CAZA MAYOR
JONATHAN MARTÍNEZ
El presidente del Gobierno, Pedro
Sánchez, tras intervenir en el Congreso para presentar el plan de calidad
democrática. - EFE/ Zipi Aragon
Hay un viejo relato de Iván Turguénev que me fascina. Un día de julio, el protagonista de El prado de Bezhin sale a cazar urogallos por los andurriales de la región rusa de Tula hasta que el atardecer lo invita a tomar el camino de vuelta a casa. Todo parece irle bien. Ha cobrado varias piezas y lleva el zurrón tan cargado que le lastima los hombros. El problema es que la noche ha borrado ya los senderos. Extraviado en la espesura de la desesperación y la impaciencia, avanza a duras penas y descubre a unos muchachos que cuentan historias alrededor de una hoguera. La caza ha quedado ya eclipsada por la magia del fuego y el arte de narrar.
En
1851, cuando Turguénev publicaba El prado de Bezhin, Herman Melville
llevaba las aventuras de Moby Dick a las imprentas. Al narrador lo
llamamos Ismael, pero el verdadero protagonista de la novela es un cachalote
blanco, un leviatán mortal y escurridizo al que nadie consigue dar caza. El
capitán Ahab ha pasado a la historia de la literatura como un quijote marítimo
que persigue a su enemigo hasta los más atormentados extremos de la demencia.
La vida humana no vale nada cuando aparece una causa más poderosa que la
humanidad misma. Eso es lo que representa el gran cetáceo: una utopía tan
seductora como contraproducente.
En
la pluma de Turguénev o en la de Melville, en los bosques del sur de Moscú o en
las tempestades del Océano Pacífico, la caza expone un mismo matiz simbólico.
Sin embargo, las diferencias aquí resultan abismales. El urogallo de Turguénev
se presenta como un ave común e insignificante. Tanto es así que la caza nos
parece una mera coartada narrativa, un conveniente artificio que conduce al
protagonista hacia la hoguera donde se cuecen otras historias. Uno de esos
gallos monteses no bastaría para justificar una novela épica. Al contrario, Moby
Dick tiene un porte monumental y una dimensión mitológica que permite
invocar la suerte de los marineros antiguos.
Con
la expansión tecnológica, el mundo se ha vuelto pequeño y las novelas de
aventuras han perdido buena parte de su encanto. Los océanos están surcados de
cruceros. No queda apenas un rincón del planeta que no haya sido pisoteado.
Basta un poco de tiempo libre y una abultada tarjeta de crédito para volar
hasta el aeropuerto de Maun, calzarse un chaleco de camuflaje, cargar el rifle
y abatir a tiros a un elefante, a un búfalo o a un babuino. Leo en un informe
de Humane Society International que Alemania y España se sitúan a la cabeza de
Europa en la importación de trofeos de caza. En la nómina aparece una confusa
selección de leones africanos, linces y osos polares.
En
estos tiempos raros, también la deliberación política experimenta algunos
síntomas de degradación y cansancio. El debate de ideas palidece bajo las
noticias falsas y las acusaciones de brocha gorda. No importa tanto tener más o
mejores proyectos que el adversario. Lo que cuenta es diezmar las filas
enemigas, levantar tormentas de mierda y minar reputaciones por la vía judicial
y mediática. ¿Qué buscaba la cloaca de Rajoy cuando salía a cazar militantes de
Podemos en las bases de datos de Interior? Quería detectar algún lazo con
"temas abertzales" o "extremismo violento". Buscaban algún
diputado, dicen los whatsapps de Francisco Martínez, que fuera
"chungo".
De
aquellos polvos, estos lodos de cubil cochinero. Juan Carlos Peinado, el juez
que investiga la denuncia contra Begoña Gómez, ha pedido que Pedro Sánchez
acuda a los juzgados a declarar como testigo. El presidente responde que está
dispuesto a responder por escrito. Todo nos lleva a pensar que el objetivo de
Peinado no sería clarificar la causa, sino difundir imágenes de la declaración
de Sánchez con el propósito último de menoscabar su prestigio y derribar su
Gobierno. Vista la inconsistencia de las pruebas y la arbitrariedad del proceso,
a nadie le extrañaría que el presidente termine imputado con los argumentos más
peregrinos.
