¿ESTAMOS EN GUERRA CON RUSIA?
PABLO BUSTINDUY
VIajeros
en el metro de Kharkiv, este de Ucrania, el 24 de mayo de 2022. Dimitar DILKOFF
/ AFP
"No estamos en guerra con Rusia", decía Emmanuel Macron en un tuit de hace dos semanas. En el mismo mensaje, el presidente francés se comprometía también a abanderar la reconstrucción de Ucrania cuando el conflicto haya terminado.13:31. El recordatorio tenía sentido no solo por el momento en que se produjo —fue el 9 de mayo, Día de la Victoria, mientras en Moscú desfilaban los tanques y el Kremlin se empeñaba en inscribir la catastrófica invasión de Ucrania en un relato histórico de tintes heroicos—. También buscaba intervenir ante la opinión pública de los países occidentales para aclarar la confusión creciente sobre el estado del conflicto militar y sobre la posición que sus gobiernos han adoptado frente a él.
Apenas dos días
antes, el congresista estadounidense y veterano del Cuerpo de Marines Seth
Moulton había anunciado de hecho todo lo contrario: "No estamos en guerra
solo para ayudar a los ucranianos. Estamos fundamentalmente en guerra, aunque
sea por una especie de intermediación, con Rusia, y es importante que
venzamos". Seth Moulton no es el portavoz más relevante de la política
exterior norteamericana, pero sus declaraciones se produjeron en un momento muy
significativo. En esos días se empezaba a discutir en el Congreso de los
Estados Unidos un nuevo paquete de ayuda bélica a Ucrania cifrado en unos 40.000
millones de dólares, casi un tercio del PIB del país antes de la guerra, y diez
veces más que el soporte militar que Washington proporciona cada año a Israel.
Semejante volumen de ayuda, aprobada casi sin oposición la semana pasada, solo
tiene precedentes en el Lend-Lease Act que impulsó Franklin D. Roosevelt en
1941, meses antes de Pearl Harbor y de la entrada de los EE. UU. en la Segunda
Guerra Mundial. Este era el contexto de las declaraciones de Moulton: una
transformación de la lectura que los EE. UU. hacen de la situación en Ucrania y
de los fines últimos que persigue su estrategia.
Durante las semanas
iniciales del conflicto, la posición oficial de Estados Unidos —como la de la
Unión Europea — consistió en exigir el fin inmediato de la invasión rusa. Los
primeros ofrecimientos de ayuda a Ucrania y las durísimas sanciones económicas
y comerciales tenían por objetivo hacer insostenible el esfuerzo bélico del
Kremlin; en reiteradas ocasiones, el Secretario de Estado llamó públicamente a
la desescalada y la negociación como complemento de esa estrategia, mientras el
gobierno repetía una y otra vez su rechazo al establecimiento de una zona de
exclusión aérea sobre el país por los evidentes riesgos que entrañaba. Cuando
se hizo evidente que los planes militares rusos fracasaban y que las fuerzas
ucranianas lograban resistir sobre el terreno, los objetivos se hicieron más
ambiciosos. El enquistamiento del frente militar ofrecía la oportunidad de
debilitar significativamente al agresor y así reducir el riesgo de futuros
conflictos. Hoy en Washington se habla abiertamente de la posibilidad de ganar
la guerra; para ello Biden ha recuperado uno de los mantras ideológicos de su
política exterior: la confrontación mundial de las democracias y las
autocracias, que recientemente ha extendido también a la situación en Taiwan.
La revelación por
parte del New York Times de que el ejército de Estados Unidos había aportado a
las fuerzas ucranianas inteligencia militar para algunos de sus ataques más
sonados hizo explícito este cambio de paradigma. También generó una importante
alarma entre los comentaristas de la política exterior estadounidense. Una de
las voces más críticas con la posición que Washington ha mantenido en las
últimas décadas hacia Rusia, John Mearsheimer, alertó en la PBS de que este es
precisamente el tipo de escenario —el riesgo percibido de una amenaza
existencial, la convicción de que el enemigo busca infligir una "derrota
decisiva" sobre el campo de batalla — que puede desatar una confrontación
nuclear sin vuelta atrás. Esta vez, el debate se extendió también al mainstream
de la opinión pública estadounidense, como en esta columna del analista Thomas
Friedman advirtiendo del riesgo de una escalada irrefrenable, y de la
posibilidad real de que un simple error de cálculo convierta el conflicto de
Ucrania en una guerra total.
