EL CUARTO PODER AL
SERVICIO
DEL PRIMERO
Fotograma de la serie The Morning
Show
La cantidad de presentadores de televisión que últimamente están triunfando como novelistas da una idea, no ya de lo bajo que está cayendo el arte de la novela, sino de lo alto que va volando el periodismo. Algunos hay, y algunas, que, según surgen del plasma y abren la boca, no se sabe si están dando una noticia o tomando notas para su próximo tocho. Cuánto echamos de menos a gente como Felipe Mellizo, por ejemplo, quien, además de saber escribir, advertía con sutileza cuándo estaba informando y cuándo estaba de coña. Con Vicente Vallés, en cambio, no es fácil adivinar si presenta un informativo o se larga un monólogo cómico a lo Buster Keaton, sin mover una ceja.
Tiempos
hubo en que los reporteros se lanzaban a la calle a descubrir la verdad y a
denunciar las miserias del mundo. En 1902, Jack London se disfrazó de
vagabundo y se internó durante meses en los barrios pobres del East End para
dar fe de del infierno en el que habitaba el proletariado londinense. Hoy no se
puede leer Gente del abismo, el formidable reportaje de London, sin
comprender a qué precio se forjaron las grandes fortunas del capitalismo y sin
apretar los puños de rabia.
Más
o menos por esos mismos años, un joven Azorín recorría Andalucía
observando y anotando las condiciones infrahumanas en las que sobrevivían los
labriegos y jornaleros de la época. Cuando el director de uno de los periódicos
que le publicaban -no recuerdo ahora si fue El imparcial, El
Globo o España- leyó en una de sus crónicas las cuentas
que echaba Azorín junto a un pobre campesino, preguntándole cómo diablos hacía
para dar de comer a su familia con cuatro reales, le dijo que se dejara de
historias y que volviera a la redacción, que los lectores no querían saber esas
cosas.
Más
de un siglo después, el periodismo ha cambiado hasta el punto de edulcorar la
maldición de ser pobre y de vivir como un paria. Para esta operación de cirugía
estética suelen tirar de anglicismos, porque se ve que el idioma inglés le da
mucho pisto a esto de pasarlas putas. Así hablan, por ejemplo, de treinteenagers para
referirse a esos treintañeros que todavía tienen que vivir en la casa paterna
ante la imposibilidad de afrontar una hipoteca, o bien de hacer coliving,
en plan adolescente, compartiendo una vivienda junto a otros cuatro o cinco desgraciados.
Hablan de workation refiriéndose a la práctica
decimonónica de trabajar incluso en vacaciones por el miedo de quedarse sin
curro en una época en que las empresas abusan de su personal hasta el límite y
se pasan por el forro los derechos laborales.
Entre
los últimos neologismos de mierda con que la prensa patria vende y maquilla la
indigencia está el freeganism, que se traduce por rebuscar
en la basura, a ver si hay suerte y uno encuentra restos de alimentos que poder
echarse a la boca; y el staycation, que consiste en quedarse
en casa durante las vacaciones, una desventura que el periódico en cuestión
calificaba de "filosofía veraniega". Mi amigo Pablo Yuste me
proponía workslavery (trabajar sin cobrar), health
fasting (morir de enfermedades tratables sin poder acudir al
médico) o water purging (beber agua no potable y acabar
con una diarrea mortal), hábitos todos ellos corrientes en el Tercer Mundo y
cada día más en el Primero. Lo más triste es que muchos de estos periodistas
con vocación de restauradores de cadáveres escriben -o van a acabar
escribiendo- de estas mierdas en primera persona.
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