LE DAMOS DEMASIADA
CANCHA
AL FASCISMO
Santiago Abascal en los pasillos del
Congreso de los
Diputados. Eduardo Parra / Europa
Press
Dar
cancha al fascismo es labrar nuestra propia fosa. Las principales democracias
del mundo, algunas de ellas entre las más antiguas, están viendo cómo en los
últimos años crecen sin parar los discursos racistas, machistas, xenófobos u
homófobos y aquí andamos, sin hacer nada. Como si fuéramos simples espectadores
en lugar de ciudadanos directamente concernidos por una epidemia de odio y
frentismo a la que nadie pone freno.
Cuando en diciembre de 2018 la candidatura de Vox consiguió 12 escaños para el parlamento de Andalucía, lo que significó el regreso de los intolerantes a nuestras instituciones por primera vez en décadas, nunca me pude imaginar que en menos de seis años esta plaga se extendería por toda España como lo ha hecho. Tienen en el Congreso unas cuantas decenas de diputados que cada dos por tres montan pollos infumables, crispan, mienten e insultan sin parar, y sus tentáculos habían llegado ya también hasta un centenar de ayuntamientos y media docena de comunidades autónomas.
Estos
días, con la excusa del reparto de menores inmigrantes no acompañados, se
marchan de las autonomías donde, con la anuencia del PP, han enrarecido en los
últimos tiempos la atmósfera democrática, recortado libertades y dificultado la
convivencia. Lo hacen porque en las últimas europeas les ha salido un furúnculo
más ultra todavía y tienen miedo de que el tal Alvise les acabe comiendo la
tostada. No doy crédito, ¿qué hemos podido hacer tan mal como para merecernos
todo esto?
Parece
claro que tanto aquí como en el resto de Europa hemos bajado la guardia e infravalorado
la amenaza que teníamos encima ¿Quién alimenta el monstruo fascista? ¿A quién o
a quiénes beneficia que haya partidos políticos ganando votos mientras
demonizan a los inmigrantes, derogan leyes de memoria histórica o recortan
derechos a niños inmigrantes, mujeres y homosexuales?
En
contiendas electorales cada vez más ajustadas, llevamos ya demasiado tiempo
salvándonos por la campana de una mayor presencia ultraderechista en las
instituciones. Apenas hace unos días que contuvimos el aliento en las
elecciones francesas hasta que conocimos los resultados. En las europeas
también le vimos las orejas al lobo y en nuestro país hace un año respiramos
aliviados cuando las derechas ultras y las ultraderechas no sumaron finalmente
una mayoría absoluta que parecía cantada.
Cada
vez me encuentro más perplejo ante el crecimiento del fenómeno. Perplejo e
indefenso. Al tiempo que asustado ¿De verdad no se puede hacer más de lo que se
hace para que el monstruo no siga creciendo? Quienes sostienen que el fascismo
sirve de coartada para que las derechas más moderadas y las socialdemocracias
de toda la vida continúen partiendo el bacalao puede que lleven razón, pero
quien juega con fuego acaba quemándose y ahí están los casos de Italia en
Europa o de Argentina en Latinoamérica, donde la ultraderecha cuenta ya con
poder real para destrozar avances democráticos que costaron mucho trabajo y en
ocasiones sangre.
Uno
de los trucos más ridículos con los que en muchos casos se pretende justificar
todo esto es intentando equiparar la ultraderecha con las formaciones que hacen
política a la izquierda de las socialdemocracias. Los extremismos son malos,
proclaman esos tramposos entusiastas del bipartidismo que pretenden meter en el
mismo saco a quienes defienden la pena de muerte y a quienes pelean por el
cumplimiento de los derechos humanos más elementales. No se puede ser más
amoral.
¿De
verdad hay que andar explicando una y otra vez que las izquierdas lo que buscan
es mejorar la vida de los más desfavorecidos y acabar con las injusticias? ¿Tan
difícil es ver que proporcionar cancha, en nombre de la democracia, a racistas,
machistas, negacionistas y enemigos de las libertades es ponerle puentes a
quienes quieren acabar con esa democracia?
Han
sido elegidos democráticamente, Juan, y por tanto tienen derecho a voz en los
medios públicos en proporción al número de escaños con los que cuentan en la
cámara, me ha argumentado en ocasiones algún que otro directivo de medios ¿De
verdad? ¿Qué pasaría si no se les diera esa voz sobre todo cuando sus palabras
son solo sujetos, verbos y predicados llenos de odio? ¿Qué pasaría si, al no
tener más remedio que reflejar sus opiniones, el presentador o presentadora que
da paso o retoma una declaración, le hiciera notar a los espectadores que lo que
acaba de decir el ultraderechista de turno atenta contra nuestros valores
constitucionales?
Otorgar
espacio en la televisión pública no puede ser poner en el mismo plano las
opiniones de un demócrata y las de un antidemócrata, no puede ser lavarse las manos
diciendo ahí tienen lo que piensa uno y lo que piensa el otro, y juzguen
ustedes. El periodista tiene que mojarse, como en su día lo hacían Felipe
Mellizo, Luis Carandell o Iñaki Gabilondo, como ahora hacen Silvia
Intxaurrondo o Xabier Lapitz, y no pueden ser excepciones. Al
político que miente hay que replicarle y al que siembra odio hay que
desenmascararlo. Y eso se está haciendo muy poco. En los medios públicos, me
refiero, porque de los privados, sobre todo en el mundo de los telepredicadores
mañaneros, mejor ni hablamos.
Ocurre
en España y ocurre en países europeos, por no hablar ya del papel que los
medios están jugando en Estados Unidos para propiciar el regreso de Donald
Trump. Los ultras nos comen el terreno y nosotros ahí andamos, silbando de perfil
o directamente alelados en nombre de la democracia y de las libertades,
gritando de vez en cuando que viene el lobo cuando está claro que la amenaza la
tenemos encima, aunque ahora en nuestro país hayan jugado a dar un paso atrás
marchándose de las autonomías donde tenían poder. Llevamos ya algún tiempo
salvándonos por la campana. A ver hasta cuándo.
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