¿Qué
fue del caso Koldo? El tumulto estalló en febrero y Sánchez surfeó la marea con
un habilidoso juego de cintura sacrificando bajo el oleaje a José Luis Ábalos.
Las urnas no se resintieron. Primero, el PSE ganó dos escaños en las elecciones
vascas y consolidó su plaza como socio parental del PNV. Después, el PSC logró
un registro formidable en las elecciones catalanas. Finalmente, Teresa Ribera
mantuvo el tipo en las elecciones europeas. ¿Por qué no surtieron efecto los
titulares estridentes de las gacetillas ultras, las tertulias soliviantadas,
las anarrosas y los vicentesvallés de oficio? Porque Koldo García era
apenas un urogallo. Y Pedro Sánchez es el cachalote blanco.
Estos
días, las votaciones andan atascadas en el Congreso. Dice Gabriel Rufián que el
aire huele a moción de censura. Que Feijóo prepara su postulación y que Vox y
Junts podrían navegar en ese mismo yate. El escenario es improbable, pero conviene
recordar cómo llegó Sánchez a la Moncloa. No me refiero al mejunje de siglas ni
al carácter repentino de su moción de censura, sino a su pretexto. Y es que la
Audiencia Nacional acababa de publicar la condena contra los acusados de la
trama Gürtel. Ahora la prensa derechista recuerda que Sánchez pidió la
dimisión de Rajoy cuando el entonces presidente declaró como testigo.
En
los últimos años, el maridaje de los tribunales y la extrema derecha ha andado
enredado en batidas de caza menor. La receta es simple y eficaz: una denuncia
sin fundamento, un juez receptivo y un contingente de medios de comunicación
que necesitan la carnaza más apetitosa para vendernos sus productos en los
descansos publicitarios. Una Mónica Oltra por aquí y un caso Neurona por
allá. Pero el juez Peinado, como el capitán Ahab, no parece contentarse con
echarse al zurrón una buena ristra de urogallos. Es por eso que afila el arpón
y apunta al cachalote blanco, pieza de caza mayor, la más temida y deseada. Va
a necesitar suerte. Esta clase de obsesiones suelen terminar en naufragio.
JONATHAN MARTÍNEZ
El presidente del Gobierno, Pedro
Sánchez, tras intervenir en el Congreso para presentar el plan de calidad
democrática. - EFE/ Zipi Aragon
Hay
un viejo relato de Iván Turguénev que me fascina. Un día de julio, el
protagonista de El prado de Bezhin sale a cazar urogallos por los
andurriales de la región rusa de Tula hasta que el atardecer lo invita a tomar
el camino de vuelta a casa. Todo parece irle bien. Ha cobrado varias piezas y
lleva el zurrón tan cargado que le lastima los hombros. El problema es que la
noche ha borrado ya los senderos. Extraviado en la espesura de la desesperación
y la impaciencia, avanza a duras penas y descubre a unos muchachos que cuentan
historias alrededor de una hoguera. La caza ha quedado ya eclipsada por la
magia del fuego y el arte de narrar.
En
1851, cuando Turguénev publicaba El prado de Bezhin, Herman Melville
llevaba las aventuras de Moby Dick a las imprentas. Al narrador lo
llamamos Ismael, pero el verdadero protagonista de la novela es un cachalote
blanco, un leviatán mortal y escurridizo al que nadie consigue dar caza. El
capitán Ahab ha pasado a la historia de la literatura como un quijote marítimo
que persigue a su enemigo hasta los más atormentados extremos de la demencia.
La vida humana no vale nada cuando aparece una causa más poderosa que la
humanidad misma. Eso es lo que representa el gran cetáceo: una utopía tan
seductora como contraproducente.
En
la pluma de Turguénev o en la de Melville, en los bosques del sur de Moscú o en
las tempestades del Océano Pacífico, la caza expone un mismo matiz simbólico.
Sin embargo, las diferencias aquí resultan abismales. El urogallo de Turguénev
se presenta como un ave común e insignificante. Tanto es así que la caza nos
parece una mera coartada narrativa, un conveniente artificio que conduce al
protagonista hacia la hoguera donde se cuecen otras historias. Uno de esos
gallos monteses no bastaría para justificar una novela épica. Al contrario, Moby
Dick tiene un porte monumental y una dimensión mitológica que permite
invocar la suerte de los marineros antiguos.
