LAS JUEGAS OLÍMPICAS
OTIS CORONA
El barón tenía un plan y un bigote larguísimo y necesitaba contar su plan a otros señores de bigotes larguísimos. Acuciados por la inminente llegada del siglo XX, los hombres se escuchaban unos a otros con reverencia, pues les gustaba aparentar que todas sus ideas eran geniales. Por eso, cuando Pierre de Coubertin les habló de la posibilidad de estrenar una competición que aunase los valores del deporte, la paz y la comprensión entre los pueblos, algunos se entusiasmaron y otros no las tenían todas pero no se atrevieron a negarse. Así fue, a grandes rasgos, como decidieron dar inicio a los Juegos Olímpicos modernos.
Esos hombres de
ideales nobles y mirada limpia no querían pasarse de modernos, por lo que
resolvieron que las damas quedaran al margen de las Olimpiadas. Por favor, no
crean que actuaron así movidos por el machismo ya que, como suele suceder con
los misterios a priori inescrutables, había una explicación: alguien tenía que
aplaudir a los atletas y otorgarles un trofeo al terminar sus gestas, y quién
mejor que las mujeres.
Contra todo
pronóstico, no se resignaron a ese papel simbólico. Las muy obtusas quisieron
correr, saltar, nadar y trotar como los hombres y por eso cuatro años después
se les permitió tomar parte, de forma no oficial, en un par de deportes aptos
para señoritas con la esperanza de que se callasen de una vez. Cualquier
persona con sentido común se habría conformado pero las mujeres, ya se sabe.
Tanto dieron la tabarra que en 1928 concurrieron oficialmente a los Juegos y se
les abrieron las puertas a seis disciplinas, además de cinco modalidades de
atletismo. ¿Tuvieron suficiente? No. Siguieron erre que erre hasta que les
permitieron participar en todas las disciplinas, capricho que se les otorgó en
poco más de un siglo. Cien años de nada.
"Por fin se
habrán quedado a gusto", pensarán ustedes. Qué va. En los Juegos que
acabaron hace unos días se mostraron más subiditas que nunca y algunas llegaron
incluso a olvidar que su principal misión como atletas es alegrar la vista del
espectador. Es el caso de las jugadoras de balonmano playa noruegas, que se
enfurruñaron porque no querían competir en bragas. Su Federación, lógicamente,
les impuso una multa que las habrá dejado bien domaditas, de todos es sabido
que no hay nada como la represión irracional para que la gente se conforme con
lo que sea.
Otras atletas
insisten en recordarnos que de vez en cuando llevan a cabo acciones de dudoso
gusto como menstruar, quedarse embarazadas, abortar, parir o amamantar.
Tremendo descaro el de Ona Carbonell, que solicitó presentarse en Tokio con su
hijo de pocos meses para no verse obligada a interrumpir su lactancia. Los
miembros del COI, comprensivos, concedieron el permiso para que el bebé viajase
a Japón con la condición de que permaneciese tres semanas encerrado con su
padre en la habitación de un hotel, a lo que la nadadora se negó porque las
mujeres, y sobre todo las madres, son unas tiquismiquis.
Algunas han
intentado pasarse de la raya. El lema olímpico más alto, más fuerte, más rápido
está bien para los hombres pero cuando se trata de las chicas conviene marcar
unos límites, ya que la naturaleza, otra insensata, a veces se equivoca. Por
eso, si una se excede con el Citius, Altius, Fortius, se la somete a un test
para certificar que es, efectivamente, una mujer. Uno de los casos más sonados
es el de Caster Semenya, y los de las namibias Christine Mboma y Beatrice
Masilingi, a las que se ha impedido competir en Tokio, son dos de los
recientes. Hay unas cuantas perjudicadas y casi todas (siéntense, no les vaya a
dar un soponcio con la sorpresa) son mujeres no blancas.
Entre todo el
batiburrillo de ingratas, atrevidas, gruñonas y lloricas, sale Simone Biles y,
boom, pone sobre la mesa el tema de los cuidados y la salud mental. La audacia.
¿Desde cuándo competir por un deporte tiene que ver con la salud? ¿Cómo que hay
que cuidarse?
Con la finalidad de
recordar a las chicas cuál es su sitio, algunos diarios patrios nos han ido
regalando titulares para que nos quede claro que el éxito deportivo de una
mujer nunca es completamente suyo: siempre tienen a mano un hombre al que
admiran, un entrenador, un novio y hasta un exnovio al que deben sus logros.
Menos mal que alguien les echa el freno. Imagínense unos Juegos en los que los
bebés pudiesen permanecer al lado de sus madres, las mujeres demostrasen ser
atletas extraordinarias sin dejar por ello de ser mujeres, las curvas de las
participantes no formasen parte del negocio, y la salud y el bienestar de las y
los participantes estuviese por encima de los récords mundiales. Si
presenciamos ese sindiós en un futuro, capaces son de renombrar los juegos del
pobre barón de Coubertin, que podrían pasar a denominarse Juegas Olímpicas.
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