JUAN CARLOS I Y EL REGRESO DE
LOS MUERTOS FLOTANTES
JONATHAN MARTÍNEZ
El
rey Juan Carlos hace entrega al dictador Videla de la distinción de la Orden de
Isabel la Católica
En estos últimos meses, la Copa Mundial de fútbol de Catar ha resucitado un viejo debate sobre los derechos humanos y los torneos deportivos. Los más optimistas se consolarán pensando que las luces mediáticas se han posado por fin sobre las tropelías del emirato. Es cierto que nunca hasta ahora habíamos leído tantos titulares sobre la condición subalterna de las mujeres cataríes o sobre la cacería contra la comunidad LGBT. Sin embargo, ni siquiera los focos más luminosos han conseguido esclarecer cuántos trabajadores han muerto mientras construían la infraestructura del evento, si han sido 40 como sostienen las autoridades locales o 6.500 como sugiere una investigación de The Guardian.
Los regímenes más
perversos se han refugiado a menudo en la épica deportiva con la esperanza de
validarse ante los ojos del mundo. Cuando se mencionan los Juegos Olímpicos de
Berlín de 1936, nos gusta ensanchar el mito de Jesse Owens, el atleta negro que
burló las expectativas arias del Tercer Reich colgándose cuatro medallas de
oro. La realidad, no obstante, es que Joseph Goebbels consiguió difundir una
estampa triunfal del nazismo y eclipsó toda clase de discrepancias. La de los
colectivos antifascistas que alentaron el boicot a la opereta hitleriana. La de
la plusmarquista de salto de altura Gretel Bergmann, que no pudo representar a
Alemania porque se lo impidieron las leyes antisemitas.
Ahora que la FIFA
se ha enredado en la polémica sobre el derecho a portar simbología arcoíris,
merece la pena recordar aquellos días de 1936 en que las olimpiadas nazis
tuvieron contestación. En el mes de febrero, el Frente Popular había ganado las
elecciones generales de la Segunda República y el Front d’Esquerres devolvió a
Lluís Companys a la Generalitat. Bajo el auspicio del Comitè Català Pro Esport
Popular, Barcelona se puso a organizar una olimpiada alternativa que pudo haber
comenzado el 19 de julio si los militares desleales no se hubieran alzado en
armas en Melilla. Muchos de los deportistas extranjeros inscritos en las
pruebas terminaron enrolados en las Brigadas Internacionales
También en
Argentina saben de siete sobras que las competiciones internacionales
constituyen un formidable instrumento de publicidad. Durante el mundial de
fútbol del 78, los gritos de los hinchas en los estadios se confundían con los
gritos de los torturados en los centros clandestinos de detención y uno nunca
podía estar seguro de si lo que escuchaba era una expresión de júbilo o un
gemido de horror. La periodista Miriam Lewin, que pasó por el torturadero de la
ESMA, recordaba el alboroto mundialista de sus carceleros. "El día que
Argentina salió campeón estaban exultantes porque ellos lo consideraban una
victoria política. Había sido la más descomunal campaña de propaganda que
habían orquestado".
Más de cuarenta
años después, el director Santiago Mitre ha recuperado los pormenores del
juicio contra la Junta Militar en su largometraje Argentina, 1985. Ricardo
Darín se reencarna en el fiscal Julio César Strassera y encabeza una empresa
que va más allá de encarcelar al dictador Jorge Rafael Videla o de hacer
justicia con las familias de los desaparecidos. El propósito imposible es abrir
los ojos de toda la gente que eligió cerrarlos, o peor aún, que jaleó a la
cúpula militar y puso en duda la dimensión atroz de la masacre. Que las nuevas
generaciones hayan despertado a la historia del país con esta película, dice la
escritora Leila Guerriero, no parece tanto un motivo de alegría como la
constatación de un fracaso en el sistema educativo.
La impunidad y la
amnesia han sido una estrategia de Estado en Argentina, también durante la
democracia. Solo así se explica la aprobación en los años ochenta de dos leyes
ya derogadas: la de Punto Final y la de Obediencia Debida. Se trataba, dijo
Raúl Alfonsín en un discurso televisado, de "liberar de sospechas" a
los militares que no habían podido ser aún sentenciados. A este lado del
Atlántico, la Ley de Amnistía de 1977 continúa protegiendo todavía hoy a los
asesinos franquistas y no veremos, por ejemplo, a Javier Bardem interpretar a
ningún fiscal en ningún juicio colectivo porque los líderes de la dictadura,
los corifeos de Franco, no solo no han sido juzgados sino que son agasajados
como padres de la democracia.
Un día como hoy de
1978, mientras se distribuía el texto de la nueva Constitución española, los
reyes aterrizaban en Barajas después de su primera visita oficial a Argentina.
Recupero una vieja fotografía tomada en el edificio del Congreso de Buenos
Aires y veo a Juan Carlos I junto a los miembros de la Junta Militar. Está el
almirante Armando Lambruschini, que iba a ser señalado por el fiscal Strassera
y condenado a prisión con acusaciones criminales. Está el general Orlando
Agosti, condenado. Está el general Roberto Viola, condenado. Y está el
presidente Videla, también condenado. El rey Juan Carlos, que fue alto mando de
una dictadura militar igual que ellos, es el único hombre de la fotografía que
jamás ha sido juzgado.
En el curso de
aquel viaje, los grandes periódicos españoles dibujaron al monarca español como
un audaz exportador de valores democráticos. Resultaba llamativo, si se admite
el eufemismo, que Juan Carlos I hubiera aceptado convertirse en el tercer Jefe
de Estado que visitaba Argentina después de los dictadores Augusto Pinochet y
Hugo Banzer. En el archivo histórico de Radio y Televisión Argentina pueden
consultarse algunos vídeos de aquellos días. Hay banderas, aguiluchos,
excursiones campestres y bailes regionales. Hay apretones de manos y granaderos
a caballo. Se oyen aclamaciones y de pronto uno no puede dejar de preguntarse
si el tronido de los aplausos no estaría ahogando, igual que en el mundial, los
aullidos de los torturados.
El año pasado por
estas fechas yo andaba ultimando el manuscrito de La historia oficial y
necesitaba saber qué había ocurrido en los centros de detención argentinos
mientras los reyes de España se paseaban por Buenos Aires. Como no encontré
gran cosa en la prensa, tuve que llamar a las puertas de la Comisión Provincial
por la Memoria de Argentina. Al cabo de unos días me llegó una misiva con
cuatro legajos. Ahora sé que en diciembre de 1978, cuando los reyes de España
ya habían abandonado Argentina, empezaron a aparecer cadáveres en las costas
del Río de La Plata. Tenían el cráneo aplastado porque los habían lanzado al mar
desde un helicóptero y estaban muy descompuestos.
Siempre es posible
mirar hacia otro lado. En las obras de Catar, en los hornos crematorios nazis,
en las cunetas franquistas o en los campos de concentración argentinos. Pero
hay algunos muertos que no se resignan al olvido, que regresan y salen a flote
para apuntarnos con el dedo. Qué inoportunos son y qué necesarios.
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