CUANDO VENECIA NO SOBREVIVA
DAVID TORRES
Dos turistas orientales pasean
muertas de risa por la plaza de San Marcos con el acqua alta hasta las rodillas
y sendas bolsas de Louis Vuitton. Es una foto que resume bastante bien nuestra
época y que también podría resumir Venecia, esa lujosa embajada de occidente
que lleva siglos hundiéndose a cámara lenta. Puede desaparecer Venecia bajo las
aguas, puede arder Notre Dame hasta los cimientos, pero siempre habrá tiempo
para hacernos una foto antes del apocalipsis. En una página famosa de
Radiaciones, sus diarios de la Segunda Guerra Mundial, Ernst Jünger, por aquel
entonces un oficial del ejército alemán destinado en París, cuenta que subió a
la azotea de un hotel para contemplar los fuegos de un bombardeo mientras se
tomaba una copa de borgoña con fresas.
Por cosas así es por lo que
Thomas Mann dijo que Jünger era «un libertino de la barbarie», pero en una
entrevista posterior, el escritor explicó que no había cinismo ni signo alguno
de salvajismo en esa pose de estudiada tranquilidad ante la lluvia de bombas,
sino una especie de distanciamiento estético, una forma de enfrentar el miedo a
morir. Jünger se sentía tan lejos de los pilotos aliados como de los civiles
franceses que corrían indefensos por las calles, pero también de su propio
uniforme, que tanto empezaba a repugnarlo después de enterarse de lo que
estaban haciendo su país a los judíos, a algunos de los cuales salvó de una
muerte segura.
A mediados de los ochenta, cuando
estudiaba Filología Hispánica en la Universidad Autónoma de Madrid, un profesor
de crítica literaria repitió en teoría la bravata de Jünger al sugerir que, si
de repente supiéramos que un artefacto nuclear iba a detonar sobre la capital,
nos invitaría a subir a una colina y disfrutar del espectáculo. Tampoco es que,
caso de producirse un holocausto atómico, pudiéramos haber hecho mucho más,
pero yo dudo mucho de que cualquiera de nosotros hubiera encontrado la serenidad
con que Jünger se sentó a disfrutar de su borgoña entre el humo de las
explosiones. Lo nuestro, más que nada, es impotencia posmoderna, la seguridad
de que poco más se puede hacer, aparte de un comentario banal o un chiste
frívolo, una vez que el rodillo de la historia nos haya pasado por encima. Como
mucho, una foto.
Vemos la foto de Aylan Kurdi, el
niño refugiado cuyo cadáver depositaron las olas en una playa de Turquía, nos
estremecemos un segundo y pasamos página en un mundo en que la muerte no es más
que un libro de fotografías empapado bajo el acqua alta. Hace más de tres años
de esa foto y cientos, miles de niños, han seguido ahogándose bajo el bostezo
apático de Europa, esa señora adormilada. Ayer mismo, la diva mexicana Paulina
Rubio declaraba que el lujo absoluto consistía en «estar desnuda en la playa»,
un deseo que obviamente traía incluidas la fortuna, la mansión a orillas del
mar y la playa privada, puesto que montones de refugiadas han terminado sus
días desnudas en una playa sin llegar a considerar que el lujo era otra cosa
que estar vivas aún.
Entre el sueño adánico de Paulina
Rubio y la miseria absoluta de una buena parte de la población mundial, andamos
nosotros, caminando por la Plaza de San Marcos con el agua hasta las rodillas y
posando con bolsas de Louis Vuitton para las fotos del fin del mundo. Contaba
Félix de Azúa que en Venecia todavía pueden comprarse esos vasos y copas de
color rojo sangre, un tipo de cristal que se conseguía soplando oro fundido y
cuyos vapores invadían los pulmones del artesano causándole la muerte; hace
unos años aún podían comprarse bajo cuerda y costaban alrededor de seiscientas
mil pesetas: el precio de la vida de un turco. Álvaro Muñoz Robledano escribió
al respecto este poema, Cuando Venecia no sobreviva, unos veinte años atrás, y
hoy descubro en él la profecía de nuestra indiferencia intacta:
No hay por qué preocuparse.
Podemos encender nuestros
cigarros,
servirnos otra copa.
Nada sucederá esta noche salvo
un verso o la saliva
costra a costra dejada en nuestra
piel,
o algún minuto más
y más tibio de música
en este simulacro.
El dolor es un punto cardinal
y no nos pertenece.
como no es nuestro el viejo y
oxidado
cuchillo de bailar que nos
mostraba,
tan orgulloso, nuestro amado
padre,
o el amado y desconocido padre
que silbaba boleros en un
anuncio,
en otro tiempo, ajeno,
quizás cruel, codicioso, del que
escapa
esta noche, este vino.
De él y de tanto Sur como se
acerca
para ahogarnos, tan próximo
ya, rozando sus puertas…
No. Venecia no sobrevivirá.
También se pudrirá bajo una
alfombra
de raíces y cáscaras roídas,
bajo las mantas con que los
mendigos
se cubren mientras tienden
la mano a otros mendigos,
llagas pidiendo llagas.
Pero no ocurrirá esta noche. Hoy
la muerte sólo es este vaso rojo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario