ABASCAL Y YO TAMBIÉN SOMOS RORO
Combo de imágenes del líder de Vox,
Santiago
Abascal, y la 'tiktoker' Roro.
Hace apenas un mes, en un taller sobre el Quijote, les decía a mis alumnos que una de las muchas maneras de leerlo es suponer que el protagonista no está tan loco como nos asegura el narrador, sino que en realidad está actuando, está fingiendo ser un caballero andante o, peor todavía, un loco que se cree un caballero andante. A Alonso Quijano le gustaba tanto leer novelas de caballerías que a punto estuvo de ponerse a escribir una, pero en el último momento decidió que era mejor vivirla, llevar la novela hasta sus últimas consecuencias y transformarse él mismo en don Quijote en medio del desierto manchego. En cierto modo, todos representamos un personaje con mayor o menor fortuna a lo largo de la existencia, mejor dicho, varios personajes, dependiendo de si estamos en el trabajo, en casa, con los padres, con la novia o con los amigos. Delante de mis padres, por ejemplo, yo siempre mido medio metro, pese a que les saco limpiamente la cabeza.
Rocío
Bueno es una avispada jovencita que ha creado el personaje de Roro, un ama de
casa encantada de servir a su novio, de pasarse el día cocinando para él y
dejando la casa como los chorros del oro. Lleva unas antiparras enormes, habla
con una vocecita aflautada, como de dibujo animado japonés, y ella misma parece
un dibujo animado japonés, una mujer sumisa con el aspecto y la psique de una
niña, fantasía machista tan evidente que el feminismo en bloque ha salido a
denunciarla mientras la caverna en bloque ha salido a llevarla a hombros. Por
supuesto, Roro no es más que una quimera, un personaje de ficción con el que
Rocío Bueno se está forrando.
El
truco consiste, creo, en distinguir en todo momento entre la persona y la
máscara, porque a veces sucede que el personaje acaba por engullir al actor,
como le sucedió a Bela Lugosi con sus capas de Drácula o su manía de dormir en
un ataúd. O al pobre Hemingway, que al final se creyó que era Hemingway y tenía
que ir a todas partes en modo Hemingway, es decir, emborrachándose hasta la
náusea, aporreando narices en improvisados combates de boxeo, matando búfalos
en África, pescando atunes en alta mar y aplaudiendo mucho en los toros. En el
ámbito literario, yo conocí a un novelista, de cuyo nombre no quiero acordarme,
que se presentaba a todos los saraos disfrazado de sí mismo, techado bajo un
sombrero y provisto de un bigote decimonónico, pero al cabo de una década
seguía igual de desconocido que al principio. Mi querido y añorado Fernando
Marías me susurró un día al oído: "Alguien debería decirle: querido, tu
personaje no ha funcionado".
En
mis novelas, siempre he procurado ocultarme debajo de diversas caretas: la de
alpinista homosexual, la de boxeador metido a matón de barrio, la de héroe
homérico venido a menos e incluso, en la última, la de campeona de ajedrez
bisexual en constante pelea contra el mundo. Más de un periodista me preguntó
si yo había escalado de verdad el Nanga Parbat o si me había calzado los
guantes: tuve que confesar que no, que mi única relación con el alpinismo es
que por aquel entonces vivía en un cuarto piso sin ascensor, y que mi única
experiencia con el boxeo había sido de niño, haciendo de saco. Mi personaje
público, como se ve, es una suma de contradicciones donde la poesía, el jazz y
la música clásica conviven con el recuerdo de una lejana infancia de barrio.
Hace algún tiempo que me dio por cocinar, disciplina en la que me defiendo lo
suficiente para comprender que los videos de Roro tienen tanto que ver con el
auténtico arte gastronómico como mis partidas de ajedrez con las de Sonja Graf.
Sin
embargo, Roro alimenta la idea de una mujer complaciente y dócil, una especie
de faro de femineidad falsa y anacrónica, del mismo modo que la presencia de
Bertrand Ndongo en Vox simboliza la imagen del Tío Tom, el esclavo negro que ha
decidido cargar con sus históricas cadenas y además está encantado de cargar
con ellas. En la cúspide del partido, por cierto, se encuentra el personaje de
Abascal, quien ha abanderado el concepto de "la España que madruga"
levantándose a las once de la mañana. Un día publicó una foto suya trabajando
en su despacho y, entre la banderita de España, el Cristo de plástico, unos
pocos libros de adorno (el filósofo no, el otro) y unos cuantos papeles, lo más
parecido a un instrumento de trabajo allí era una lata de pimentón. Rocío Bueno
podría enseñarnos, a Abascal y a mí, a construir una ficción plausible sin
necesidad de volvernos locos como Alonso Quijano. Ni barba de jeque árabe, ni
camiseta ceñida del ejército español sin estrenar (ni siquiera después de
ponérsela), ni casco de los tercios, ni lata de pimentón: Santi, tu personaje
no ha funcionado.
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