular: “Un golpe de mano polaco degenera en lucha abierta con fuerzas alemanas”. Al día siguiente, el corresponsal del diario en Berlín, Ramón Garriga, informa del inicio de la invasión alemana de Polonia como “contraataque alemán en respuesta a las agresiones de que han sido víctimas los soldados alemanes en los últimos días”. Pero junto a eso, en un pequeño recuadro, aquel 2 de septiembre se podía leer un informe, bien pequeñito, sobre “Las operaciones alemanas según los polacos” e incluso se daba cuenta de la “Proclama del presidente polaco”. Es decir, dentro de los límites de un periódico editado en un país aliado de los nazis, cada cual podía hacerse cierta composición de lugar y sacar sus propias conclusiones sobre lo que pasaba en realidad.
Ahora, para hacerse
una idea de lo que ocurre en Ucrania, una “invasión no provocada” que, según el
discurso oficial, se inició el 24 de febrero y carece de un cuarto de siglo de
antecedentes, hay que salirse de los medios de comunicación oficiales y
establecidos, explorar en los alternativos, en la propaganda rusa y demás, y
pese a esta yincana, no siempre puede uno hacerse una idea clara de lo que
ocurre.
Para hacerse una
idea de lo que ocurre en Ucrania hay que salirse de los medios de comunicación
oficiales y establecidos, explorar en los alternativos, en la propaganda rusa y
demás
En cualquier caso,
si lo que nos dicen sobre esta guerra fuera la verdad, no haría falta que
censuraran los medios rusos, ni las voces disconformes con la narrativa oficial
incluso en las redes sociales, ni que las fábricas de propaganda de la OTAN,
cuyo dominio de los think tanks y medios de comunicación occidentales ya es
considerable (igual que en Rusia pero en sentido inverso), nos bendijeran con
su primitiva buena nueva macartista.
Nafo/Ofan, un
aparato de propaganda trol de la OTAN en redes que se presenta como iniciativa
de la “sociedad civil”, divide por ejemplo en cinco grupos a los occidentales
disconformes con el discurso oficial atlantista sobre la guerra a los que
presenta como “apologetas del genocidio” supuestamente perpetrado por Rusia en
Ucrania, de acuerdo con la banalización del concepto practicada por los dos
bandos. En esa galería de cómplices tenemos a: 1) los “comunistas”, que creen
que Rusia es una especie de URSS; 2) los “antifascistas de izquierda”, que
piensan que por tener ciertos problemas con neonazis, el gobierno y la sociedad
nacionalista de Ucrania es nazi; 3) los “ultraderechistas”, que simpatizan con
los aspectos “fachas” del argumentario del Kremlin; 4) los “cabezotas”, que
siempre llevan la contraria y que si leen en el periódico “blanco”, dicen,
“ajá, entonces es negro”, y 5) los “pacifistas bobos”, con la flor en el macuto
y la mirada perdida en un mundo ingenuo con el arcoíris al fondo... Según The
Grayzone, esta simpática “organización de la sociedad civil”, fue fundada por
un polaco antisemita para recaudar dinero para la Legión Georgiana, una milicia
acusada de crímenes como la ejecución de prisioneros con asesinos convictos en
sus filas.
La colaboración de
la OTAN con la extrema derecha y su intenso recurso al terrorismo es un aspecto
bien conocido y documentado de la historia europea y lógicamente en este
conflicto está adquiriendo suma actualidad.
Un estudio de la
Universidad de Adelaida (Australia) sobre los tuits de la guerra de Ucrania
constata que estamos sumidos en una masiva campaña de desinformación en las
redes sociales. El estudio examinó cinco millones de tuits generados en las
primeras semanas de la invasión rusa y revelaba que el 80% de ellos fueron
generados en “fábricas” para la propaganda. El 90% de esos mensajes fabricados
se lanzaron desde cuentas proucranianas y solo el 7% desde fábricas rusas. Para
hacerse una idea, el primer día de la guerra se generaron desde esas fábricas
hasta 38.000 tuits por hora bajo la etiqueta (hashtag) “yo estoy con Ucrania”.
