domingo, 4 de diciembre de 2022

JOSEP BORRELL, O LA SOBERBIA DEL HOMBRE BLANCO

JOSEP BORRELL, O LA SOBERBIA 

DEL HOMBRE BLANCO

Los delirios del alto representante de la UE sobre conquistadores, jardines y junglas son la expresión de políticas reales. El racismo es institucional y estructural

HELIOS F. GARCÉS

Josep Borrell, durante el comunicado de prensa de las nuevas medidas tomadas por la invasión rusa de Ucrania, del 27 de febrero.

“Señora presidente, ¿podría usted pedir que se borre de la sesión la acusación de racista?”. Corría el año 2018 cuando, en un contundente enfrentamiento parlamentario entre Gabriel Rufián y Josep Borrell sucedido en el Congreso de los Diputados de Madrid, este último lanzaba la petición a Ana Pastor Julián, entonces presidenta del Congreso. Si tuviéramos que utilizar una mirada psicoanalítica, podríamos insinuar que lo hizo para defenderse de su propia pulsión inconsciente, expresada a través de un revelador lapsus, y para impedir que esta dejase huella alguna en el Diario de Sesiones. Borrell se resistía a dejar caer aquella imagen tolerante que alberga de sí mismo e integrar su inconsciente impulsivo con su consciente racional. Pero lo cierto es que nadie le había llamado racista, no, al menos, en aquel momento.

 

En realidad, Gabriel Rufián (ERC) había utilizado los últimos segundos de su intervención dirigida al entonces ministro de Exteriores del PSOE para dirigirse a la derecha neoliberal: “Cada vez que el grupo parlamentario de Ciudadanos nos llame golpistas, les llamaremos fascistas”. En su respuesta, Borrell equivocó los términos. Aun así, tras la confusión reinante entre los epítetos fascista y racista, Rufián siguió la corriente de manera hábil al susodicho espetándole desde su bancada un “Sí, usted también”. “Yo también, ¿no? También soy un racista”, respondió Josep con la media sonrisa ya torcida. La indignación sintomática de Borrell desvelaba algo a lo que no se prestó la debida atención, en ese momento.

 

Curiosamente, cinco meses antes de este lapsus parlamentario, el ahora alto representante de la Unión Europea para Asuntos Exteriores y Política de Seguridad había compartido en su perfil de Twitter un, aparentemente, cándido elogio del libro Imperiofobia, de María Elvira Roca Barea. Ya en aquel entonces nos movíamos en el campo de lo consciente: el revisionismo reaccionario de la historiografía colonial e imperialista. Para responderle, el académico y jurista Gabriel Moreno González le recomendaba un análisis crítico del texto firmado por el profesor y experto en historia cultural Miguel Martínez publicado en 2017 en esta misma revista, artículo que, probablemente, nunca leyó. A estas alturas sería redundante indicar el camino lógico que nos conduce hacia la caracterización del marco ideológico en el que se mueve un político como Josep Borrell Fontelles. A la derecha del PSOE, como Fernando Grande-Marlaska y tantos otros, el economista/ingeniero representa esa ala conservadora del neoliberalismo que prefiere seguir llamándose a sí misma ‘progresista’ porque esto encaja con la visión tan artificial como engañosa de su partido político creada durante la Transición por figuras como Felipe González. ¿Pero es esto lo que explica la soberbia racista e intelectualmente mediocre exhibida por el político en algunas de sus últimas intervenciones públicas?

 

El racismo de Borrell es institucional y estructural

 

En una reciente ponencia sobre islamofobia, después de que el conferenciante señalara el carácter fundamentalmente institucional del racismo, uno de los asistentes al evento, quizás aliviando un mal digerido y absurdo complejo de culpa, se precipitó sobre el micro para afirmar que, efectivamente, el racismo no venía de la gente común, sino ‘desde arriba’. En cierto sentido, podríamos reconocer que el enunciado es correcto, si no fuese porque tras él anida una peligrosa y delicada trampa. Que el racismo es institucional es una tesis antigua, elaborada por investigadoras y militantes antirracistas del mundo entero desde hace ya más de un siglo, y no debería convertirse en un simple eslogan. Esa afirmación tiene un sentido y una motivación concreta, aún más, si cabe, en nuestro territorio. En el contexto del Estado español, el racismo ha sido principalmente entendido como un problema basado en prejuicios y estereotipos.

 

Que el racismo es institucional significa que es una estructura de poder y que, como tal, necesita de un aparato de Estado

 

No sólo eso. Para un amplio espectro de los sociólogos blancos europeos, la raza es una categoría de análisis únicamente legítima en el contexto norteamericano. Europa queda, por lo tanto, fuera de la ecuación. En Racismo y resistencia en la Europa daltónica (La Vorágine, 2021), Fátima El Tayeb explica cómo la negación histórica del factor racial en las relaciones de poder producidas en Europa favorece una “imagen de Europa autónoma y homogénea, en la cual las minorías racializadas están permanentemente al margen. Su presencia se deslegitima continuamente a través del mecanismo de la falta de raza política, que en parte se manifiesta a partir de lo que Suleiman llamó una ‘amnesia reprensible’: “Esta amnesia es reprensible precisamente porque depende de estrategias de represión destinadas a minimizar los incidentes en los que las grietas y los arreglos quedan al descubierto, cuando las personas que se supone que son invisibles aparecen sin ninguna señal de irse” (El Tayeb, pág. 50:2021).

