AÚN MÁS FEO
ÁLVARO
GUZMÁN BASTIDA
Dentro de su
Hyundai, Melvin espera inquieto la llegada de su amigo mecánico. Ha amainado la
lluvia, y empiezan a volverse a ver coches circulando por la carretera. “Debe
estar de camino”, susurra, ajustando el cargador de su teléfono en el enchufe
sobre del mechero. Vuelve a consultar la hora y niega con la cabeza. No va a
llegar a la reunión del incipiente sindicato.
“Ahora tenemos un
nuevo tipo de trabajador”, arenga a los asistentes el cabecilla sindical Saket
Soni. El menudo indio hace una pausa efectista e interpela a su audiencia con
la mirada. En la trastienda del café reina la curiosidad, que se abre paso
entre los bostezos de un colectivo agotado tras otro día en el tajo. “El
trabajador que reconstruye ciudades después de los desastres naturales. Esa
nueva fuerza de trabajo necesita una voz. Y estamos aquí para ayudarles a
encontrar esa voz, para que se haga oír alta y clara”.
El líder sindical
cede la palabra a sus lugartenientes Cynthia Hernández y Daniel Castellanos.
Este, siempre fulgurante, abunda en el alegato de su jefe antes de abordar el
asunto que le tocaba, la logística de la entrega de las credenciales con los
que la organización pretende proteger a sus miembros de las andanadas
policiales. “Estamos aquí precisamente para informarles de que sí tienen
derechos, tengan o no documentos tienen derechos acá. Que sepan que al final de
la reunión vamos a repartir los carnets. A los que ya les tomamos fotos los
tendrán hoy. El resto, quédense para que se las saquemos y podamos
entregárselos pronto”.
“¿Para qué nos van
a servir esos carnets si nosotros somos ilegales?”, interrumpe un joven
salvadoreño impaciente, entre los gestos de aprobación del resto de asistentes.
“Eso les vamos a explicar”, tercia Cynthia Hernández, que había tomado el
micrófono de su compañero. Hernández, que apenas supera el metro sesenta de
altura, tiene una mirada diáfana y penetrante y se comporta con una seguridad
que le ha hecho ganarse el respeto del hipermasculinizado colectivo de
trabajadores migrantes. Antes de apearse, presenta a Omán Matutes, el chopo
hondureño que cayó en una trampa policial hace medio año, y que ahora, libre
pero herido en el alma, con una espada de Damocles colgada en forma orden de
deportación, exorciza sus demonios repitiendo una y otra vez el relato de lo
que le pasó ante decenas de camaradas en potencia. “Su historia les va ayudar a
entender por qué es bueno que tengan los carnets”.
“No hice daño a
nadie”. Nadie Osmán cuenta cómo, en el otoño de 2018, recién llegado a Panamá
City en busca de trabajo en la reconstrucción posterior al huracán, recibió una
llamada que le cambiaría la vida. “No sé quién les dio mi teléfono. Pero yo
atendí y me dijeron que buscaban alguien para hacer roofing. Yo le dije que sí
sé de roofing y accedí a ir al lugar”. Osmán anotó la dirección y se puso en
camino hacia una casa a escasos veinte minutos del aparcamiento de encuentro de
los temporeros. Claro que sabía reponer tejados. Para eso había viajado a
Florida desde Nueva Orleans. “Cuando yo llegué se pararon unos hombres ahí
detrás y me dijeron: ‘¿Tienes licencia?’ Pero, ¿de qué están hablando? Yo no
tengo licencia. Soy un trabajador. Y entonces me dijeron: ‘Quedas arrestado’.
Yo les dije: ‘Bueno, si ustedes piensan que están haciendo lo correcto’. Ya de
ahí llamaron a la migra”.
En Panamá City la
policía le hace el trabajo sucio a las autoridades migratorias. Para que una
agencia que, como Immigration and Customs Enforcement (ICE en sus siglas en
inglés), cuenta con apenas veinte mil empleados pueda acercarse remotamente a
su mandato de deportar a once millones de personas, necesita colaborar con
otras fuerzas armadas. En Estados Unidos, con excepciones contadas como el FBI
y la CIA, no hay cuerpos de seguridad federales. De modo que el eslabón que une
a las policías local y los estados federados con las autoridades que se deben a
Washington resulta fundamental. Para deportar a un indocumentado es preciso
arrestarlo primero. ICE no cuenta con los recursos suficientes para determinar
dónde vive todos y cada uno de los indocumentados. Es ahí donde entra en juego
la policía: si cada día, en cada uno de los cincuenta y un estados de la unión,
cada vez que se detiene a alguien con la piel oscura por girar con su coche sin
usar el intermitente o por beber en la calle se le piden los papeles y se
alerta a ICE en caso de que no los tenga, de pronto 20.000 contra once millones
no parece una quimera.
