PARA SEGUIR CON LA GUERRA ETERNA
La intervención de la
OTAN en Afganistan termina en una debacle. Mientras se desmorona el régimen
instalado por los ocupantes, la ofensiva talibán pone en vilo a las mujeres y
las minorías religiosas
PATRICK COCKBURN (BRECHA)
A mediados del mes pasado, pude ver cómo los talibanes recorrían el norte de Afganistán, tomando lugares que había visitado por primera vez en 2001, al comienzo de la guerra iniciada por Estados Unidos. Los combatientes talibanes se apoderaron del principal puente hacia Tayikistán en el Amu Daria, un río que yo había cruzado en una balsa difícil de manejar pocos meses después de que empezara el conflicto.
El último comando estadounidense de la gigantesca base aérea de Bagram, al norte de Kabul, que había sido el cuartel general de 100 mil soldados estadounidenses en el país, se retiró en plena noche, a comienzos de julio, sin informar siquiera a su sucesor afgano, quien dijo que se había enterado de la evacuación final de las tropas estadounidenses dos horas después de que se produjera.
La principal causa
de la implosión de las fuerzas gubernamentales afganas fue el anuncio del
presidente Joe Biden, el 14 de abril de 2021, de que las últimas tropas
estadounidenses abandonarían el país el 11 de septiembre (véase “Yankee, come
home”, Brecha, 21-V-21). Pero los reclamos de los generales estadounidenses y
británicos sobre el carácter precipitado del retiro, lo que no les dejaría
tiempo para preparar a las fuerzas de seguridad afganas para que puedan valerse
por sí mismas, son absurdos, ya que pasaron dos décadas sin conseguirlo.
Las analogías
simplistas con el Vietnam de 1975 son engañosas. Los talibanes no tienen en
absoluto el poderío militar del Ejército norvietnamita
Ahora que la
intervención militar occidental llega a su fin, cabe preguntarse qué hay detrás
de esta vergonzosa debacle. ¿Por qué hay tantos talibanes dispuestos a morir
por su causa, mientras que los soldados del gobierno afgano huyen o se rinden?
¿Por qué el gobierno afgano de Kabul es tan corrupto e inoperante? ¿Qué pasó
con los 2,3 billones de dólares que Estados Unidos lleva gastados en un intento
fallido por ganar una guerra en un país que sigue siendo terriblemente pobre?
De una manera más
general, ¿por qué la que hace 20 años fue presentada como una victoria decisiva
de las fuerzas antitalibanes apoyadas por Estados Unidos se convirtió en la
actual derrota? Una de las respuestas es que en Afganistán –al igual que en
Líbano, Siria e Irak– la palabra decisiva no debería utilizarse para describir
una victoria o una derrota militar. No hay ganadores ni perdedores, pues hay
demasiados actores, dentro y fuera del país, que no pueden admitir una derrota
ni aceptar la victoria del enemigo.
Las analogías
simplistas con el Vietnam de 1975 son engañosas. Los talibanes no tienen en
absoluto el poderío militar del Ejército norvietnamita. Además, Afganistán es
un mosaico de comunidades étnicas, tribus y regiones difícil de gobernar para
los talibanes, cualquiera que sea el futuro del gobierno de Kabul.
La desintegración
del Ejército y de las fuerzas de seguridad afganas precipitó el ataque de los
talibanes, que, en general, encontraron poca resistencia, lo que les permitió
obtener avances territoriales espectaculares. Estos rápidos cambios en la
situación del campo de batalla en Afganistán son tradicionalmente alimentados
por individuos y comunidades que se pasan rápidamente al bando ganador. Las
familias envían a sus jóvenes a luchar tanto por el gobierno como por los
talibanes, como una forma de asegurarse. Las rápidas capitulaciones de ciudades
y distritos evitan las represalias, mientras que una resistencia demasiado
prolongada desembocaría en una masacre.
La ayuda pakistaní
y la resistencia a la invasión
En 2001 se produjo
una situación similar. Mientras Washington y sus aliados locales de la Alianza
del Norte (conocida oficialmente como Frente Islámico Unido por la Salvación de
Afganistán) se felicitaban por su fácil victoria contra los talibanes, estos
últimos regresaban indemnes a sus pueblos o cruzaban la frontera con Pakistán
en espera de tiempos mejores. Y los tiempos mejores llegaron cuatro o cinco
años después, cuando el gobierno afgano había hecho todo lo posible para
desacreditarse a sí mismo.
La gran fuerza de
los talibanes radica en que el movimiento siempre contó con el apoyo de
Pakistán, un Estado con armas nucleares, un poderoso Ejército, una población de
216 millones de habitantes y una frontera de 2.600 quilómetros con Afganistán.