 

Ante estos pesados e inútiles lastres, el impulso renovado del discurso antirracista, especialmente a partir de 2017, emprendía su batalla, también en el ámbito del lenguaje, para desmantelar esta maniobra ideológica nada inocente. Que el racismo es institucional significa que es una estructura de poder y que, como tal, necesita de un aparato de Estado y de instituciones que le proporcionen una materialidad vertical lo suficientemente densa como para que condicione la vida, la salud y la muerte de pueblos enteros. Pero el racismo es, también, estructural. Y este enfoque, igualmente antiguo, sugiere que el problema impregna el campo de nuestra horizontalidad, de nuestra cultura, de nuestras relaciones sociales, de nuestra emotividad y nuestra psique. Cuando un alto cargo político en materia de Asuntos Exteriores y Política de Seguridad como Josep Borrell afirma que “Europa es un jardín”, mientras que “el resto del mundo […] es una jungla”, está apuntando sin saberlo hacia el nexo entre el colonialismo occidental, que explica la existencia histórica de los propios Estados liberales, de sus fronteras de muerte; y el racismo actual en todas sus formas y expresiones. De hecho, la capacidad de nuestras sociedades contemporáneas para comprender el racismo y sus condiciones de posibilidad reside, en parte, en afrontar esta realidad.

 

[…] “Y la jungla podría invadir el jardín”, prosigue Borrell expresando con claridad, de nuevo, el inconsciente de una parte importante de nuestra sociedad y de las estructuras de poder construidas para protegerlo. Ante estas palabras, Fernando Grande-Marlaska se frota las manos. Los Estados liberales tratan por todos los medios de impedir la posibilidad de un análisis que contemple la dimensión institucional y estructural del racismo, ya que ello haría aflorar la necesidad de una transformación social profunda. De nuevo, Borrell: “La jungla tiene una fuerte capacidad de crecimiento y las paredes nunca serán lo suficientemente grandes para proteger el jardín”. La imagen es cada vez más nítida. África, Asia, América Latina y sus pueblos representan al animal salvaje. Europa, como símbolo de la humanidad, resiste entre sus algodones en un supuesto Edén. Es ese sentido común racial, arcaico y pseudobíblico, en el fondo profundamente acomplejado, y no las palabras mediocres de Grande-Marlaska el pasado 30 de noviembre, el que lleva a aplaudir a parte del hemiciclo, también llamado ‘progresista’, por la gestión de la masacre de Melilla.

 

 

La permanencia de la neurosis imperialista

 

En su legendario libro Poder Negro: la política de liberación en EE.UU., publicado en 1967, Stokely Carmichael y Charles Hamilton mantenían que el racismo institucional es “menos franco, mucho más sutil, menos identificable en relación con los individuos específicos que cometen los actos”. Por lo tanto,  no olvidemos, las últimas declaraciones de Josep Borrell –continuación de sus delirios sobre jardines y junglas– son la expresión de políticas reales. Políticas que, día a día, pasan inadvertidas para una parte importante de las mayorías blancas europeas. “Como los descubridores y conquistadores, tenemos que inventar un Nuevo Mundo […] recalibrar nuestra brújula estratégica con plena consciencia histórica”, soltó el 1 de diciembre el Alto representante, en la inauguración del EuroLat en el Parlamento Europeo.

 

Las palabras de Josep Borrell representan un síntoma más de la soberbia patológica del hombre blanco

 

Las metáforas utilizadas no son casuales, son escogidas de forma activa para mandar un mensaje: la autoproyección de una imagen de superioridad civilizatoria que legitima un orden y una jerarquía internacional en un contexto de inestabilidad y guerra. Mientras que la Europa de abajo no sea plenamente consciente de que su propio territorio ha construido su riqueza y hegemonía histórica sobre la colonización, la  esclavización y la desposesión de tres cuartas partes del mundo, seguirá sin entender su presente y sin comprender los síntomas de la persistente y antigua sociopatía imperialista de sus dirigentes. Y, aunque hemos repetido asiduamente que el racismo no es una enfermedad moral, permítanme apuntar que las palabras de Josep Borrell representan un síntoma más de la soberbia patológica del hombre blanco.

 

Desde el punto de vista de quienes sufren en sus propias carnes las políticas a través de las que se materializa y fortalece esta pulsión colonial irremisible, ese Edén edulcorado con el que fantasea Borrell resulta ser otra cosa muy diferente. Para muchos y muchas, también para las clases trabajadoras europeas, Europa no es un sueño, sino una pesadilla. Un territorio de explotación y desposesión en el que las desigualdades cada vez son más extremas, en el que la ultraderecha, heredera de los regímenes fascistas del siglo pasado, es aceptada y aupada por los liberales en los parlamentos, en el que se vulneran descaradamente los Derechos Humanos de la población migrante y musulmana; un territorio repleto de periferias en las que las clases trabajadoras, el Pueblo Gitano, la gente magrebí, negra; y las demás hijas y nietas de la migración postcolonial sobreviven intentando romper, una y otra vez, los muros internos de las metrópolis. No es momento de imitar a los conquistadores y a los genocidas. Es momento de otras humanidades y de otros mundos, liberados del pesado fardo del imperialismo y del neoliberalismo, también y muy especialmente del imperialismo de rostro amable y palabras susurrantes. Porque, como nos deja claro el señor Josep Borrell, el racismo no se cura viajando. Y mucho menos leyendo los libros de Roca Barea.

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