COMPARTIR ES GANAR
DAVID TORRES
Es un hecho que las competiciones de salto (altura, pértiga, longitud) suelen terminar con una decepción, un atleta que tropieza con el listón o que no es capaz de rebasar la marca de su rival. Sin embargo, en la final de salto de altura masculino, el qatarí Mutaz Essa Barshim y el italiano Gianmarco Tamberi protagonizaron una imagen insólita en los Juegos Olímpicos: la de dos campeones que decidían subir juntos al podio. Tras alcanzar ambos los 2.37 metros, el juez les propuso desempatar, pero Barshim preguntó si no podían tener "dos oros". El juez accedió y ambos saltadores sonrieron y se fundieron en un abrazo.
Detrás de esta
foto, única en más de un siglo de celebraciones olímpicas, hay una historia,
una rivalidad de años hecha a base de lesiones, consejos, cariño y admiración
mutua que se fue tiñendo de amistad y que culminó en un momento glorioso. No
pocos comentaristas y aficionados han elogiado el gesto, aunque tampoco faltan
las voces que criticaron el hecho de que compartir una medalla de oro atenta
directamente contra el espíritu olímpico. Parece que Tamberi y Barshim
estuvieran protagonizando un monólogo de Gila, aquel en el que un cura de
pueblo subía al púlpito y, después de la misa, analizaba los resultados del
partido de la víspera lamentando que uno de los dos equipos tuviera que perder.
"¿No sería bonito que todos los partidos acabaran en un empate? ¿Es que no
se da cuenta ese delantero hambriento de gol que el portero rival también tiene
una madre?"
Durante demasiado
tiempo nos han enseñado que ganar es pisotear cabezas, aplastar al rival,
humillarlo incluso: no en vano la invención del deporte moderno vino a
sustituir o a emular a la guerra, y las metáforas utilizadas por los
comentaristas deportivos se nutren a expensas del lenguaje bélico. En vez de
"goleada" se habla de "masacre"; en vez de
"equipo", "escuadra"; en vez de "goleador",
"artillero"; en vez de "vencedor", "verdugo". Esa
mentalidad de ganar a toda costa, reforzada por el pensamiento neoliberal,
resulta nefasta apenas se sale del campo de juego y se lleva al darwinismo
feroz de la economía capitalista, donde el éxito de unos pocos significa la
miseria y el anonimato de muchos. Un mundo en el que la cooperación reemplazara
a la competencia quizá suene a utopía, pero la utopía podría empezar por un
pequeño gesto como el de Barshim y Tamberi en un podio de Tokio.
En 2012 el español
Iván Fernández pudo ganar la medalla de oro en una carrera campo a través
cuando el keniano Abel Mutai aflojó la marcha al confundirse con una señal y creer
que ya había traspasado la meta. Desde atrás, Fernández le animó a que siguiera
y casi tuvo que empujar a Mutai para que corriera los escasos doce metros que
le quedaban. Al preguntarle por qué no había aprovechado la ocasión, Fernández
respondió de qué valía ganar así, si su rival ya había ganado: también dijo que
no sabía cómo iba a mirar luego a su madre.
En la película En
busca de Bobby Fischer, basada en la vida del ajedrecista estadounidense Josh
Waitzkin, hay un momento en que el pequeño Waitzkin juega la partida
definitiva, mira el tablero despejado de piezas donde se avecina una feroz
carrera de peones, mira a los ojos de su rival, un niño genial y despiadado, y
le ofrece la mano para sellar tablas y compartir la victoria. El niño replica
que no sabe qué significa eso y prefiere seguir jugando, sin comprender que el
peón de Waitkzin, al coronar, dará jaque a su rey y comerá su dama. Es una
hermosa lección de deportividad en una película que lleva el nombre de un
maestro del ajedrez que era prácticamente el reverso perfecto de Josh Waitzkin.
Bobby Fischer dijo una vez que le encantaba ver la cara de su rival en el
momento en que su ego se partía en dos, una frase brutal que es el equivalente
psicológico de aquella otra de Tyson: "Con cada puñetazo que le pego a mi
contrincante intento hundirle el hueso de la nariz en el cerebro".
La historia de
amistad deportiva más hermosa que conozco es la que protagonizaron Edmund
Hillary y Tenzing Norgay la mañana del 29 de mayo de 1953 en la primera
escalada al Everest. Llegaron juntos a la cumbre y la foto, hecha a toda prisa
por Hillary, muestra a Tenzing con la máscara de oxígeno y el piolet alzado en
el vértice mismo del mundo como si fuese un astronauta en otro planeta. Tenzing
y Hillary sellaron un pacto mediante el cual prometieron que jamás dirían quién
de los dos llegó primero a la cima: era absurdo atribuirle a uno solo el
esfuerzo conjunto de una cordada que no sólo les incluía a ellos dos sino a
todo el equipo que había colaborado en la ascensión. Sin embargo, durante
muchos años, los sherpas presionaron a su compatriota para que revelara la
verdad y se atribuyera la conquista de la montaña más alta de la Tierra.
Tenzing se negó repetidamente hasta que, al fin, harto de tanta insistencia,
escribió: "El Everest es demasiado grande, demasiado precioso para que
haya nada excepto la verdad. Hillary pisó la cumbre el primero. Yo
después"
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