domingo, 29 de mayo de 2022

CASTILLO DE NAIPES

 

CASTILLO DE NAIPES

El encuentro del jefe de Estado y Juan Carlos de Borbón simboliza el cambio de época pero también que no se ha producido ningún avance democrático desde la abdicación de Juan Carlos I en 2014.

PABLO ELORDUY

En una escena de la segunda temporada de la irregular, tirando a mala, serie estadounidense House of Cards, el protagonista, presidente del Gobierno y el candidato republicano a las elecciones protagonizan una reunión sobre uno de esos temas considerados de Estado. La reunión se produce, pero los dos personajes no intercambian más que unas palabras banales, el resto del tiempo pautado están sentados, matando el tiempo con juegos en el móvil, esperando el momento de salir de allí. Unas salas más allá, sus equipos discuten cuál será el relato del encuentro, qué se le dirá a la prensa sobre lo que allí se ha hablado. Se establece un guion que será el que pase a la posteridad, dure ésta unos minutos, unos días, o pase a formar parte del repertorio emocional de un país.

 

Esa ficción permite imaginar que el encuentro del 23 de mayo entre el actual jefe de Estado y su predecesor y padre transcurrió en términos semejantes a los de House of Cards. El breve comunicado de la Casa del Rey habla de un encuentro de once horas y una conversación privada entre Juan Carlos de Borbón y Felipe de Borbón para tratar de “distintos acontecimientos y sus consecuencias” en referencia a la decisión de Juan Carlos de establecer su residencia en Abu Dabi.

 

Es tan acertado pensar que en el Palacio de la Zarzuela tuvo lugar una escena trágica con diálogos tomados directamente de La vida es sueño como imaginar que allí no pasó nada, que padre e hijo no se dirigieron la palabra —más allá de un ‘pásame la sal’ o un ‘ya hemos abierto la piscina’— y que el encuentro no tuvo lugar en ese momento sino que ya se había producido antes en la cabeza del jefe de la Casa del Rey.

 

La comunicación en torno al rey funciona hoy emitiendo pocos mensajes, en sordina, la mayoría de ellos como un silbato para perros, dirigidos a ese partido del rey, reaccionario y ebrio de revancha

Para fortalecer esa idea hay que recordar que la reunión no fue necesaria a efectos periodísticos. El mensaje ya estaba colocado hace semanas: el rey Juan Carlos volverá a España cuando le plazca, sin esconderse, pero su imagen, su legado, no será restaurado por Felipe VI, no al menos hasta que desaparezca físicamente. Ya hace tiempo se acabaron los actos oficiales, solo queda el rey golfo, el rey playboy, el comisionista grosero que da el último sablazo en el peor momento.

 

El juancarlismo actual es algo que se puede profesar en la intimidad o en ambientes de ebriedad nacionalista española, pero para el felipismo —más contenido, más perfumado con las absurdeces de la cultura del esfuerzo— es una expresión incómoda. Como cualquier Borbón salvo Alfonso XIII (para quien no fue necesario) el actual rey debe asesinar simbólicamente a su padre. Y para eso no hacen falta reuniones ni encuentros, solo determinación.

 

El rey invisible

La determinación existe. Fue proclamada el 3 de octubre de 2017, en un discurso que situó a Felipe VI al frente de lo que quedaba del viejo mundo. Aquella noche no solo se rompió cualquier lazo con las dos nacionalidades históricas más importantes del Estado, sino que el mensaje pidiendo mano dura contra los responsables del Procés, envolvía otro texto cifrado para las generaciones nacidas en este siglo. Nada se moverá en este país, abandonad toda esperanza de que se produzca cualquier avance, no solo en lo territorial —que puede interpelar poco o nada a la generación Z— sino en cualquier ámbito. La corona representa la estabilidad, entendida esta como el agua que no se mueve, la habitación que no se ventila, la rueda que no rueda. La ley de transparencia que no transparenta.

 

Para apuntalar ese nuevo tiempo con un modelo de jefatura de Estado préterito, nació Vox, una fuerza ultramonárquica, que funciona bajo el mandato de que no haya transformación alguna en las relaciones entre clases y desde la aspiración de que se produzca una cierta regresión al momento de la historia en el que los cambios de hábitos y actitudes no eran posibles (si es que acaso existió alguna vez ese momento). Ciudadanos se ha sumado alegremente —quién lo diría, siendo un partido que está muerto y parece no saberlo— a esa campaña para que nada cambie, y ha comenzado una campaña para nada menos que eliminar el artículo 2 de la Constitución y retrasar el reloj del reconocimiento de la plurinacionalidad en España.

 

Esos dos agitadores, el ultra y el de capa caída, se suman a los principales actores del viejo mundo. El bipartidismo lleva una década proclamando su inevitabilidad: nada es posible sin ellos, con ellos ningún cambio importante es posible. El poder judicial se ha convertido en el principal partido del régimen. El martes 24 de mayo, la mayoría del Tribunal Supremo —alterada tras la jubilación de uno de los jueces considerados progresistas— forzó la revisión de los indultos a nueve de los condenados en Catalunya a raíz del Procés. La próxima temporada promete aun más reacción.

 

Queda la comunicación, o la falta de ella. El entorno de Felipe VI funciona hoy emitiendo pocos mensajes, en sordina, la mayoría de ellos como un silbato para perros, dirigidos a ese partido del rey, reaccionario y ebrio de revancha. De cara al conjunto de la sociedad, a quienes no están en el secreto de ese ajuste de cuentas neoconservador, el rey está desaparecido, “trabajando”, dedicado a conversar sobre “distintos acontecimientos y sus consecuencias” con algunos súbditos escogidos.

 

Hay una determinación, solo que va en contra de la mayor democratización del país. A pocas semanas de alcanzar el octavo año de reinado de Felipe VI, el balance global indica que se han dado varios pasos atrás en términos de libertades civiles, que media un abismo hoy entre las sociedades vascas y catalanas y las del resto del Estado, y que la generación de la futura reina vivirá más agobiada y con peores condiciones que la del actual rey.

 

Se ha impuesto aquello que el sociólogo Jaime Miquel llamó “la España de los castillos” en su referenciada obra La perestroika de Felipe VI. La muerte del postfranquismo ha dado paso a la emergencia de una nueva reacción, más vinculada a las corrientes internacionales de extrema derecha, menos despreocupadamente neoliberal que la generación del pelotazo y la viagra y, por tanto, más nacionalista. Pero, no se le escapa a nadie, ese nuevo castillo levantado en torno al actual jefe de Estado puede ser un castillito de naipes a poco que sople un viento distinto.

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