viernes, 13 de agosto de 2021

¡PUES…. NO ES PARA TANTO!

 

¡PUES…. NO ES PARA TANTO!

QUICOPURRIÑOS

La noticia saltó a los periódicos y corrió como la espuma. Yo la leí en una mañana de domingo, mientras tomaba café, en el lugar de siempre.

          Conducción negligente, imprudencia máxima y un total de seis infracciones le cayeron al gabacho aquél, que veraneaba con su familia en la Costa Brava, ceca de Roses. Y rápidamente las redes sociales se llenaron de comentarios en contra del negligente padre franchute que ponía en peligro la vida de sus hijos.

          La  foto  me trasladó a mi Bajamar de los sesenta y principios de los setenta. A ese rincón lagunero donde pasaba el verano, donde se iba de veraneo de larga estancia. Para llegar al apartamento, se cargaba el coche, en nuestro caso, desde Santa Cruz, con las pertenencias necesarias para pasar los meses de estío. Por tanto, se metía en el fotingo, las maletas, la bolsa con los bañadores y

cholas, algún que otro caldero, que siempre faltaba alguno en el apartamento del edificio Miramar, la inevitable cama plegable, en lo alto del coche, en la baca, y si no tenía, amarrada. Accedía al vehículo toda la familia, mis padres y los tres hermanos, además María, que era la señora -entonces llamada chacha- para todo que vivía en casa, y para completar, el pájaro en su jaula y su provisión de alpiste, y el perro que no conocía el pienso pues comía las sobras y sanito que estaba. Vamos, lo normal, porque otra de las familias que veraneaban en el mismo edificio, tenían siete u ocho hijos, con lo cual, el coche de estos venía más cargado que el nuestro. Lo normal. También era normal que te cruzaras a alguna que otra pareja de la guardia civil, que te saludaba al pasar y si reducías la marcha al verlos soltaban un “conduzca con cuidado”.

          El recuerdo me lleva luego a la piscina, donde se pasaba el día, y ya,cayendo la tarde siempre había algún amigo de mis padres que invitaban a su casa, a rematar el día, a cenar unas lapitas y unos tollos que tenían en la nevera.  Y entonces, como lo más natural del mundo, nos metíamos en los coches. En el de los amigos de mis padres, que era un Peugeot, de esos que alimentaban la flota de taxis, nos metíamos hasta trece o catorce. Cualquier rincón de ese vehículo de gasoil era hábil para albergar un pasajero, tres o cuatro delante, seis o siete detrás, en doble fila claro, y el resto en el maletero, el lugar más preciado por los niños, que el prudente del padre dejaba medio abierto para que los churumbeles no se asfixiaran. Y así, a paso lento, llegábamos al destino. Meternos en el coche no era difícil, lo complicado era bajar. Entre risas, siempre entre risas, se oía entonces algún grito, algún ¡ay,ay,ay! que me estás apretando el brazo o la pierna. Pero al final bajábamos. Se me olvidaba, en el trayecto, a alguien siempre se le ocurría decir, pon una cinta en el casset, lo cual era una difícil maniobra. No te digo si se acababa la cara “a” y decían denle a vuelta.

          Pues sí, a mí ese imprudente y negligente padre y  viajero francés me trasportó al Bajamar de mis meses de vacaciones, me hizo sonreír y pensé, estos turistas  de detrás del Pirineo se habrían adaptado, desde el minuto uno, a nuestros veraneos de entonces.

 

                                       quicopurriños, en un mes de verano del 2021


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