Pero ese engarce no
resulta fácil. Dentro de la tradición estadounidense, la descentralización
(para bien y para mal) del poder tiende a redundar en la reticencia de los
cuerpos policiales regionales o municipales a colaborar con sus homólogos
federales. Y en un clima de resistencia civil masiva a la acción de ICE, los
cuerpos de policía de todo el país han ido deshaciendo sus lazos con la migra,
que el gobierno de Obama había fortalecido mediante un sinfín de programas de
colaboración. (Las grandes empresas tecnológicas, como Dell, Microsoft, HP,
Thompson Reuters, Amazon o Motorola cubren de una manera cada más sustantiva
ese hueco al nutrir a ICE de datos obtenidos mediante la vigilancia de sus
usuarios, y venderle software para que localice a sus objetivos. No en vano las
campañas de presión –desde afuera– y la organización sindical –desde adentro–
para frenar dichas colaboraciones han cobrado fuerza en los últimos meses como
punta de lanza de la defensa de los derechos de los inmigrantes).
No así en Panamá
City, donde el sheriff Tommy Ford, quizá para abundar en la larga historia de
homólogos suyos que, desde los tiempos del apogeo del Ku Klux Klan se empeña en
demostrar que tienen la bandera supremacista más blanca y más gorda, se
apresuró en alistarse, en enero de 2018, en un programa piloto que fortalecía
aún más el nexo entre ICE y la policía de su condado. Desde entonces, ICE toma
custodia de cualquier detenido del que se sospeche –sin necesidad de pruebas–
que no tiene papeles durante hasta cuarenta y ocho horas, para facilitar así su
detención y ulterior deportación.
La veda se abrió
pues en enero, pero la temporada de caza despegó, cómo si no, con el Huracán
Michael. Muy lejos de estar solo, Osmán fue uno de los cientos de trabajadores
inmigrantes que cayeron en las sucesivas trampas que les tendía la policía para
servírselos en bandeja a las autoridades migratorias. El mismo día que Osmán,
respondiendo al mismo señuelo policial, acudieron a la misma casa dispuestos a
trabajar una veintena de trabajadores. Todos fueron arrestados. Todos puestos a
disposición de las autoridades migratorias, para regocijos de policías y
agentes de ICE, que celebraban el trasvase en emails cruzados. Desde que el
huracán azotó la ciudad, el número de inmigrantes detenidos y automáticamente
entregados a ICE se ha disparado en Panama City un 700%. Son datos –emails
incriminatorios incluidos– que han llegado al sindicato en ciernes Resilience
Force mediante el concienzudo uso de las leyes de transparencia del Estado de
Florida. Un rato antes de la reunión, Saket Soni y sus compañeros mostraban a
Osmán la montaña de papeles que habían sonsacado a la policía del condado.
“Esto sucede en un momento en el que el condado y esta parte del país necesita
a los inmigrantes más que nunca”, le explicaba Soni a él y a media docena de
trabajadores atónitos. Meticulosamente, repasaban junto a él las estadísticas
de detenciones, los emails que celebraban su captura y la de cientos de
trabajadores. Emergía pues un patrón. “Así que no fui yo sólo”, mascullaba
Osmán.
En esos documentos
se va a basar la defensa legal que Resilience Force prepara para Osmán. El
joven hondureño se enfrenta a una orden de deportación inminente después de
que, para poder salir del centro de detención en el que pasó cuatro meses tras
estar en la cárcel otros dos, firmara una declaración de no impugnación a los
cargos de operar sin licencia. (Osmán y el sindicato disputan dicho cargo, que
da por hecho que el trabajador se hacía pasar por un contratista o pequeño
empresario, en cuyo caso sí hubiera requerido licencia para trabajar. Osmán es
un obrero raso). La defensa alegará, pues, discriminación racial e inducción
dolosa por parte de la policía y de coacción por parte de los agentes
migratorios que le hicieron firmar la declaración en la que se declaraba
culpable e, implícitamente, deportable. Por mucho que les asista la razón
moral, y salvo milagro judicial, las horas de Osmán en el país en el que ha
pasado toda su vida adulta están contadas.
