TIERRA QUEMADA
ELISABETH DUVAL
Arde el Mediterráneo mientras el informe del IPCC advierte de que los efectos del cambio climático ya son irreversibles y modificarán el planeta en el que vivimos por los próximos siglos o incluso milenios. Mientras tanto, la derecha se empeña en lanzar polémicas estériles sobre la incorporación de una perspectiva socioafectiva al estudio de las matemáticas, sin prestar atención ni a decretos, ni a leyes, ni informes, ni planes: su simple ignorancia les basta para ser felices en su mundo y escandalizarse, ya no por un planeta que arde, sino ante vacíos y muñecos de paja, mentirijillas y escandalitos feministas. Se quema Grecia y el gran problema de la humanidad es que alguien quiera que más mujeres se vayan por ramas de ciencias. Podríamos decir que han perdido el norte, pero nunca han tenido cosa que se le parezca: su centro de gravedad permanente siempre ha sido el vacío, con los ojos llenos de chiribitas y las columnas repletas de banalidades. Le dan la espalda al mundo y debaten sobre lo indignante que es el sexo de los ángeles: ¿Quién da más?
Hoy me preguntaban
cómo veía yo el futuro y yo pensaba en las imágenes de hace un mes del incendio
en el Golfo de México, en la Sonda de Campeche, a pocos metros de una
plataforma petrolera. Esas imágenes, de violencia inaudita, me parecerían
absolutamente arrebatadoras: el mar ardiendo era lo sublime dinámico, lo
enorme, inmenso, excesivo, monstruoso; la belleza que se cuela en medio de la
muerte, cuando la existencia responde silenciosamente en obediencia muda. El problema
es que somos nosotros los responsables y nos hemos elevado —como raza humana—
hasta parecer también una fuerza sobrenatural, un impulso dinámico proyectado
al infinito, un mecanismo que se activa y no puede llegar a pararse. Todo esto
no lo ha hecho Dios, sino que lo hemos hecho nosotros: qué potentes y qué
violentos, qué sobrecogedores, pues en nuestra desmesura nos hemos concebido lo
suficientemente importantes como para hipotecar la existencia de todas las
generaciones futuras. Y encima se nos exige que tengamos esperanza.
Cada vez pienso más
y con más fuerza que necesitamos ideas para vivir, las que sean; una de ellas
es la esperanza de que el mundo no se acaba aquí, de que no estamos condenados
a que todo se reduzca a una confederación de hubs aeroportuarios capaces de
dinamitar la naturaleza. Desearía que esta última se cobrara su venganza, pero
no solo: quisiera creer que, aunque sea demasiado tarde, la civilización
acabará dándose cuenta del significado de la palabra urgencia. Necesitamos un
mundo en el que reine la esperanza y no la muerte, la multiplicación
efervescente de posibilidades e imaginarios, la idea de que aún podremos no
superar los 1,5 grados centígrados "si hacemos reducciones
drásticas". Necesitamos concebir que habrá otras maneras de ser, otras
formas que poco tengan que ver con las nuestras; confío, a pesar de todo, en
que nos salvaremos de alguna manera u otra del desastre climático. Pero luego
escucho la conversación, tan ombliguista, y casi se disipan mis esperanzas: miro
al cielo y pienso que será rojo, como si un cometa le arrancara las nubes.
¿Qué le dijo la
serpiente a Eva? No moriréis, no; sino que sabe Dios que el día que comáis de
él, serán abiertos vuestros ojos, y seréis como Dios, sabiendo el bien y el
mal. ¿Cómo podríamos morir? Entre un bunker estrafalario, escapadas a Nueva
Zelanda o tentativas de imaginarse en el espacio exterior, los irresponsables
prosiguen con sus irresponsabilidades de toda la vida. Al resto nos toca la
tarea de imaginar cómo deshacernos de la irresponsabilidad; a los demás nos
toca comer el fruto que nos permita negar la muerte, separar el bien del mal.
Lo daremos todo por no acabar como Creonte; ya no tierra despoblada, sino
muerta, sin reyes ni capital que superen los límites físicos de la existencia.
No son fuerzas, no es lo sublime, no son infinitos, y demos gracias; sólo
gracias a eso podremos asegurarnos de que el mundo de mañana no siga con su
política de tierra quemada, de morir todos en barbecho.
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