EL CINISMO ANTE AFGANISTÁN
En un
mundo idílico podemos creer en los unicornios. Pero en la vida real las
invasiones militares buscan intereses propios que a menudo chocan con los de la
población autóctona. En medio de todo ello, las mujeres suelen ser un argumento
de quita y pon.
POR OLGA RODRÍGUEZ
En 2001 miles de periodistas, analistas y políticos clamaron en favor de una intervención militar en Afganistán como respuesta a los ataques del 11S que Al Qaeda perpetró en Estados Unidos. La propaganda estadounidense, para convencer a la comunidad internacional, aseguró que además liberaría a las mujeres afganas de la opresión del régimen talibán. Si viviéramos en un mundo idílico podríamos creer que los Ejércitos armados no arrojan bombas, solo construyen paz. Pero como no vivimos en un mundo idílico es obligación analizar la realidad para no caer en la trampa de cualquier propaganda.
Los mismos que defendieron aquella intervención militar, la ocupación del territorio afgano, la imposición de la fuerza armada e incluso los múltiples ataques estadounidenses que en todos estos años han matado a población civil, son los que ahora lamentan la situación en la que queda el país con el avance de los talibanes. De forma asombrosa desvinculan por completo la presencia de EEUU y su aliados de la OTAN durante veinte años en el país de todo lo que ha ocurrido en Afganistán desde 2001.
Nada alcanza el
horror impuesto por el régimen talibán en su día, cuando las mujeres no podían
salir a la calle sin la compañía de un hombre, ni estudiar, ni reír en público,
ni hacer ruido al andar. Pero en dos décadas de ocupación militar ni EEUU ni
sus aliados lograron evitar que Afganistán siga siendo uno de los peores países
del mundo para las mujeres, como han advertido organizaciones de derechos
humanos, activistas y periodistas afganas, sin conseguir nunca suficiente
reacción internacional. Ahora la toma del país por los talibanes amenaza con
empeorar aún más sus vidas.
Uno de los peores países para las mujeres
«No uso el transporte
público, evito la calle y los lugares públicos, el acoso es continuo o incluso
diría que ha aumentado últimamente, tanto verbal como físico», denunciaba en
2019 en una conversación una activista afgana que me pidió mantener su
anonimato. Dos tercios de las jóvenes afganas no están escolarizadas, el 80% de
las mujeres siguen siendo analfabetas, más de la mitad han sufrido violencia
machista en el seno de su propia familia y el 75% afrontan matrimonios
forzosos, en muchos casos antes de cumplir 16 años. Todo ello, cuando aún
estaban las tropas de la OTAN en el país, antes de que los talibanes
conquistaran territorio y llegaran hasta Kabul.
Durante los veinte
años de presencia militar extranjera se han seguido registrando ataques a
mujeres cuando se desplazan a la escuela o al trabajo. Los porcentajes de
violaciones y de casos de violencia machista son muy elevados, así como los
índices de abusos sexuales cometidos por las fuerzas de seguridad.
ONG, activistas y
periodistas han denunciado durante años la situación de las afganas, pero
Europa consideró que Afganistán era un país seguro para ellas y prefirió no
aceptarlas como personas refugiadas que asumían riesgos si eran deportadas.
Casi nadie puso el grito en el cielo entonces, a pesar de que muchas huían de
agresiones sexuales, violencia de género sistematizada, discriminación y
ausencia de futuro. Hay quienes solo han querido elevar su voz ahora que
Estados Unidos y sus aliados se marchan. Pareciera que consciente o
inconscientemente quisieran aceptar el argumento falaz de que las cosas van
bien con la presencia de tropas estadounidenses y solo empiezan a ir mal cuando
estas abandonan.
