NARCOS USA
Cuando en
1971 Nixon declaró las drogas como el enemigo público número uno, comenzó una
guerra que aún sigue condicionando la mayoría de las políticas de salud
pública, las relaciones internacionales y la política interna de muchos países
SILVIA COSIO
Nancy Reagan en un acto de la campaña en la Casa Blanca, en mayo de 1986
Cuando en 1971 Richard Nixon declaró las drogas como el enemigo público número uno, comenzó una guerra que, cincuenta años después, sigue condicionando la mayoría de las políticas de salud pública, las relaciones internacionales y la política interna de muchos países, especialmente americanos. El triunfo electoral de Nixon se debió en parte a la reacción de las clases medias ante los cambios políticos y sociales que las generaciones posteriores estaban imponiendo a la sociedad norteamericana y al problema racial. El presidente basó su campaña electoral en señalar a la izquierda pacifista y a los afroamericanos como los enemigos de América. Gracias a la guerra contra las drogas conseguía asociar a sus enemigos políticos con actividades no solo
ilegales –los hippies con la marihuana, los afroamericanos con la heroína– sino también antiamericanas e inmorales. Con la creación de la DEA en 1973 la nueva estrategia quedó finalmente consolidada. Salvo el tímido intento de la administración Carter por revertirlo, tanto demócratas como republicanos han continuado con el legado de Nixon a lo largo de casi cinco décadas. De esta manera, las drogas pasaron de ser un problema sanitario y social a convertirse en un problema moral y de seguridad pública. Pocos países se han podido sustraer a este tipo de estrategia para abordar el problema de la drogadicción y el narcotráfico. Estados Unidos ha utilizado la guerra contra las drogas como excusa para interferir en terceros países y para imponer políticas coloniales.
La llegada de la era Reagan
significó una vuelta de tuerca y una radicalización de las políticas antidroga
que coincide además con un episodio de pánico moral sobre el consumo de drogas
entre los jóvenes. El aumento del consumo de drogas entre la población
incrementó los niveles de delincuencia asociados con el consumo y la venta de
sustancias estupefacientes. Pero en vez de hacer campañas de prevención y
educación, la aproximación al problema desde la perspectiva moralista y
punitivista propia del reaganismo no hizo más que empeorar el problema. Con la
campaña “Just say no” el consumo de drogas pasó de un asunto de salud pública a
una cuestión de responsabilidad individual, obviando que el aumento del consumo
hundía sus raíces en la desigualdad social y en el racismo sistémico. Tanto
Reagan como Bush sostuvieron iniciativas que sustituyeron las intervenciones
sociales y los planes de apoyo y desintoxicación por leyes que criminalizaban
el consumo de drogas, igualando así a las víctimas del tráfico con sus
victimarios. A medida que el presupuesto de los planes estatales contra las
drogas se multiplicaban por diez, se incrementaba el número de personas
encarceladas por delitos relacionados con las mismas, principalmente
consumidores y pequeños traficantes, mientras que se mantenían estables los
niveles de consumo. Además de ineficaces, esas políticas tienen un fuerte sesgo
racial: cada año se arresta a un millón y medio de personas por delitos
relacionados con las drogas, medio millón de ellas acaban encarceladas; otros
estudios apuntan hacia el millón de encarcelados al año. El veintisiete por
ciento de esas personas son afroamericanos, de hecho uno de cada cinco varones
afroamericanos acabarán encarcelados por delitos relacionados con las drogas.
Salvo el tímido intento de la
administración Carter por revertirlo, tanto demócratas como republicanos han
continuado con el legado de Nixon a lo largo de casi cinco décadas
Pero fue durante la presidencia
del demócrata Clinton cuando estas políticas se llevaron a su extremo con la
aprobación del Violent Crime Control and Law Enforcement Act que supuso el
mayor incremento de la población carcelaria en Estados Unidos (principalmente de
personas afroamericanas) de la historia. Esta ley no solo amplió el número de
delitos a los que aplicar la pena de muerte –de la que Bill Clinton siempre se
ha confesado un ferviente partidario y que le hizo muy popular en su época de
gobernador de Arkansas–, sino que además implantó la cadena perpetua como
condena obligatoria a partir de la tercera condena, con independencia del tipo
de delito, y permitió que los menores de trece años pudieran ser juzgados como
adultos. Este endurecimiento punitivista no consiguió, sin embargo, bajar los
índices de delincuencia y condenó a la pobreza a cientos de comunidades,
especialmente las racializadas, pues una condena implicaba en muchas ocasiones
la pérdida del derecho al voto, a las ayudas sociales, la imposibilidad de
acceder a ciertos tipos de trabajo e incluso la pérdida del carnet de conducir.
No por nada estas leyes han sido calificadas por los movimientos de defensa de
los derechos civiles y por los activistas antirracistas como las nuevas leyes
de Jim Crow.