Esta coincidencia
en el diagnóstico apunta hacia un hecho concreto: la evolución de la guerra ha
llevado a los países occidentales a corregir sus expectativas, aumentando la
ambición de sus propósitos. Este diagnóstico se ha dejado entrever también en
el debate político europeo sobre el embargo al petróleo ruso, o sobre las
solicitudes de adhesión a la OTAN de Suecia y Finlandia. Por encima de las
dificultades parece imponerse la oportunidad de asegurar que una situación así
no se vuelva a producir en el futuro. Esa misión existencial llena de sentido a
la naciente Europa geopolítica, que ya mira al día después, como en el tuit de
Macron sobre la reconstrucción, convencida de sus propias fuerzas y de su
capacidad para lograr la victoria. El problema, como alerta el historiador Adam
Tooze en este artículo, es que estos relatos suelen asumir un desenlace
positivo de la guerra, pero no explicitan tanto los riesgos o los sacrificios
por venir. Tampoco la posibilidad de que los cálculos sobre los que se basan
sean erróneos.
Hoy sigue siendo
difícil de asumir que Putin no contara en sus planes bélicos con el impacto de
las sanciones sobre la economía rusa. Tampoco con el efecto boomerang que estas
tendrían para los países europeos por su dependencia estructural del gas ruso.
Las consecuencias iniciales de la crisis energética, con visos de cronificarse,
están sacudiendo Europa como un torbellino. A ello se añade la gravísima crisis
alimentaria que está en ciernes: sus secuelas geopolíticas —bajo forma de
protestas, migraciones forzosas, y nuevos conflictos regionales— serán otra
fuente de inestabilidad significativa. Es presumible que cuanto más se alargue
la confrontación, más difícil se haga asumir las consecuencias internas y
externas de la guerra: un esfuerzo de esa magnitud requerirá una importante
cohesión política y social que, hoy por hoy, no se da en los principales países
del continente. Recientemente el politólogo búlgaro Ivan Krastev resumió este
escenario en la imagen de una confrontación entre dos nuevos partidos europeos:
el partido de la justicia, dispuesto a apoyar la causa ucraniana hasta el final
asumiendo todas sus consecuencias económicas, políticas y sociales, y el de la paz,
que exigirá poner fin al conflicto esgrimiendo que un mal acuerdo será mejor
que una espiral de crisis cada vez mayores. En cualquiera de los casos, es
difícil imaginar que una inestabilidad política creciente no vaya a afectar en
el tiempo a las posiciones europeas.
Hay otra derivada
que debe ser analizada. Con la solicitud de adhesión de Suecia y Finlandia a la
OTAN culmina el refuerzo del eje atlántico en Europa: es justo lo contrario de
lo que buscaba Putin. En estos días se ha especulado mucho con cuál será la
reacción del Kremlin, pero ese no es el único riesgo que la ampliación lleva
aparejado. El primero de ellos es que las bases de esta alianza reforzada
puedan ser más frágiles de lo que parece (¿qué pasará con el eje transatlántico
si en dos años vuelve el trumpismo a EE. UU.? ¿Qué sucederá si sus aliados
amplían sus posiciones en Europa?). El segundo riesgo, como alertaba
recientemente Michael J. Mazarr en un clarividente artículo en Foreign Affairs,
es que en ocasiones, un exceso de ambición geopolítica puede acabar siendo
contraproducente. No se trata solo del peligro creciente de una aproximación de
Rusia y China como contrapeso a un mando atlántico reforzado. Se trata del
número de potencias emergentes -de Brasil a India, de Indonesia a Turquía o
Sudáfrica- que no se han sumado al esfuerzo atlántico y que, en un escenario de
confrontación e inestabilidad creciente, podrían decantarse por una política de
alianzas variables entre los dos ejes, o apostar por un modelo multipolar
alternativo del que puedan obtener mayores beneficios. Hay indicios de que
Rusia ha entendido este juego: en las últimas semanas, el ministro de
exteriores Sergey Lavrov ha pasado de insistir una y otra vez en la
desnazificación de Ucrania a defender la necesidad de liberar el mundo de la
opresión neocolonial de Occidente.
A medio plazo, una
política de regionalización de influencias supondría enormes riesgos para la
estabilidad mundial. La fragmentación creciente del orden internacional
agravaría las tensiones económicas, energéticas y comerciales que ya vivimos.
Debilitaría extraordinariamente las instituciones multilaterales, los esfuerzos
para abordar el cambio climático, la capacidad de resolución pacífica de
conflictos, la esfera misma del derecho internacional. Es completamente cierto
que hoy por hoy no existen soluciones mágicas para el conflicto en Ucrania.
Pero no es menos cierto que la principal urgencia, la principal necesidad para
evitar que esta guerra abra una era de conflictos mundiales en cadena pasa por restablecer
cuanto antes los canales diplomáticos, relanzar los procesos de mediación y
negociación entre las partes, retomar el objetivo de una salida inmediata del
conflicto. Para ese objetivo, los cantos de sirena de una victoria decisiva
resultan extraordinariamente peligrosos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario