EL PP DEJA DE FINGIR LOS ORGASMOS
JUAN CARLOS ESCUDIER
Más que un
dirigente, Pablo Casado se está revelando como un teórico del psicoanálisis,
habilidad que debió adquirir cursando algún máster de la Rey Juan Carlos que,
por prudencia, aún no ha revelado. El presidente del PP ha colocado al partido
en el diván y ha descubierto que su problema no era que se hubiera podrido más
que la carne picada fuera del frigorífico o que fuera incapaz de mostrar alguna
sensibilidad con los damnificados de la crisis económica y de sus políticas
mientras estuvo en el Gobierno. Lo que en realidad afectaba al enfermo era su
baja autoestima, producto de una serie de complejos que controlaban sus
acciones y le impedían ganar confianza y aprender a quererse.
Para poner remedio
a sus males, Casado ha tirado de manual y ha procedido a escuchar esa voz
interior del PP a la que Rajoy no atendía porque siempre le pillaba en la
siesta y que, al parecer, pedía a gritos que se dejaran de hacer cosas para
conseguir la aprobación de los demás. El partido venía a ser en cierta manera
una fuerza obsesionada con la línea (de centro) y necesitaba que alguien le
quitara la faja para así liberar y exhibir los kilos (de derecha) que ocultaba
en su interior. Lo que se vive ahora es un alumbramiento, el nacimiento de un
ser bastante orondo que, lejos de conformarse con mostrarse tal cual era, se
atreve incluso a bailar un merengue en tanga de leopardo.
La flamante
candidata a la Comunidad de Madrid, Isabel Díaz Ayuso, que también tiene algo
de psicoanalista sin título, lo ha venido explicando en las miles de
entrevistas con las que se ha querido dar a conocer: el PP pensaba una cosa
pero decía otra diferente para no escuchar reproches. Fingía los orgasmos. A
eso es a lo que Casado y su joven guardia pretoriana quieren poner remedio.
De los complejos
del PP había unanimidad respecto al que aquejaba a su líder fetiche, el
estadista del ‘mire usted’, cuya arrogancia y prepotencia se atribuía a un
sentimiento de inferioridad mal resuelto que le hacía mostrarse como una
divinidad con bigote siempre dispuesta a leernos la cartilla y a impartirnos
lecciones magistrales al descuido. Sin embargo, era justamente lo contrario. La
suya, en realidad, era la auténtica imagen del partido, desnudo y sin disfraces,
el ‘sincomplejismo’ perfecto, creacionista, negacionista y todos los istas que
se quisieran añadir siempre que significaran circular en dirección contraria
como un kamikaze del sentido común.
Liberado de sus
corsés de moderación y hasta de modernidad, el PP verdadero es, al parecer, el
de Andreíta Fabra y su ‘que se jodan’ a los parados, el que considera que los
inmigrantes son las langostas de la plaga bíblica, el que entiende que la ley
de violencia de género provoca indefensión a los hombres y apuntala la
dictadura de género, el que piensa, como Mayor Oreja, que el franquismo fue un
período de extraordinaria placidez y el que niega, en definitiva, que emular a
Vox sea un error porque, bien mirado, ellos son el original y los de Abascal la
copia a caballo.
La terapia de
Casado implica una vuelta a los orígenes. Consiste en elegir candidatos para
frenar a Vox que podrían ser candidatos de Vox, y hacerlo además a la antigua
usanza, de manera que su primer presidente elegido en primarias reniega de la
militancia y recupera esa democracia digital que viene a ser un homenaje a la
falange, dicho así en minúscula para que no haya confusiones y los nostálgicos
no se llamen a engaño.
Se tiene mucha fe
en este viaje a las esencias que debería mostrar la verdadera faz del PP y no
ese engendro de centro derecha deformado por el botox. Aunque remota, existe la
posibilidad de que la operación vaya bien pero el paciente pierda el ojo. Nada
que Casado no pueda solucionar con parche negro y viril como el de Millán-Astray.
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