EL ESTERCOLERO
MULTICULTURAL QUE SE REBELÓ CONTRA EL FASCISMO
MIQUEL RAMOS
Varias personas concentradas ante la Audiencia de
Barcelona para
apoyar a los vecinos del Raval. / LAURA FÍGULS - ACN
Cerca de casa no hay bares, pero en las calles siempre hay gente. Hay las típicas sillas que los bares tienen en sus terrazas, eso sí, de plástico, atadas con cadenas a una barandilla, que cada noche alguien desata y reparte entre sus vecinos cuando ya baja el sol. Un rato antes, otro vecino sacó una manguera y roció la calle de agua, a ver si así refresca, y de paso limpia un poco la acera. Es tarde y todavía se oyen niños. No hay colegio ya, y en casa hace demasiado calor. Ayer vi a una familia en una piscina hinchable en plena calle. No todos tienen aire acondicionado.
Este
es uno de esos barrios donde todos, aunque acaben de llegar, se conocen y se
saludan. Donde no hay pisos turísticos y parece que tardarán en llegar, y donde
quizás, si no eres de la zona, evitarías pasar con tu mochila llena de
prejuicios. Las canchas y las calles son tan diversas como cualquier barrio
obrero de cualquier otra gran ciudad. Es lo que la ultraderecha insiste en
llamar estercolero multicultural, un barrio obrero donde conviven personas de
diferentes países, culturas, colores y costumbres. Donde gitanos y payos, moros
y latinos, son indistinguibles. Todos son vecinos.
Este
estercolero multicultural donde vivimos está bastante olvidado por el
Ayuntamiento. Hay baches en la carretera, aceras levantadas y adoquines
sueltos. Furgonetas viejas de trabajo que cada mañana desaparecen y vuelven
caída la noche. Hay pintadas en las paredes con letra de niño, un manto perenne
de hojas secas y algunas latas de cerveza y botellas de plástico que llevan
meses en el suelo. Esto es impensable en otra zona de la ciudad donde pasean
turistas o donde vive gente con mayor nivel adquisitivo.
Hay
muchos barrios así en todo el país, muchos más que esos nuevos recintos
cerrados con portero, muros, cámaras y zonas comunes privadas. Esas islas
residenciales, a menudo en medio de los barrios obreros (pero con muros más
altos) son una perfecta metáfora del apartheid social que promueve el
capitalismo y que la extrema derecha usa para señalar a los enemigos, a los
condenados e inadaptados, tan diversos entre sí como iguales en cuanto a clase.
Varios vecinos de uno de estos barrios de Barcelona
llevan varios días desfilando ante un juez. Son vecinos orgullosos de su barrio, de su clase y
de su diversidad, que un día se encararon a los señoritos que vomitan sus odios
desde sus atalayas, esta vez contra ellos. La estrategia ultraderechista
siempre es la misma: insultar y escupir para luego hacer acto de presencia y,
ante la respuesta, hacerse las víctimas. Tienen a toda la prensa pendiente, que
se afana por situarse en ese virtuoso centro que tolera el fascismo y repudia
el radicalismo que lo enfrenta.
Esto
no lo inventó Vox, pero desde que se coló en las instituciones, el partido lo
ha intentado una y otra vez. Y en algunos casos le salió bien: publicidad
gratis, criminalización del antifascismo y, si se puede, juicio y castigo para
quien proteste. Así se evidenció en Vallecas, y así metieron a varios chicos de
Zaragoza en prisión recientemente. Y así pretenden hacer ahora con estos otros
vecinos del Raval.
Este
caso concreto sucedió en septiembre de 2020. Tras señalar al barrio como
estercolero multicultural, varios miembros del partido anunciaron su visita al
barrio. Los vecinos que protestaron se enfrentan hoy a seis años
de prisión a petición de Vox, y aunque la Fiscalía no pide una
pena tan alta, sí que considera el agravante de discriminación ideológica.
Protestar contra los racistas y clasistas debe sancionarse, según la Fiscalía.
El
juicio está dejando varias costuras al descubierto, como son los ‘índices de polarización’ que han usado
los Mossos d’Esquadra en un informe para encasillar en un supuesto radicalismo
los lemas feministas o antirracistas que se vieron en la protesta. También los
ficheros de activistas que tienen todas las policías, aunque no lo reconozcan,
y que han salido a relucir en este caso: monitoreo de redes sociales,
seguimiento en actividades lícitas y perfil político e ideológico de los
acusados. "Un fichero político de las actividades de los vecinos del
Raval", según la abogada Laia Serra. De uno de ellos decían que no era violento, pero que iba
a manifestaciones pacíficas contra el racismo y que estaba implicado en esas
luchas. Un peligro.
La
chispa que prendió la mecha no figura en ninguno de los informes policiales ni
en los índices de polarización de los Mossos. No hay polarización en llamar
estercolero a un barrio, ni discriminación en criminalizar y denigrar la
diversidad y el multiculturalismo. No hay reproche más allá de la protesta de
los vecinos aquel día, y que hoy están pagando caro. Las víctimas son quienes
denigran y criminalizan a los pobres, a las personas migrantes, quienes escupen
sobre la diversidad y la clase obrera. El eterno victimismo del señorito.
Las
calles del Raval y de tantos otros barrios obreros son ajenas a la arrogancia
clasista, a los insultos y los desprecios de quienes tan solo las pisan para
las fotos y para provocar a sus vecinos. Omiten a conciencia los problemas
estructurales que generan precariedad y la dejadez institucional que perpetua
la desigualdad, pues son los encargados de mantener el statu quo, de
apuntalar el sistema para que nada cambie. La mayor fuente de problemas no
viene en la sangre, sino en la pobreza que genera su sistema. Es precisamente
en esas ruinas del capitalismo donde pretenden prender el fuego. Donde creen
que, enfrentando a unos vecinos con otros, conseguirán que nadie piense en
quién se está lucrando con ello y quién les está meando desde arriba. Para qué
hacer política si puedes mandar a la Policía.
Son
casi las diez de la noche y todavía parece de día. Los niños se pasan el balón
mientras sus madres conversan a pocos metros. Alguien ha bajado unos helados y
los niños corren a por ellos. Hace demasiado calor para encerrarse en casa y
mañana tampoco hay colegio. Los más mayores se juntan un poco más abajo, cerca
del coche del que sale música. A este estercolero multicultural donde vivimos
desde hace poco no ha venido nadie todavía a decirnos que somos basura, que hay
pocos blancos, que no nos fiemos de ese vecino y que nos mezclamos demasiado.
Hay barrios a los que nunca irán. Tan solo los mencionarán para recordarnos que
no somos como ellos. Y eso, en realidad, y aunque no lo entiendan, siempre es
un alivio.
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