De las asambleas de
la Fuerza Resiliente surge algo más que soluciones audaces a problemas
concretos: la puesta en común de las experiencias de trabajo y explotación
tiene un efecto de catarsis en los asistentes, que se sienten valorados por
primera vez en su trabajo. Sus vivencias, su orgullo y problemas se
colectivizan y, por tanto, se politizan: haberse lesionado al caer de un
andamio deja de ser motivo de vergüenza al conocer que hay un problema
extendido de inseguridad laboral. Uno deja de verse como un apestado por dormir
en su coche cuando comprende que se puede interpelar al ayuntamiento para que ataje
el problema de la falta de vivienda de los trabajadores de la reconstrucción.
No haber cobrado por el trabajo hecho pasa de ser una fuente de frustración por
haber pecado de pardillo o, como mucho, una cuita del David proletario contra
el Goliat patrón para convertirse en un asunto de enjundia política.
Esos tres –la falta
de vivienda, la ausencia de condiciones mínimas de seguridad en la obra y el
robo de salarios– son junto con la presión policial y las deportaciones los
problemas endémicos que devastan a los trabajadores migrantes de Panama City.
Estremece lo extendida que es la práctica del robo de salarios, un problema tan
ubicuo como difícil de medir, y sin duda acuciado por la desprotección legal y
el creciente miedo a denunciar de los trabajadores migrantes. En 2017, un
estudio del Economic Policy Insititue cifraba el volumen de salarios no pagados
en Estados Unidos en quince mil millones de dólares anuales. En Panama City es
difícil encontrar un solo trabajador que no haya sufrido este abuso varias
veces. Muchos muestran mensajes de texto con chantajes de los contratistas, que
les amenazan con acudir a la policía migratoria a delatarles si se les ocurre
abrir la boca.
Terminado el relato
de Osmán, un silencio pesado y sombrío se ha apoderado de la trastienda del
café. “¿Qué podría haber ayudado a Osmán en una situación así?”, tercia el
delegado sindical Daniel Castellanos. Ante la falta de respuestas, prosigue:
“Le perjudicó mucho no haber llevado encima ningún documento. Como saben, en
Estados Unidos no hay un documento nacional, o DNI, como en muchos de sus
países. En los carnets que les vamos a entregar aparecer su foto, un sello
distintivo de nuestra organización y el teléfono de nuestros abogados”.
Antes de que
terminar su intervención, Castellanos observa contrariado cómo arrecian los
murmullos en la sala. Alza la voz para abrirse paso entre ellos. Proliferan los
gestos de desaprobación. “Además”, continúa, “en la parte de atrás, tendrán una
breve declaración explicándole al guardia que no tienen nada que decir y
relatando sus derechos”.
“Qué derechos ni
qué derechos”, espeta un mulato fornido. “Aquí lo que pasa es que son unos
racistas y vienen a por nosotros”.
“¡Calla! Que esta
gente nos quiere ayudar”, reclama otro trabajador.
“Así que, si les paran”, termina apresurado
Castellanos, “entréguenles eso. Puede que aún así les detengan, pero tienen la
obligación de llamar al número de nuestros abogados”.
En la orilla de un
aparcamiento a escasos seis kilómetros de distancia, Melvin se llena la boca
oxígeno, límpido tras la tormenta. De reojo, observa cómo su compatriota se
pelea con la bujía de su desvencijado Hyundai. De pronto, el mecánico se yergue
y niega con la cabeza. “Esto no da más, Melvin. Te voy a tener que cambiar la
biela”.
“Pero, ¿dónde la
tienes?”, pregunta inquieto Melvin. “Si tú aquí no tienes un taller como en
Honduras”.
“Voy a ver si
encuentro algo al Home Depot”, responde el mecánico. “Pero tienes que cambiar
de carro. Este trasto te va a dejar tirado cualquier día de estos”.
Melvin asiente, con
su media sonrisa enigmática de sufridor empedernido.
En el café, Osmán y
Mario, el obrero mexicano con la pierna rota, lideran la siguiente sección de
la reunión fundacional del sindicato. En ella, simulan una conversación entre
un policía y un trabajador inmigrante, convenientemente provisto del carnet del
sindicato. “¿Qué hace usted aquí?”, prorrumpe . “Nada. Yo no tengo nada que
decirle, agente. Aquí tiene mi documentación”.
