ATAQUE AL SISTEMA DEMOCRÁTICO
Opinión de Joaquín Urías
El juez de instrucción que investiga la denuncia contra Begoña Gómez ha decidido llamar a declarar como testigo nada menos que al presidente del Gobierno español. En contra de lo que él mismo afirma, se tratará de una medida inútil, que no aporta nada a la causa, e impertinente, sin justificación jurídica. El magistrado ha actuado de manera, como mínimo, imprudente. Viendo el momento y la forma en que quiere tomar esa declaración es inevitable que más de uno vea detrás intereses políticos. Por el bien del sistema democrático urge, más que nunca, que las instancias judiciales superiores corrijan este desenfreno instructor que echa gasolina al fuego de quienes buscan alterar el resultado electoral que llevó a Pedro Sánchez a la Moncloa.
En efecto, no parece que la declaración
de Sánchez –pese al enorme daño de reputación sobre el afectado– pueda aportar
nada nuevo al caso. Ni está obligado a declarar, ni hay indicio alguno de que
haya participado o conocido los hechos que se investigan o que se supone que se
investigan. La Audiencia Provincial ya le ordenó al juez en cuestión que
abandonara varias líneas de investigación contra Begoña Gómez y se centrara en
solo una. Pese a ello, él, impertérrito, abre a diario nuevas líneas en busca
de algún delito del que acusar a Gómez. Cualquier rumor de ultraderechistas
parece valerle para acordar medida sin pensar en el efecto que pueda tener en
la reputación y la vida de los investigados.
Es lo que se llama una instrucción
prospectiva; no tira de los indicios que hay para obtener nuevas pruebas, sino
que con medidas como la declaración de determinadas personas intenta obtener
esos indicios necesarios para iniciar la investigación. El objeto mismo de la
investigación cambia con frecuencia. Formalmente solo podía investigar un
posible caso de tráfico de influencias, pero él rasca a ver qué más se le
aparece. Unos días se obsesiona con una posible apropiación indebida, otros con
lo que surja. Por el momento no hay siquiera indicios de ningún beneficio
obtenido por el empresario que se pueda atribuir a Begoña Gómez y que pudiera
justificar remotamente llamar a su marido. Más aun, puesto que nadie está
obligado a declarar contra su cónyuge, ni contra sí mismo, parece poco
razonable esperar que de la declaración del presidente se pueda obtener ningún
dato nuevo. Claramente, no es una diligencia acordada por el bien de la
instrucción.
Formalmente, se puede pensar que el
magistrado está más preocupado por buscar el efecto mediático que la verdad.
Podría perfectamente al presidente pedirle que declarara por escrito, pero
prefiere desplazarse en persona al palacio de la Moncloa sabedor del valor
simbólico de ese gesto. Al fin y al cabo, se trata del mismo juez que se
inventó la obligación de Begoña Gómez de asistir a la declaración de un testigo
aunque la ley no lo prevea, con la única intención de hacerle pasar por la pena
de banquillo. Ahora, con el mismo afán, piensa grabar la declaración; a nadie
se le escapa que esa grabación podría filtrarse convenientemente a los medios y
que nadie nunca buscará al culpable de esa filtración. El único resultado
previsible de esta declaración será, pues, el daño a la reputación del
presidente. Por eso, el juez peca, al menos, de imprudente. Coincide además con
un contexto en el que desde la derecha muchos intentan presentar al jefe del
Gobierno como un delincuente para forzar su renuncia.
El siguiente paso puede ser –si nadie lo
remedia– la imputación del propio presidente. Su citación como testigo se hace,
en última instancia, para que declare si colaboró con su esposa en un supuesto
delito de tráfico de influencias. Sánchez sería, incluso, la autoridad sobre la
que su mujer ejerció influencia.
Así que, en su línea de imputaciones
basadas en suposiciones sin pruebas ni indicios, no sería raro que lo siente a
él mismo en el banquillo. Con la actual falta total de pruebas es inimaginable
que algún tribunal se atreviera a condenar a ninguno de los imputados, pero el
mero hecho de acusar a Pedro Sánchez, presentándolo como un corrupto, puede
bastar para ayudar al objetivo de quienes pretenden tumbar al Gobierno. El juez
Peinado puede hacer todo esto y más porque nuestros jueces de instrucción son,
y deben ser, dioses laicos.
El juez que investiga debe ser libre de
acordar todas las medidas necesarias para que, si el caso acaba en un juicio,
los jueces que decidirán sobre la inocencia o culpabilidad de los acusados
tengan a su disposición todas las pruebas posibles. Para que le verdad judicial
sea lo más exacta posible. Sin embargo, esto está pensado para un modelo de
juez cada vez más escaso en España: el funcionario escrupuloso que aplica las leyes
sin dejarse llevar por sus propios intereses y su personal ideología. El poder
judicial existe sobre la base de que los magistrados no van a usar su poder
para imponer ideas políticas, sino que se limitarán a aplicar la ley. Frente a
excepciones puntuales, el sistema permitiría razonablemente frenar a jueces
kamikazes, pero no está pensado para la eventualidad de una élite judicial sin
escrúpulos.
Un solo juez de instrucción que
careciera de la necesaria imparcialidad podría poner puntualmente en jaque a
todo el Estado. Sin embargo, para llegar al extremo de darle la vuelta al
sistema democrático y forzar la dimisión de un presidente legítimo necesitaría
el apoyo, o al menos la tolerancia, de muchos otros jueces. Por ahora, todo
apunta a que juez Peinado tiene una cosa y la otra. Si hubiera una
operación para tumbar al Gobierno, nadie quiere pararla.
Ante esta situación a muchos ciudadanos
honestos se les agotan los calificativos. Hay quienes ya hablan de lawfare, de
ataque a la democracia o incluso de golpe blando. No les falta razón, pero el
uso de expresiones extremas, aunque justificado, solo servirá para que nuestros
jueces se indignen y se presenten como víctimas.
La instrucción del juez Peinado es
formalmente aceptable, sustancialmente sin fundamento y materialmente un acto
político. Consciente o inconscientemente, abusa de su posición como poder
neutral y, cuanto menos, sus decisiones pueden ser instrumentalizadas por
quienes pretenden desconocer la decisión popular expresada en las elecciones
generales del año pasado. Corresponde ahora a los tribunales superiores decidir
si van a tolerar este embate contra la democracia y la lógica jurídica. Sólo
ellos pueden parar el despropósito.
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