Son muchas las voces que en la
actualidad ponen en cuestión la guerra contra las drogas por ineficaz y por
haber supuesto una enorme pérdida de recursos económicos y humanos. También por
haber contribuido a la criminalización de la comunidad afroamericana, perpetuar
la pobreza en los barrios más desfavorecidos, haber creado una subclase social
entre los expresidiarios y porque además, en ningún momento, ha servido a su
objetivo final, combatir el uso y el abuso de drogas. En 2010 Barack Obama
modificó parte de la legislación con la intención de corregir la desproporción
en las penas dependiendo del color de la piel de los acusados. Joe Biden ha
tomado el relevo de Obama y no solo ha reconocido el error que ha supuesto la
estrategia punitivista, también ha abogado por una aproximación mucho más
compasiva.
Si la política de la guerra
contra las drogas ha demostrado ser catastrófica y contraproducente en política
interior, sus consecuencias en política exterior son aún más terribles. La gran
mayoría de países se ha inspirado en la estrategia estadounidense para elaborar
sus legislaciones sobre las drogas, aunque con ciertos matices. En España el
Primer Plan Nacional sobre Drogas (PNSD) fue desarrollado en 1985 por el
gobierno de Felipe González cuando la heroína que entraba a través de la Costa
da Morte asolaba los barrios periféricos. Sin embargo, desde el principio se
buscó un equilibrio entre la parte punitivista y la preventiva. A pesar de que
el grueso del presupuesto se destina a las actuaciones policiales y a la
persecución del blanqueo de capitales y de los narcotraficantes –ahora
radicados en el Campo de Gibraltar aunque los narcos gallegos de los ochenta
siguen, de vez en cuando, protagonizando titulares–, ha sido en la parte sanitaria y asistencial
donde la estrategia española ha demostrado sus mayores éxitos. Especialmente el
programa de dispensación de metadona que salvó incontables vidas y que en la
actualidad sigue activo en muchos barrios. En 2020 en España cumplían condena
55.000 personas, de las cuales unas 8.000 estaban encerradas por delitos contra
la salud pública –es decir, relacionados con las drogas–. La estadística
aumenta si tenemos en cuenta otro tipos de delitos que están relacionados con
el consumo y abuso de drogas como los delitos contra la seguridad vial, los
delitos contra el patrimonio o contra el orden público.
Pero otros países no han sido tan
afortunados. En Filipinas el presidente Duterte llegó a la presidencia en parte
por su promesa electoral de matar a los delincuentes, especialmente a los
narcotraficantes. Tras haberse inventado, con la complicidad de la prensa, un
problema con el abuso de drogas en Filipinas –llegó a hablar de tres millones
de adictos cuando las estadísticas oficiales hablan de 1,8 millones de
consumidores, la gran mayoría de ellos consumidores esporádicos de cannabis–,
su guerra contra las drogas se estima
que ha costado la vida, mediante operaciones policiales y ejecuciones
extrajudiciales, a unas 20.000 personas, de las que más de 50 fueron menores de
edad y entre las que se encuentra el ciudadano español Diego Bello. Pero ha
sido en países como Colombia, México y Panamá donde la guerra contra las drogas
se ha mostrado tan ineficaz como intrusiva. En dichos países los intereses
estratégicos, comerciales y políticos de EE.UU. se mezclan con la lucha contra
el narcotráfico. Con la excusa de luchar contra los productores (Colombia) o
los distribuidores (México y Panamá), Estados Unidos no ha dudado en intervenir
en dichos países y ha contribuido a desestabilizar la zona y a perpetuar la
violencia política y la pobreza. Más allá de operaciones más o menos vistosas y
exitosas como el asesinato de Pablo Escobar o la condena del Chapo, lo cierto
es que la estrategia ha sido un auténtico fracaso. Mientras la DEA colabora con
las autoridades colombianas o mexicanas, la CIA entrena y financia las
guerrillas de extrema derecha o trafica con drogas para financiar sus
operaciones secretas.
Muchas son las voces que en esos
países se han escuchado, a pesar del peligro que en muchas ocasiones supone
romper la ley del silencio, denunciando las consecuencias de una estrategia
violenta y empobrecedora y poniendo sobre la mesa que el mayor consumidor de droga es Estados
Unidos y que ninguna política efectiva contra el tráfico de drogas tiene
sentido si no se hacen políticas de salud pública basadas en la prevención.
Mientras no exista un compromiso
en firme para acabar con la desigualdad, la pobreza y la corrupción política,
pero también con los paraísos fiscales y los subterfugios financieros que
permiten el blanqueo de capitales, hasta que no asumamos que, como consumidores
de ciertos tipos de drogas recreativas, estamos contribuyendo a la rueda de la
violencia, y por mucho que las estrategias nacionales e internacionales para
acabar con el narcotráfico ensayen enfoques nuevos menos punitivos que pasen
por la legalización de algunas sustancias y por la prevención, la educación y
la rehabilitación, me temo que tendremos episodios de Narcos para rato.
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