“Luchamos con la
comunicación, esto es una pelea, hay que conquistar las mentes”, decía en
octubre Josep Borrell en un galvanizador discurso ante embajadores de la Unión
Europea, demasiado mansos y vagos, según sus palabras. Y como hay que
“conquistar las mentes”, es necesario simplificar el mensaje y convertir una
película compleja en un guion hollywoodense de buenos y malos para niños.
Algunos ejemplos:
– Según la Agencia
de la ONU para los Refugiados (ACNUR), hay 2,3 millones de refugiados
ucranianos en Europa central/oriental, entre ellos 1,5 millones en Polonia,
además de alrededor de un millón en Alemania. También hay 2,8 millones en
Rusia, el país que más ha recibido, pero a estos últimos se les suele presentar
como “deportados” por la narrativa de Kiev y raramente son mencionados como
seres humanos en apuros en los medios de comunicación occidentales. (Este
documental de Katerina Gordeyeva, que entrevista a refugiados de Mariupol en
Varsovia, Berlín, Moscú, Rostov, Lvov y otras ciudades, ofrece el panorama de
una realidad compleja).
– Las maniobras
nucleares rusas se presentan como “chantaje de Putin”; las de la OTAN
(“Defender”) como “muestra de la credibilidad de la Alianza”.
– Cuando Amnistía
Internacional dice que también el ejército ucraniano comete crímenes de guerra,
el asunto se tapa discretamente, incluida la airada reacción del gobierno de
Kiev, que castiga a la organización negándole acceso y exigiendo
rectificaciones. Algo parecido ocurre con los desaparecidos, silenciados,
detenidos o asesinados miembros de la izquierda ucraniana, las fuerzas
políticas ilegalizadas, medios de comunicación cerrados, la represalias contra
“colaboracionistas” en los territorios reconquistados, etc.
– El Organismo
Internacional de la Energía Atómica (OIEA) denuncia, con buen criterio, los
peligros que rodean a la central nuclear de Zaporiyia, pero no aclara quién
bombardea los alrededores de esa central que está ocupada por el ejército ruso.
El hecho de que, como en tantas otras “organizaciones internacionales”, el
paquete mayoritario de acciones lo tengan los países occidentales determina la
falta de claridad de las denuncias de su presidente, el argentino Rafael
Grossi, sobre la evidente autoría de los bombardeos de esa central.
– Cuando en agosto
se comete un atentado en Moscú que mata a una joven periodista de derechas,
Daria Dúgina, hija de un marginal filósofo ultra, Aleksandr Dugin, que según la
leyenda occidental tiene gran influencia en el Kremlin (la relevancia de la
ideología en este conflicto forma parte de dicha leyenda), eso no es
“terrorismo”.
– Cuando en
septiembre se destruyen los gaseoductos rusos que abastecían a Alemania, que ya
fueron objeto de un atentado de la CIA en los inicios de la cooperación
gasística entre la URSS y Alemania en la década de los ochenta, y eso ocurre en
el Báltico, seguramente la región marítima del mundo más controlada por la OTAN
y poco después de que comenzaran las manifestaciones en Alemania para
restablecer ese flujo, se diluye el debate sobre la autoría, el gobierno alemán
niega explicaciones a sus diputados alegando razones de “bienestar público”
(Staatswohl) y el periodismo atlantista se hace el tonto hablando de “misterio”
o señalando directamente a Rusia como autora de los atentados.
– Cuando en
octubre, tras el atentado del día 8 contra el puente de Crimea (6 muertos) y
los reveses militares en el frente, Rusia comenzó a lanzar oleadas de misiles y
drones contra Ucrania, los ataques se describen como “indiscriminados contra
civiles” (Biden). En el primer ataque, los ochenta misiles rusos lanzados
ocasionaron 17 muertos y en el de 18 de noviembre (96 misiles) 15 muertos,
según informes ucranianos. Mientras Rusia explicó que los ataques se dirigieron
contra la red eléctrica y puntos de mando, el Wall Street Journal informó de
que “la mayoría de los ataques golpearon subestaciones eléctricas y otros
objetivos fuera de los centros urbanos y distantes de residencias civiles”. El
mismo diario mencionaba, en su edición del 2 de diciembre, consideraciones que
no aparecen en la prensa española y que son raras en la europea: “Los ataques
son parte de una estrategia rusa para desmoralizar a la población y forzar a los
gobernantes a la capitulación, señaló el jueves el Ministerio de Defensa
británico. Sin embargo, como el Kremlin no empleó esa estrategia desde el
principio de la guerra, sus efectos están siendo menos eficaces”. La
consideración llama la atención indirectamente sobre la “superioridad” de la
estrategia occidental: para hacerse una idea, en los primeros días de la guerra
de Irak de 2003, la campaña de misiles contra Bagdad y otras ciudades, llamada
“shock y pavor” (Shock & Awe) ocasionó 6.700 muertes, según estimaciones
americanas.
