A contracorriente
LA CONSTITUCIÓN MUERTA
Enrique
Arias Vega
De los parlamentarios recientemente
elegidos, al menos la tercera parte de ellos no cree en la Constitución
Española. Probablemente, más, y no ya por la floración de partidos
separatistas, nacionalistas y regionalistas de estos últimos comicios, sino porque
muchos diputados electos no comulgan con la formal de Estado ni con otros
preceptos constitucionales que la desarrollan.
Si eso no es estar muerto nuestro
principal texto legal, ya me dirán.
La cosa comenzó en 1989, cuando Jon Idígoras y sus dos compañeros de la
proetarra HB prometieron la Constitución “por imperativo legal”, que es tanto
como decir que realmente no la acataban, pero que hacían ese paripé para poder
ser diputados. Lo peor es que el Tribunal Constitucional, consultado entonces
por el presidente del Congreso, Félix
Pons, les apoyó en su público pitorreo.
Ahora, la fórmula no sólo se ha
institucionalizado, sino que ya admite toda clase de variantes que hacen de
ella una promesa vacía de contenido. Y la verdad es que, preguntados los
ciudadanos, todo el mundo quiere cambiar nuestra Carta Magna en uno u otro
sentido.
No es que me oponga a ello.
Cuarentaiún años es mucho tiempo y sólo la de 1876 la superó en longevidad,
aunque durante su vigencia aquélla fue objeto de varias tergiversaciones, hasta
que la abolió definitivamente el golpe de Estado de Miguel Primo de Rivera en 1923.
Lo malo, pues, no es que se modifique
la Constitución, sino el sistemático incumplimiento de sus normas mientras
tanto, incluso por aquéllos que tienen la obligación de hacerlas cumplir, como
la Generalitat de Catalunya. Si ni siquiera las autoridades, ya que son ellas las
más secesionistas, cumplen nuestro marco legal, ¿cómo cabe esperar que lo hagan
todos los demás?
Envidio, pues, a aquellos países con
estabilidad institucional, como Estados Unidos, con su primera y única
Constitución vigente desde 1789, o Gran Bretaña, que carece de un texto
constitucional propiamente dicho y cuyo ordenamiento jurídico se rige por un
conjunto de tradiciones, decisiones judiciales y textos legales que a nadie se
le ocurre incumplir.
O sea, que nosotros tenemos nuestra
Constitución de 1978, sí, pero que, por una serie de dimes y diretes, ni se
modifica, ni se cumple, para vergüenza de nuestros políticos y escarnio de los
ciudadanos que los sufren.
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