LOS QUE TIENEN QUE SERVIR
DAVID TORRES
Un camarero
lleva cervezas artesanales en una terraza, en uno de los bares que participan
en ‘Artesana Week Lavapiés’, en la calle Argumosa, a 2 de abril de 2022, en
Madrid (España).- EUROPA PRESS
Dicen que ya no se encuentran camareros de los de antes, esos camareros lentos y ecuménicos que no sólo se sabían el trago favorito de los clientes sino también sus nombres, apellidos, horarios, preferencias sexuales y hábitos alimenticios. Además de poner las copas como Dios manda, un camarero de los de antes ejercía también de sacerdote y de psicoanalista, perdonaba pecados, escuchaba confesiones, traumas, arrepentimientos, historias de divorcios y de úlceras, y sólo daba su opinión si se lo pedían. El cine, como buen espejo de la ducha de clases, siempre ha tenido un enorme respeto por la figura del camarero y cuando lo sacaba a colación era para recordarnos a los espectadores que un buen camarero es como de la familia. Lo resumía muy bien Cary Grant en Con la muerte en los talones, cuando explicaba al jefe del espionaje el peligro de arriesgar otra vez su vida: "Mi madre, dos ex esposas y varios barman dependen de mí".
Un camarero de los
de antes prácticamente no tenía precio y por eso venía a cobrar algo parecido:
nada o casi nada. No se entiende muy bien por qué cuesta tanto encontrar buenos
camareros en un oficio que no ha variado prácticamente desde el Neolítico y
cuya recompensa, más que en dinero, se cobra en el orgullo por el trabajo bien
hecho y la satisfacción intestinal del cliente. El oficio, dicho sea de paso,
consiste en levantarse temprano y acostarse tarde, aguantar los malos humos del
personal, limpiar, fregar, servir mesas y sonreír mucho al jefe.
Antes de la
pandemia, las condiciones laborales de un camarero en España oscilaban entre
una caquita y caquita y media, pero durante la pandemia mejoraron hasta una
mierda pinchada en un palo. Lo expresaron a la perfección bastantes hosteleros
que presumían de ofrecer contratos por un fin de semana, horarios dignos de una
plantación de esclavos en Kentucky y sueldos acorde con la subida del precio
del algodón a finales del siglo XIX. A los pobres ilusos que se quejaban de
estos arreglos decimonónicos les decían que hubieran estudiado, que tenían un
centenar de pretendientes al puesto de siervo de la gleba, muchos de ellos con
una carrera universitaria o dos a las espaldas, ansiosos por transportar
cervezas y aceitunas. Por culpa de esa manía comunista de comer caliente y
dormir bajo techo, la triste realidad es que no sólo no se encuentran camareros
de los de antes, sino que ya no se encuentran ni los de ahora.
Probablemente algo
tendrá que ver en el asunto el hecho de que en otros países de Europa un
camarero viene a cobrar entre 3.000 y 3.500 euros mensuales, una barbaridad que
está cargándose el sector a un ritmo que pronto los hosteleros van a tener que
amaestrar monos o, peor todavía, ponerse a servir copas ellos. Es normal que el
señorito de toda la vida se eche las manos a la cabeza y alucine con el
espectáculo dantesco de un bar cerrado por falta de personal. "Con el paro
que hay en España ahora mismo -se quejaba el otro día Fran Rivera- y las pagas
que estamos dando, estamos criando una generación inútil". Añadió que en
los bares donde suele ir ocurre lo mismo que en el campo cuando hay que recoger
la cosecha: que sólo trabajan extranjeros. Lo decía con conocimiento de causa
de primera mano sobre la inutilidad, ejerciendo de tertuliano televisivo
porque, una vez retirado de los ruedos, no da la talla para dedicarse a
bombero-torero.
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