Lo cierto es que en
2015 y 2016 miles de personas refugiadas afganas llegaron a Europa,
desesperadas, en busca de una salida. Superaban en número a los refugiados
sirios e iraquíes. En Grecia, en Macedonia, en Serbia o Hungría nos rogaban a
los periodistas que contáramos sus historias. Salvo excepciones, los países
europeos consideraron que no eran merecedoras de ayuda. Durante cuatro décadas
Afganistán ha sido uno de los países que más personas refugiadas ha generado.
Pero los Gobiernos europeos apenas han aceptado a medio millón.
Despilfarro en ‘seguridad’ y violaciones de derechos humanos
En 2021 casi la
mitad de la población afgana está en situación de necesidad humanitaria. En
veinte años miles de millones de dólares de EEUU han ido a parar a la compra de
armamento y la inversión en ‘seguridad’. Mucho menos se invirtió en educación,
sanidad pública, gobernanza, desarrollo, democratización, infraestructuras.
Cada vez que he estado en Afganistán me he topado con decenas de historias de
mujeres maltratadas, viudas abandonadas, jóvenes violadas o menores que han
intentado suicidarse porque no les permiten estudiar y son obligadas a casarse
a temprana edad. La emancipación de las mujeres se limita a las grandes
ciudades, y de forma parcial. Aún así, en áreas urbanas como Kabul o Herat
muchas han podido acceder a la universidad.
En todos estos años
de atrás la corrupción era palpable para cualquiera: eternos proyectos que
recibían millones de dólares y que no terminaban de ver la luz, cargos altos y
medios que viajaban en cochazos blindados despilfarrando dinero y oportunidades
y que tras ello se iban del país y, sobre todo, una estrategia centrada
excesivamente en la militarización, en la guerra, en armamento. No hacía falta
ser un lince para darse cuenta de ello. El caos era evitable, pero ¿querían
todos los participantes en esa guerra evitar el caos?
La honestidad de
muchos empleados de organismos internacionales que han trabajado en Afganistán
se ha topado de bruces una y otra vez con evidentes dinámicas de corrupción
–proyectos fantasma, retrasos perpetuos en los planes, desvío de fondos,
debilidad de las instituciones– que podíamos detectar quienes íbamos y
veníamos. Si testigos externos eran capaces de percibir el saqueo y el
despilfarro en el ámbito militar frente a necesidades mucho más cruciales,
¿cómo no iban a verlo los responsables de la ocupación?
Como ha pasado en
tantos países ocupados o intervenidos militarmente por tropas extranjeras,
Afganistán se convirtió en un polvorín con demasiadas armas que ahora están
tomando los talibanes. Ya en 2004 la población se quejaba de que los tanques
estadounidenses que se paseaban por pueblos y ciudades apuntaban sus cañones
hacia abajo, hacia la calle, hacia la gente. Las tropas estadounidenses han
sido percibidas en sectores importantes de la población como elementos
hostiles. No en vano, la cárcel secreta de Bagram, gestionada por EEUU, fue
escenario de torturas y violaciones sistemáticas de los derechos humanos. Entre
sus paredes se generaron traumas y enorme sufrimiento, al igual que en
Guantánamo, por donde pasaron algunos de los hombres que ahora engrosan las
filas de los talibanes.
Ataques de EEUU y sus aliados contra civiles
En estos veinte
años de ocupación militar se han registrado multitud de ataques contra civiles
perpetrados por las tropas de Washington y sus aliados. Solo entre enero y mayo
de 2019 los ataques de EEUU y la OTAN mataron a 145 civiles, la mitad de ellos
mujeres y niños. En total las fuerzas estadounidenses y sus aliados –incluidas
las fuerzas afganas– mataron en ese periodo a más civiles –305– que los
talibanes.
Entre enero y
noviembre de 2008 los ataques de las fuerzas internacionales –principalmente
los bombardeos estadounidenses– provocaron la muerte de unos cuatrocientos
civiles, muchos de ellos mujeres y niños. Buena parte de los casos, dados a
conocer por testigos directos, fueron denunciados por oficiales de la
Administración afgana y reconocidos por la propia OTAN. En algunas operaciones
durante estas dos décadas de atrás los aviones estadounidenses han matado a más
de noventa civiles en un solo ataque.
Hace unas horas la
activista afgana Fatima Ayub recordaba en las redes sociales que «hace once
años las fuerzas estadounidenses asesinaron a ocho miembros de mi familia,
mientras dormían en plena noche. ¿Qué nueva miseria aguarda ahora?». Y añadía:
«La mayoría de la gente es incapaz de darse cuenta de que 20 años de guerra
produjeron el peor resultado posible. Entonces, ¿por qué ayudaría más violencia
y muerte?».
La paz solo llega
con inversión en educación y sanidad públicas, con libertad, con democracia,
con políticas de igualdad. No con injerencias militares al servicio de
intereses ajenos a los de la población, ni con «inversiones» corruptas, ni con
bombas, ni con el suministro de armamento. Eso solo perpetúa la violencia.
En 2004 Abdul, un
refugiado afgano alojado en la periferia de Kabul –cuya historia relato en el
libro El hombre mojado no teme la lluvia– me decía que «si Estados Unidos
gastara menos en esfuerzos militares y más en planes humanitarios, quizá esta
población aceptaría mejor a sus tropas». En 2006, en la capital afgana, entrevisté
por segunda vez a Massuda Jalal, una médica que se había presentado un par de
años antes como candidata en las elecciones presidenciales:
«Las afganas siguen
sufriendo como siempre –me dijo Massuda– Son víctimas de matrimonios forzados a
muy temprana edad, muchas soportan la violencia doméstica y apenas tienen
acceso a un asesoramiento legal. Es para alarmarse: Hay una expresión que aún
se usa en las áreas rurales que dice que una mujer debería tener su primera
regla en casa de su marido, y algunos padres se empeñan en hacer que sus hijas
lo cumplan».
Los ‘señores de la guerra’ aliados de Washington
Ese mismo año la
diputada Malalai Joya recibió insultos y amenazas en el propio Parlamento
después de que ella acusara a algunos diputados de haber sido criminales de
guerra. En 2007 fue inhabilitada por un periodo de tres años. Varias
organizaciones internacionales mostraron su apoyo a Malalai, así como seis
mujeres Premio Nobel e intelectuales como Naomi Klein o Noam Chomsky. La
asociación Paz Ahora emitió un comunicado en el que señalaba que «el 21 de mayo
de 2007, con una amplia mayoría, el Parlamento dominado por señores de la
guerra y narcotraficantes inhabilitó a Joya por un periodo de tres años y
ordenó al Tribunal Supremo que abriera diligencias contra ella». Esos señores
de la guerra han sido, en muchos casos, los aliados de Estados Unidos en el
país.
En estos años, con
las tropas extranjeras en suelo afgano, mujeres emprendedoras y pioneras han
recibido continuas amenazas y agresiones. Muchas fueron asesinadas. Entre
ellas, la periodista Zakia Kaki, directora de una radio en la provincia de
Parwan, con programas dedicados a los derechos humanos, la educación y la
emancipación de las mujeres. En junio de 2007 le dispararon siete tiros delante
de su hijo de ocho años. Ser mujer y libre en Afganistán es difícilmente
compatible. Las integrantes de la organización afgana RAWA llevan denunciándolo
desde 1977. Algunas viven en Afganistán; otras muchas han optado por refugiarse
en el extranjero.
En 2008 lamentaron
en un comunicado que tras la invasión de su país «los sufrimientos y actos
depravados contra las mujeres no se han reducido; es más, ha aumentado el nivel
de opresión y la brutalidad que día a día afecta a la población más débil de
nuestra sociedad. El gobierno corrupto y mafioso y sus guardianes
internacionales están jugando de manera desvergonzada con el intolerable
sufrimiento de las mujeres afganas, al que usan como su instrumento de
propaganda ante la gente engañada de todo el mundo».
En 2019, dieciocho
años después de la invasión y ocupación estadounidense de Afganistán,
justificada por muchos porque iba a «liberar a las mujeres», Estados Unidos
inició una negociación con los talibanes, excluyendo la presencia de mujeres en
las reuniones y sin poner encima de la mesa la necesidad de luchar contra la
violencia machista a través de medidas legislativas.
En ese momento
diputadas y activistas afganas exigieron participar, pero Washington las
mantuvo fuera en los primeros encuentros. «Están negociando a puerta cerrada,
sin transparencia, los talibanes quieren aplicar la sharia, estamos muy
preocupadas», me dijo entonces Sima Samar, directora de la Comisión
Independiente de Derechos Humanos de Afganistán. El cambio de Gobierno en
Washington no ha significado una modificación en los planes. El presidente Joe
Biden apostó por proseguir con lo trazado por el Gobierno de Trump: negociación
con los talibanes y retirada de tropas.
Afganistán, como ‘una cabra entre dos leones’
Afganistán, punto estratégico
de Asia Central, importante lugar de paso para posibles rutas de hidrocarburos,
comparte frontera con Irán y China, entre otros países. Su situación geográfica
explica que a día de hoy siga siendo un tablero clave de lo que en el siglo XIX
se llamó el Gran Juego, cuando Reino Unido y Rusia se disputaban la influencia
en la región. Londres no logró dominar del todo aquel territorio y su tropas
terminaron derrotadas y expulsadas en 1919. En los años setenta Estados Unidos
no dudó en financiar a muyahidines para que lucharan contra la URSS en
territorio afgano. Aquellos señores de la guerra que recibieron millones de
Washington se convertirían posteriormente en el germen de los talibanes.
Desde entonces
Afganistán, un Estado bisagra, es un escenario en el que ya no solo Moscú o
Washington, sino China y algunos países de la región –Irán, India, Pakistán– se
disputan intereses y liderazgo. En 1897 un por entonces joven periodista
llamado Winston Churchill, futuro primer ministro británico, destinado en
Afganistán con las tropas inglesas, escribió que aquel era un país en el que
«todo hombre es un soldado» y en el que «la mano de todo hombre está contra la
del otro, y todos a su vez contra el extranjero».
En 1900, el emir
afgano Abdul Rahman Khan, tras veinte años en el poder –y con un país en el que
se habían librado ya dos guerras contra los ingleses y que servía de escenario
para el pulso que mantenían Londres y Moscú– se preguntó cómo Afganistán, que
se encontraba «como una cabra entre dos leones o como un grano de harina entre
dos enormes ruedas de molino, podría sostenerse en medio de las piedras sin ser
reducido a polvo».
Washington invadió
Afganistán porque quería demostrar que respondía ante los atentados del 11S. Su
objetivo no fue mejorar la vida de los afganos o democratizar el país. En
veinte años de ocupación lo ha dejado claro. En un mundo idílico podemos creer
en los unicornios. Pero en la vida real las invasiones con ejércitos buscan
intereses propios que a menudo chocan con los de la población autóctona. Y en
medio de todo ello, las mujeres suelen ser un argumento de quita y pon para
justificar operaciones militares y estrategias geopolíticas.
Ahora parece que
las afganas preocupan, al fin. Veinte años tarde. No son las únicas que viven
una terrible opresión. Pero la geopolítica decide quiénes merecen atención y
quiénes no (ahí están las saudíes, por ejemplo). Las personas refugiadas en
Europa son estigmatizadas en demasiados sectores, algunos de los cuales ahora
se echan las manos a la cabeza ante la situación de Afganistán. Ayer Europa
deportaba a la población afgana o la encerraba en centros de internamiento,
ante demasiados silencios. Hoy la hipocresía pública lanza SOS por ella.
Esperemos que ahora sí toque.
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