CIUDADANOS SIN DISFRACES
ANÍBAL MALVAR
Es miércoles y ya
nadie se acuerda de Albert Rivera, el chico del Íbex, el yerno ideal, el
primero de la clase incluso en los días en que no había clase. Y es que la
veleidosa España ha decidido cambiarlo por Santiago Abascal así por las buenas.
Ya está bien de hacerse los moderados, coño. La derecha española nunca ha
sabido disimular, aunque su armario de disfraces no parezca tener fondo.
Vox ha diezmado a
Ciudadanos porque es más folclórico, más torero y más gitano, como le dijo
Paquiro a su hermano. Cs es esa derecha que no se atreve a decir su nombre.
Acomplejada, que decía Abascal. Centrista de palabra pero derechona por obra y
omisión. Ya se le vio en aquellas elecciones europeas en las que navegó sobre la
ola neofacista de Libertas mientras de fronteras para dentro se autoproclamaba
centrista. Por decirlo en plan animal, Cs siempre fue un engendro hipócrita,
instalado en el disimulo permanente, derechita cobarde, por volver a citar al
joven clásico y enjamelgado que hoy presume de laureles.
Dice el dicho que
no se puede engañar a todo el mundo todo el tiempo. Pero el día en que lo
enseñaron, el pobre Rivera no habia podido asistir a clase. Estaba cortando
lacitos amarillos como un poseso, y a cortar lacitos amarillos siempre le
ganará Cayetana Álvarez de Toledo, que además es marquesa, no hija de autónomos
como cualquier piernas.
Desde la muerte de
Franco, la derecha española no ha hecho más que rescribirse, con lo poco que
gusta esta gente de las letras. Manuel Fraga lo intentó, muy malamente, desde
el franquismo, creyendo que el miedo que metía en tiempos del dictador iba a
seguir temblequando en las urnas. Se pasó una década perdiendo elecciones, lo
que vino a confirmarle que esto de la democracia es una mierda.
Con José María
Aznar volvieron los tecnócratas, esa especie de robot político que parece no
tener ideología, pero que la tiene. Y muy peligrosa. Aznar mentía sin disimulo
tanto en la paz como en la guerra, pero ponía los pies en las mesas del presidente
estadounidense con la misma naturalidad con la que podría pisotear a bombazos a
un niño iraquí. Su plan fue tan perfecto que solo lo castigamos cuando ya no se
presentó, dejando la herencia de sus falacias al cuitado lacayo Mariano Rajoy,
que solo logró ganar cuando José Luis Rodríguez Zapatero dimitió de socialista
y firmó el vergonzante artículo 135 de nuestra inmarcesible Constitución.
Desde su llegada a
la presidencia del PP, Pablo Casado tampoco ha cejado en el empeño de buscarse
una identidad derechona, antaño de lampiño y hogaño de barbado, pero siempre
sonriente, como dándose cuenta de que la mala leche contra los pobres debe
llevarse por dentro, no en el plan pendenciero de Aznar ni tampoco en la
blandulencia deshumorada de Mariano Rajoy, que era el único que no comprendía
sus propios chistes.
Dicen los sesudos
analistas de la tele –no confundir con Trancas y Barrancas, pero casi– que
Ciudadanos solo renacerá de sus cenizas si regresa al mito centrista con el que
cameló a su primer electorado. El problema es que tendría que romper ya los
acuerdos con Vox en Andalucía, Madrid y otros parajes más exóticos, y eso no lo
van a hacer a no ser que socialistas y podemitas les conserven los sillones,
cosa harto improbable en estos tiempos más enconados que encoñados. Inés
Arrimadas, la sucesora in pectore, no parece el perfil de moderación más
adecuado para el tránsito. Es más chillona que el naranja de sus ideas, dicho
sea con todos los respetos.
Una vez masticado y
deglutido, Rivera, Ciudadanos, nos deja con su deceso una derecha menos
digerible, que es como a mí me gustan las derechas. En su propia salsa. Sin
disimulos.
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