LOS POBRES NO VAN AL CIELO
DAVID TORRES
Un mendigo en la esquina del
edificio de la Bolsa de Nueva York (NYSE, en sus siglas en inglés), en Wall
Street. REUTERS/Shannon Stapleton
Los pobres sobran. No lo digo yo, lo dice un informe reciente de Oxfam Intermón que asegura que cada 33 horas hay un nuevo millón de pobres y cada 30 horas un nuevo multimillonario. Son datos tomados desde el comienzo de la pandemia, pero no parece que la proporción habitual haya cambiado mucho desde que Adán y Eva salieron del jardín del Edén y se inventó el rollo este de la economía. Hay un exceso de pobres, es un hecho, y los defensores a ultranza del capitalismo sostienen que es lógico que así sea, que lo que haría el mundo verdaderamente insostenible sería lo contrario, es decir, que cada 30 horas naciera un nuevo pobre y cada 33 un millón de multimillonarios. Piénsenlo un poco: no habría manera de aguantar eso. No iba a haber sitio en el cielo para tanto helicóptero privado, ni funcionario en los ayuntamientos para apañarles sus chanchullos, ni páginas desplegables en las revistas del corazón mostrando sus mansiones de lujo con sus piscinas en forma de riñón. Vista desde este ángulo, la riqueza sería una especie de miseria y los reporteros irían detrás de un flamante mendigo de la Gran Vía a preguntarle cómo le va con la lata de anchoas y si piensa adoptar otro perrete.
Sí, ya sé que el
sentido del humor resulta de mal gusto sin techo sobre la cabeza y con la tripa
vacía, pero afortunadamente vivimos en un país donde los pobres no existen.
Hace un par de meses, Enrique Ossorio, portavoz del gobierno de la Comunidad de
Madrid, ponía en duda un informe de Cáritas que señala que un 22% de la
población de la región se halla en riesgo de exclusión social, aproximadamente
un millón y medio de pobres a punto de estrenarse. "Oye, ¿y por dónde
estarán?" se preguntaba el bueno de Ossorio, un hombre al que no hay que
acusar de miopía ni de mala fe, ni siquiera de oligofrenia, sino más bien de
sinceridad absoluta. Ossorio no ve pobres por ningún lado, ni en los chalets,
ni en los alrededores de la Bolsa, ni en las recepciones con cincuenta
invitados, ni siquiera a la salida de misa. Ossorio y la gente como Ossorio, es
decir, Ayuso, Almeida y los demás prebostes del PP, únicamente ven ricos y eso
explica sus políticas que crean riqueza al ritmo de un multimillonario cada 30
horas.
No es sólo que los
ricos luzcan como elefantes, enormes y vistosos incluso de lejos, ni que los
pobres sean como lombrices, que rara vez asoman la cabeza entre la hierba.
Oliver Sacks cuenta la historia de un ciego que, gracias a un milagro médico,
recobró la vista, pero tuvo que sufrir un largo aprendizaje hasta que entrenó
su cerebro a distinguir aquellas formas amenazantes que él no sabía que eran
edificios, camiones, automóviles y peatones. Cuando por fin aprendió a
descifrarlas, el antiguo ciego se escandalizó al pasar por ciertas zonas de su
ciudad donde había gente muy sucia viviendo en chabolas de cartón y comiendo
bazofia. Preguntó cómo es que nadie más reparaba en tanta injusticia y alguien
le indicó que, lo mismo que antes había educado a sus ojos en la tarea de ver
el mundo, ahora tenía que enseñarles el delicado proceso de no ver ciertas
partes del mundo: los vagabundos, las chabolas, los mendigos, la gente que
malvive bajo un puente. Por eso para ser consejero de la Comunidad de Madrid
hace falta, entre otras muchas cosas, un máster en ceguera selectiva. No
digamos para ser presidenta.
El neoliberalismo
salvaje ha triunfado hasta tal punto que se permite incluso corregir los
Evangelios. Antes a los pobres les quedaba el consuelo de que al morirse iban
al cielo, pero ya ni eso. El ministro del Interior ugandés, Kahinda Otafiire,
se ha atrevido a decir en voz alta lo que muchos piensan: que los pobres son
pobres porque quieren. Otafiire ha pedido a la población de Uganda que trabaje
duro para salir de la pobreza, que los pobres no van a ir al cielo porque
insultan a Dios con su desidia y sus recriminaciones diarias. Hay que ponerse
las pilas, como los comisionistas de las mascarillas en Madrid, que no paraban
de trabajar por el bien común -y, sobre todo, por el propio-, o como el rey
Juan Carlos, que empezó en el exilio portugués, casi en pelotas, y se ha
labrado una fortuna a base de ingeniería fiscal y de currar de relaciones
públicas con jeques árabes y traficantes de armas.
Por eso algunos
pobres han aprendido la lección y ejercen la mendicidad con métodos de
mercadotecnia avanzada, porque extender la mano y aguardar la limosna ya no
basta. En la puerta de El Corte Inglés había un joven de rodillas, llorando a
lágrima viva, y un día que se acercó una señora a consolarlo, cambió de
registro de inmediato y le espetó entre dientes: "Por favor, señora, no
moleste, que estoy trabajando". Hace unos años solía pasar diariamente por
una esquina donde había un mendigo muy alto al que yo no hacía ni caso, porque
bastante tenía con ayudar a los tres o cuatro indigentes oficiales de mi
barrio. El tipo me tenía fichado y, harto de mi indiferencia, me dijo con acento
rumano que ya estaba bien, que todos los días lo veía y nunca le daba ni un
céntimo. "Y yo no estoy aquí para perder el tiempo" concluyó, en un
alarde que hubiera aplaudido Henry Ford. Con todo, ninguno de ellos habrá
llegado tan lejos como aquel pobre que hace décadas prácticamente inventó lo de
vender paquetes de pañuelos de papel a cien pesetas en los semáforos. El padre
de un amigo mío, que le compraba día sí, día no, terminó por llegar a un
acuerdo con él: lo llamaría cuando necesitara un paquete pero, mientras tanto,
que hiciera el favor de dejarlo en paz. Así ocurrió, durante meses, hasta que
una mañana el pobre rompió el trato y se le acercó corriendo a la ventanilla.
Antes de que pudiera protestar, lanzó el eslogan: "Aproveche, hombre, que
hoy tengo dos por uno".
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