Estados Unidos y Reino Unido nunca lograron realmente entender que si no
estaban preparados para enfrentarse a Pakistán, no podrían ganar la guerra.
Los talibanes
cuentan, además, con un núcleo de comandantes y combatientes fanáticos y
experimentados, implantados en la comunidad pastún. Los pastunes representan el
40 por ciento de la población afgana. Un coronel pakistaní al mando de tropas
irregulares pastunes al otro lado de la frontera afgana me preguntó cuáles eran
los esfuerzos hechos por Estados Unidos y Reino Unido para “ganarse los corazones
y las conciencias” en el sur de Afganistán, densamente poblado por pastunes.
Para él, las posibilidades de éxito eran mínimas, porque la experiencia le
había enseñado que un rasgo central de la cultura pastún es el “odio profundo a
los extranjeros”.
La propaganda sobre
la “construcción de la nación” gracias a los ocupantes extranjeros en
Afganistán e Irak ha sido siempre condescendiente e irrealista. La
autodeterminación nacional no es algo que pueda ser promovido por fuerzas
extranjeras, por muy bien intencionadas que sean. Son fuerzas que siguen,
invariablemente y por encima de todo, sus propios intereses. La dependencia del
gobierno afgano con respecto a estas lo desacreditó ante los afganos,
privándolo de arraigo en su propia sociedad.
El descrédito del
régimen colonial
Las cantidades
enormes de dinero disponibles gracias a los gastos estadounidenses engendraron
una elite cleptocrática. Estados Unidos gastó 144.000 millones de dólares en
desarrollo y reconstrucción, pero alrededor del 54 por ciento de los afganos
viven por debajo de la línea de pobreza, con ingresos inferiores a 1,9 dólares
por día.
Un amigo afgano que
trabajó en el pasado en la Agencia Estadounidense para el Desarrollo
Internacional me explicó algunos de los mecanismos que permiten que prospere la
corrupción. Me dijo, por ejemplo, que los responsables de la ayuda
estadounidense en Kabul pensaban que era demasiado arriesgado para ellos
visitar personalmente los proyectos que financiaban. Así, en lugar de verlos
directamente, se quedaban en sus oficinas fuertemente protegidas y como toda
referencia tenían fotografías y videos que les mostraban el avance de estos.
De vez en cuando
mandaban a un empleado afgano, como mi amigo, para que viera por sí mismo lo
que ocurría. En una visita a Kandahar para supervisar la construcción de una
planta de envasado de verduras, descubrió que una empresa local, algo así como
un estudio de cine, se dedicaba a filmar imágenes muy convincentes de obras
construidas a cambio de una remuneración. Con extras y un telón de fondo
adecuado, mostraban a los supuestos empleados clasificando zanahorias y papas
en un depósito, pese a que nada de eso existía en realidad.
En otra
oportunidad, el funcionario afgano encargado de la ayuda encontró pruebas de
fraude, pero esta vez nadie trató de ocultarlo. Después de buscar en vano un
criadero de pollos, cerca de Jalalabad, que había recibido un financiamiento
muy importante, pero que no existía, ubicó a sus propietarios, los que le
indicaron que la ruta hasta Kabul era muy larga. Habiéndolo interpretado como
una amenaza de muerte si los denunciaba, guardó silencio y renunció a su puesto
poco después.
Es cierto que la
ayuda extranjera ha permitido la construcción de verdaderas escuelas y
clínicas, pero la corrupción carcome todas las instituciones gubernamentales
(véase “La corrupción afgana derrota a Estados Unidos”, Brecha, 9-X-14). En el
plano militar, la corrupción se traduce en «soldados fantasma» y en puestos de
avanzada amenazados por la falta de alimentos y municiones suficientes.
Nada de esto es
nuevo. Cuando, a lo largo de los años, visitaba Kabul u otras ciudades, tuve
siempre la impresión de que el apoyo a los talibanes era limitado, pero que
todo el mundo consideraba a los funcionarios como parásitos a los que había que
evitar o, si no, sobornar. En Kabul, un próspero agente del mercado
inmobiliario –en principio, un sector poco propenso a los cambios radicales– me
dijo que era imposible que un sistema tan impregnado de corrupción «pudiera
mantenerse sin una revolución».
Tras el fracaso del
gobierno, los talibanes confían en que podrán volver al poder dentro de un año.
Esta perspectiva aterroriza a mucha gente. ¿Cuál será la reacción de los 4
millones de habitantes de la minoría hazara, por ejemplo, que son chiitas y se
sienten cercanos a Irán? A principios de este año, en Kabul, 85 niñas hazaras y
sus maestras murieron víctimas de un atentado con bombas a la salida de la
escuela. Como en 2001, la guerra eterna en Afganistán está lejos de terminar.
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