Los líderes del sindicato corrigen los tics de la interacción. “No te
tienes que adelantar y ofrecerle el documento”, indica uno de ellos. “Dáselo
sólo si te lo pide”. El juego de roles se sucede, invitándose a participar a
todos los asistentes.
“Esto no es así”,
se le oye terciar a uno. “A nosotros nos discriminan. No podemos andar dándole
un papelito a la policía. Si nos paran, ya nos van a llevar presos”.
“Lo importante es
que entiendan de qué trata esta nueva ley”, interrumpe la cabecilla Cynthia
Hernández. “Ahora que la aprobaron, todo se va a poner aún más feo”.
El Estado de
Florida no da tregua a los inmigrantes. Por si tener un sheriff más papista que
el Papa Trump fuera poco, los legisladores estatales han dado en los últimos
meses otra vuelta de tuerca a su codificación legal de la guerra contra el
migrante. Bien pudiera ser la definitiva. Al fin y al cabo, programas como el
que engrasan la colaboración entre la policía de Panama City y ICE funcionan
por invitación. No dejan de estar sujetos a la connivencia de las autoridades
locales y, en último término, a la voluntad popular. Basta con elegir a un
sheriff que no esté por la labor de servir en bandeja deportaciones masivas,
como viene ocurriendo por todo el país, y se acabó el problema.
Quizá por eso en
Tallahassee, la capital de Florida, quieren curarse en salud, dejarlo todo
atado y bien atado, a prueba de bombas democráticas. La nueva ley, de inocuo
nombre SB 168, obliga a todos los municipios y condados a colaborar con ICE.
Pero no se detiene ahí. La norma convierte a las autoridades locales en una
extensión de facto de la policía migratoria. La ley, el sueño húmedo de los
nativistas más rábidos, destila los postulados que teorizó en los años noventa
Kris Kobach, figura pretrumpiana donde las haya. Kobach es un fascista con
mansión y corbata. Educado en Harvard y Yale, navega en política a trompicones,
de fracaso electoral a nombramiento a dedo y tiro porque me toca. Cuando
todavía podía engañar a alguien con credenciales de élite académica, puso negro
sobre blanco una teoría legal según la cual los gobiernos locales y regionales
podían ser mucho más efectivos a la hora de reducir la inmigración de manera
duradera que la Administración Central. ¿La fórmula? Apretarles las clavijas a
los inmigrantes en todas las esferas de la vida, desde las más mundanas a las
más esenciales. Los inmigrantes, teorizó Kobach, terminarían “autodeportándose”
ante el clima de hostilidad para su existencia.
La SB 168 obliga a
cualquier funcionario que se encuentre en el desempeño de sus funciones
públicas a delatar a las autoridades a los inmigrantes simpapeles. No se trata
ya de la policía, que tendrá que ocuparse de detener a trabajadoras del hogar
mexicanas o cocineros somalíes en lugar (no hay tiempo ni recursos para todo)
de hacer frente a asesinos o violadores. La norma obliga también a los
servicios de emergencia, los profesores de los colegios, los trabajadores
sociales, el personal de los hospitales o los psicólogos de las universidades a
entregar a ICE a cualquier inmigrante del que sospechen que no tiene papeles.
Si la maestra de una escuela tiene indicios de que los padres de uno de sus
alumnos no tienen papeles, cometerá un delito si no llama a la migra. Cuando
una funcionaria se entreviste con una mujer maltratada y esta le cuente que no
denuncia a su marido por miedo a que la deporten, estará obligada a ser ella
quien la delate a ICE. Si el conductor de una ambulancia sospecha del estado
irregular de la víctima de un accidente, deberá descolgar el teléfono de la
American Gestapo. Primero vinieron a por los inmigrantes…
En la trastienda
del café devenida en zulo de conspiración sindical para indocumentados, va
apagándose la performance tragicómica, en la que los desencuentros han dejado
paso a la risa terapéutica. Disipada la algarabía, vuelve a reinar el silencio.
Lo interrumpe, solemne, una madre guatemalteca, con su bebé recién nacido en
brazos: “Todo esto de los abogados y la policía está muy bien. Pero aquí el
problema es que no nos pagan”.
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