CASTILLO DE NAIPES
El
encuentro del jefe de Estado y Juan Carlos de Borbón simboliza el cambio de
época pero también que no se ha producido ningún avance democrático desde la
abdicación de Juan Carlos I en 2014.
PABLO ELORDUY
En una escena de la segunda temporada de la irregular, tirando a mala, serie estadounidense House of Cards, el protagonista, presidente del Gobierno y el candidato republicano a las elecciones protagonizan una reunión sobre uno de esos temas considerados de Estado. La reunión se produce, pero los dos personajes no intercambian más que unas palabras banales, el resto del tiempo pautado están sentados, matando el tiempo con juegos en el móvil, esperando el momento de salir de allí. Unas salas más allá, sus equipos discuten cuál será el relato del encuentro, qué se le dirá a la prensa sobre lo que allí se ha hablado. Se establece un guion que será el que pase a la posteridad, dure ésta unos minutos, unos días, o pase a formar parte del repertorio emocional de un país.
Esa ficción permite
imaginar que el encuentro del 23 de mayo entre el actual jefe de Estado y su
predecesor y padre transcurrió en términos semejantes a los de House of Cards.
El breve comunicado de la Casa del Rey habla de un encuentro de once horas y
una conversación privada entre Juan Carlos de Borbón y Felipe de Borbón para
tratar de “distintos acontecimientos y sus consecuencias” en referencia a la
decisión de Juan Carlos de establecer su residencia en Abu Dabi.
Es tan acertado
pensar que en el Palacio de la Zarzuela tuvo lugar una escena trágica con
diálogos tomados directamente de La vida es sueño como imaginar que allí no
pasó nada, que padre e hijo no se dirigieron la palabra —más allá de un ‘pásame
la sal’ o un ‘ya hemos abierto la piscina’— y que el encuentro no tuvo lugar en
ese momento sino que ya se había producido antes en la cabeza del jefe de la
Casa del Rey.
La comunicación en
torno al rey funciona hoy emitiendo pocos mensajes, en sordina, la mayoría de
ellos como un silbato para perros, dirigidos a ese partido del rey,
reaccionario y ebrio de revancha
Para fortalecer esa
idea hay que recordar que la reunión no fue necesaria a efectos periodísticos.
El mensaje ya estaba colocado hace semanas: el rey Juan Carlos volverá a España
cuando le plazca, sin esconderse, pero su imagen, su legado, no será restaurado
por Felipe VI, no al menos hasta que desaparezca físicamente. Ya hace tiempo se
acabaron los actos oficiales, solo queda el rey golfo, el rey playboy, el
comisionista grosero que da el último sablazo en el peor momento.
El juancarlismo
actual es algo que se puede profesar en la intimidad o en ambientes de ebriedad
nacionalista española, pero para el felipismo —más contenido, más perfumado con
las absurdeces de la cultura del esfuerzo— es una expresión incómoda. Como
cualquier Borbón salvo Alfonso XIII (para quien no fue necesario) el actual rey
debe asesinar simbólicamente a su padre. Y para eso no hacen falta reuniones ni
encuentros, solo determinación.
El rey invisible
La determinación
existe. Fue proclamada el 3 de octubre de 2017, en un discurso que situó a
Felipe VI al frente de lo que quedaba del viejo mundo. Aquella noche no solo se
rompió cualquier lazo con las dos nacionalidades históricas más importantes del
Estado, sino que el mensaje pidiendo mano dura contra los responsables del
Procés, envolvía otro texto cifrado para las generaciones nacidas en este
siglo. Nada se moverá en este país, abandonad toda esperanza de que se produzca
cualquier avance, no solo en lo territorial —que puede interpelar poco o nada a
la generación Z— sino en cualquier ámbito. La corona representa la estabilidad,
entendida esta como el agua que no se mueve, la habitación que no se ventila,
la rueda que no rueda. La ley de transparencia que no transparenta.
Para apuntalar ese
nuevo tiempo con un modelo de jefatura de Estado préterito, nació Vox, una
fuerza ultramonárquica, que funciona bajo el mandato de que no haya
transformación alguna en las relaciones entre clases y desde la aspiración de
que se produzca una cierta regresión al momento de la historia en el que los
cambios de hábitos y actitudes no eran posibles (si es que acaso existió alguna
vez ese momento). Ciudadanos se ha sumado alegremente —quién lo diría, siendo
un partido que está muerto y parece no saberlo— a esa campaña para que nada
cambie, y ha comenzado una campaña para nada menos que eliminar el artículo 2
de la Constitución y retrasar el reloj del reconocimiento de la
plurinacionalidad en España.
Esos dos
agitadores, el ultra y el de capa caída, se suman a los principales actores del
viejo mundo. El bipartidismo lleva una década proclamando su inevitabilidad:
nada es posible sin ellos, con ellos ningún cambio importante es posible. El
poder judicial se ha convertido en el principal partido del régimen. El martes
24 de mayo, la mayoría del Tribunal Supremo —alterada tras la jubilación de uno
de los jueces considerados progresistas— forzó la revisión de los indultos a
nueve de los condenados en Catalunya a raíz del Procés. La próxima temporada
promete aun más reacción.
Queda la
comunicación, o la falta de ella. El entorno de Felipe VI funciona hoy
emitiendo pocos mensajes, en sordina, la mayoría de ellos como un silbato para
perros, dirigidos a ese partido del rey, reaccionario y ebrio de revancha. De
cara al conjunto de la sociedad, a quienes no están en el secreto de ese ajuste
de cuentas neoconservador, el rey está desaparecido, “trabajando”, dedicado a
conversar sobre “distintos acontecimientos y sus consecuencias” con algunos súbditos
escogidos.
Hay una
determinación, solo que va en contra de la mayor democratización del país. A
pocas semanas de alcanzar el octavo año de reinado de Felipe VI, el balance
global indica que se han dado varios pasos atrás en términos de libertades
civiles, que media un abismo hoy entre las sociedades vascas y catalanas y las
del resto del Estado, y que la generación de la futura reina vivirá más
agobiada y con peores condiciones que la del actual rey.
Se ha impuesto
aquello que el sociólogo Jaime Miquel llamó “la España de los castillos” en su
referenciada obra La perestroika de Felipe VI. La muerte del postfranquismo ha
dado paso a la emergencia de una nueva reacción, más vinculada a las corrientes
internacionales de extrema derecha, menos despreocupadamente neoliberal que la
generación del pelotazo y la viagra y, por tanto, más nacionalista. Pero, no se
le escapa a nadie, ese nuevo castillo levantado en torno al actual jefe de
Estado puede ser un castillito de naipes a poco que sople un viento distinto.
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