LOS DOBLECES DE LA MORAL
CAROLINA VÁSQUEZ ARAYA
Hoy se cierra el
año. Esta noche se realiza el ejercicio de una contabilidad obligada de avances
y retrocesos, de promesas incumplidas, así como de sueños aplastados por
decisiones ajenas y pasividades propias. En este lapso de días, semanas y meses
transcurridos desde el último recuento anual han desfilado acontecimientos que
por repetidos han dejado de llamar la atención y se han sumado a una agenda
noticiosa impermeable a las emociones. En ella se suceden las tragedias y se
acumulan las frustraciones, pero nada de eso cambia la perspectiva ni modifica
las actitudes egocéntricas de una humanidad cada vez más centrada en sus
pequeños objetivos personales.
Es así como en el
variado panorama mundial han desfilado, uno tras otro, hechos que, por su
enorme trascendencia, debieron poner en alerta y posición defensiva a los
pueblos afectados por ellos. Un ejemplo contundente ha sido el creciente
fenómeno de las migraciones ocasionadas por el hambre y la violencia, por las
guerras y el crimen organizado con su cauda de muertes injustificables de seres
indefensos. Sin embargo, los núcleos más influyentes de las sociedades desde
las cuales se origina esta huida masiva manifiestan no solo indiferencia, sino
encima de todo una condena moral contra quienes en su afán por sobrevivir toman
el camino de la frontera.
¿Desde cuál
plataforma ética, transparente y racional se permite la sociedad juzgar las
decisiones de quienes lo han perdido todo? ¿Cuál es el punto de vista desde
donde se miden las responsabilidades por el éxodo de quienes arriesgan su vida
en una ruta plagada de amenazas? ¿En dónde se marca el límite del derecho
humano a buscar su bienestar y el de su familia? ¿Cuándo y cómo se decidió la
hegemonía del poder económico y geopolítico por sobre el derecho a la vida?
Pero aún así, no deja de sorprender el conformismo y la aceptación -como si de
un hecho irrebatible se tratara- de quienes permiten a un círculo de
superpotencias decidir la suerte de millones de seres humanos.
Los principios y
valores de nuestras comunidades humanas ya desde hace tiempo dejaron de
constituir un protocolo sujeto a debate, revisiones y actualización. Se acepta
como válido el principio de la supremacía del poder, sin repararse en la falsedad
de intenciones de quienes lo detentan. De ahí surgen los nacionalismos extremos
capaces de dividir a los humanos por su condición y su origen, así como otras
desviaciones de la solidaridad y la empatía convertidas en actos de dudosa
caridad. Desde esas posiciones extremas se predica un cristianismo a la medida
de las ambiciones de los predicadores y una sumisión inducida a la medida de
los intereses económicos de los gobiernos más poderosos y de las clases
dominantes.
En una sociedad,
los actos y pensamientos enmarcados en la moral son otra cosa. Equivalen al
respeto por los demás, sus derechos y sus circunstancias. Reflejan algo más que
una simple actitud de tolerancia, construyendo sociedades capaces de generar
desarrollo y coincidencia en la búsqueda de objetivos. Propician el bienestar
con un énfasis marcado en las nuevas generaciones, las cuales representan la
mejor oportunidad de consolidación de valores en cualquier comunidad humana.
Este énfasis en el desarrollo de niñas, niños y adolescentes no es un acto de
generosidad sino una urgente medida de supervivencia, toda vez que en ellos
reside el futuro de las naciones. Abandonarlos, por lo tanto, no solo es un
crimen de lesa humanidad; es el suicidio de una nación.
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