Independientemente
de esa menor “eficacia” rusa en decisión y mortandad, los ataques son
ciertamente criminales y sus efectos devastadores para la población civil: el
23 de noviembre, el 70% de la capacidad eléctrica ucraniana fue barrida por los
ataques rusos, con los efectos sobre la población civil que nuestros medios de
comunicación documentan con detalle. ¿Cuál es la justificación? El ministro de
Exteriores, Sergei Lavrov, la ofreció en su conferencia de prensa del 1 de diciembre:
“Las infraestructuras eléctricas ucranianas proporcionan potencial de combate a
las fuerzas armadas de Ucrania, a los batallones nacionalistas, y de ellas
depende la entrega de una gran cantidad de armas que Occidente suministra a
Ucrania para matar rusos”. ¿A nadie le suena el razonamiento?
El análisis de la
guerra de Ucrania que no parta de su génesis de treinta años y de sus
responsabilidades es mera literatura infantil propagandística
El 25 de mayo de
1999, en Bruselas, al infame Jamie Shea, portavoz de aquella OTAN de Javier
Solana, un periodista le preguntó: “Ustedes dicen que solo están atacando
objetivos militares, entonces ¿por qué están privando al 70% del país (Serbia),
no solo de electricidad, sino también de suministro de agua?”. La respuesta fue
exactamente la misma que la de Lavrov: “Por desgracia, la electricidad alimenta
los sistemas de control y puntos de mando. Si el presidente Milosevic quiere
que su población tenga agua y electricidad lo único que tiene que hacer es
aceptar las cinco condiciones de la OTAN (la capitulación), mientras no lo haga
continuaremos atacando esos objetivos que suministran electricidad a sus
fuerzas armadas. Si eso tiene consecuencias para los civiles, es su problema”.
– ¿Está Rusia
suministrando viagra a sus tropas para llevar a cabo violaciones en Ucrania? La
representante especial sobre la violencia sexual en conflictos de la ONU,
Pramila Patten, dijo en octubre a la agencia AFP que esa leyenda, estrenada en
junio de 2011 en Libia por la propaganda atlantista en la guerra contra Gadafi,
formaba parte de una “estrategia militar” rusa, pero en noviembre confesó a los
cómicos rusos Vovan y Lexus, que se estaban haciendo pasar por diputados
ucranianos, que no tenía pruebas de ello.
La simple realidad
es que nos toman por idiotas. El análisis de la guerra de Ucrania que no tenga
en cuenta las provocaciones occidentales que la propiciaron, que no parta de su
génesis de treinta años y de sus responsabilidades, sobre las que lo más
moderado que podemos decir es que son compartidas, es mera literatura infantil
propagandística. Por desgracia ese es el medio ambiente informativo en el que
estamos inmersos.
“Fundamentalmente,
la gente no quiere guerra, la población debe ser engañada para que consienta, o
por lo menos no se oponga a la guerra”, explicaba hace unos años Julian
Assange, el periodista que denunció crímenes enormes y lleva por ello diez años
recluido y más de mil días aislado en una celda de alta seguridad de tres
metros cuadrados, en condiciones que el relator de la ONU en la materia
describe como tortura, y pendiente de que le extraditen a Estados Unidos donde
le esperan un juicio injusto –porque la ley de espionaje que le acusa impide
alegar cualquier consideración sobre los crímenes denunciados y la libertad de
información– y 175 años de cárcel. Obviamente, la consideración de Assange es
válida para los dos bandos de esta guerra, pero de lo que aquí se habla es del
nuestro, del pienso con el que cada día nos alimentan espiritualmente nuestros
“informadores”.
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