Con
la expansión tecnológica, el mundo se ha vuelto pequeño y las novelas de
aventuras han perdido buena parte de su encanto. Los océanos están surcados de
cruceros. No queda apenas un rincón del planeta que no haya sido pisoteado.
Basta un poco de tiempo libre y una abultada tarjeta de crédito para volar
hasta el aeropuerto de Maun, calzarse un chaleco de camuflaje, cargar el rifle
y abatir a tiros a un elefante, a un búfalo o a un babuino. Leo en un informe
de Humane Society International que Alemania y España se sitúan a la cabeza de
Europa en la importación de trofeos de caza. En la nómina aparece una confusa
selección de leones africanos, linces y osos polares.
En
estos tiempos raros, también la deliberación política experimenta algunos
síntomas de degradación y cansancio. El debate de ideas palidece bajo las
noticias falsas y las acusaciones de brocha gorda. No importa tanto tener más o
mejores proyectos que el adversario. Lo que cuenta es diezmar las filas
enemigas, levantar tormentas de mierda y minar reputaciones por la vía judicial
y mediática. ¿Qué buscaba la cloaca de Rajoy cuando salía a cazar militantes de
Podemos en las bases de datos de Interior? Quería detectar algún lazo con
"temas abertzales" o "extremismo violento". Buscaban algún
diputado, dicen los whatsapps de Francisco Martínez, que fuera
"chungo".
De
aquellos polvos, estos lodos de cubil cochinero. Juan Carlos Peinado, el juez
que investiga la denuncia contra Begoña Gómez, ha pedido que Pedro Sánchez
acuda a los juzgados a declarar como testigo. El presidente responde que está
dispuesto a responder por escrito. Todo nos lleva a pensar que el objetivo de
Peinado no sería clarificar la causa, sino difundir imágenes de la declaración
de Sánchez con el propósito último de menoscabar su prestigio y derribar su
Gobierno. Vista la inconsistencia de las pruebas y la arbitrariedad del proceso,
a nadie le extrañaría que el presidente termine imputado con los argumentos más
peregrinos.
¿Qué
fue del caso Koldo? El tumulto estalló en febrero y Sánchez surfeó la marea con
un habilidoso juego de cintura sacrificando bajo el oleaje a José Luis Ábalos.
Las urnas no se resintieron. Primero, el PSE ganó dos escaños en las elecciones
vascas y consolidó su plaza como socio parental del PNV. Después, el PSC logró
un registro formidable en las elecciones catalanas. Finalmente, Teresa Ribera
mantuvo el tipo en las elecciones europeas. ¿Por qué no surtieron efecto los
titulares estridentes de las gacetillas ultras, las tertulias soliviantadas,
las anarrosas y los vicentesvallés de oficio? Porque Koldo García era
apenas un urogallo. Y Pedro Sánchez es el cachalote blanco.
Estos
días, las votaciones andan atascadas en el Congreso. Dice Gabriel Rufián que el
aire huele a moción de censura. Que Feijóo prepara su postulación y que Vox y
Junts podrían navegar en ese mismo yate. El escenario es improbable, pero conviene
recordar cómo llegó Sánchez a la Moncloa. No me refiero al mejunje de siglas ni
al carácter repentino de su moción de censura, sino a su pretexto. Y es que la
Audiencia Nacional acababa de publicar la condena contra los acusados de la
trama Gürtel. Ahora la prensa derechista recuerda que Sánchez pidió la
dimisión de Rajoy cuando el entonces presidente declaró como testigo.
En
los últimos años, el maridaje de los tribunales y la extrema derecha ha andado
enredado en batidas de caza menor. La receta es simple y eficaz: una denuncia
sin fundamento, un juez receptivo y un contingente de medios de comunicación
que necesitan la carnaza más apetitosa para vendernos sus productos en los
descansos publicitarios. Una Mónica Oltra por aquí y un caso Neurona por
allá. Pero el juez Peinado, como el capitán Ahab, no parece contentarse con
echarse al zurrón una buena ristra de urogallos. Es por eso que afila el arpón
y apunta al cachalote blanco, pieza de caza mayor, la más temida y deseada. Va
a necesitar suerte. Esta clase de obsesiones suelen terminar en naufragio.
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