EL CAPITALISMO VERDE ES EL
NUEVO NEGACIONISMO
Hoy, la
exigencia de una planificación democrática que contrarreste la anarquía del
mercado y el poder concentrado de los capitalistas es una exigencia nada menos
que para nuestra supervivencia.
POR ZARAH SULTANA
No hace tanto tiempo que uno de los mayores obstáculos contra el activismo medioambiental era el negacionismo del cambio climático. En una táctica financiada en secreto por la industria de los combustibles fósiles, la ciencia fue ferozmente desacreditada. La desinformación se disparó constantemente para ocultar una realidad mortal.
Hoy en día, con algunas notables excepciones, son pocos los que niegan las pruebas del cambio climático. Ese debate finalmente está caduco. Incluso el gigante petrolero Shell se ve obligado a admitir la emergencia climática, habiendo implorado recientemente en un tuit que nos planteemos “¿Qué estás dispuesto a hacer para ayudar a frenar las emisiones?”
Pero la resistencia
a entender correctamente el cambio climático aún no se ha eliminado del todo.
Más bien, nos enfrentamos a una forma diferente y más sutil de negacionismo
climático.
Esta perspectiva no
niega la ciencia de la emergencia climática: niega su política. Pretende que
con un ajuste aquí, o una modificación allá, se puede evitar el desastre. Actúa
como si el sistema, tal y como lo conocemos, fuera viable, centrándose en
fomentar el uso de bolsas reutilizables. Sugiere que la crisis climática es una
cuestión de consumo personal, como si un cambio en las preferencias de consumo
pudiera ser suficiente para evitar un desastre climático.
Esta fantasía
liberal tiene como compañera otra noción engañosa: el llamado “Antropoceno”. Un
concepto cada vez más popular entre académicos y activistas por igual, sugiere
que los humanos en general somos responsables del aumento del dióxido de
carbono en la atmósfera, pasando de 280 partes por millón en 1750 a 417 en mayo
del año pasado.
Este enfoque de la
crisis climática es similar al tipo de pensamiento del establishment que culpan
de los graves males sociales –como la pobreza y el analfabetismo– a la sociedad
en su conjunto, en lugar de al sistema económico que los causa y a la riqueza
de unos pocos que tienen poder para mitigarlos.
La tesis del
Antropoceno tiene también un lado aún más preocupante. Si se puede culpar a la
humanidad colectivamente de los males del planeta, entonces, según la lógica,
una reducción de la población mundial podría ser una solución. Fue Thomas
Malthus quien en el siglo XVIII llegó a esta conclusión, pero no han faltado
neomaltusianos desde entonces.
La tesis maltusiana
de la superpoblación fue criticada por Marx y Engels, que la calificaron de
“difamación del género humano”. Para los socialistas, Malthus había culpado
erróneamente a la humanidad de un sinfín de problemas que en realidad se
derivaban de un sistema social. Si las cosas se produjeran y distribuyeran en
función de las necesidades humanas y no del crecimiento capitalista, y si la
tecnología se dirigiera a los mismos fines, no habría razón para que la
humanidad no viviera en armonía con el planeta.
Las pruebas
respaldan esta tesis. Un informe redactado por el Carbon Disclosure Project en
2017 mostró que 100 empresas son responsables del 71% de las emisiones
mundiales de carbono desde 1988. En 2019, un estudio similar del Climate
Accountability Institute descubrió que sólo 20 empresas son responsables del
35% de todas las emisiones de dióxido de carbono y gas metano relacionadas con
la energía a escala mundial desde 1965.
En otras palabras,
nuestro problema no es el Antropoceno. Nuestro problema es el capitalismo. El
colapso ecológico al que nos enfrentamos hoy en día puede atribuirse en su
totalidad a la gran acumulación de recursos planetarios por parte de una élite
minoritaria, que nos está conduciendo hacia el cambio climático a través de su
codicia. El capitalismo es un sistema de alta concentración de poder. Y ya sea
como consumidores individuales –con sus jets privados y su consumo excesivo y
exuberante– o como capitalistas en la economía internacional –forzando una
mayor extracción de petróleo y gas o llevando la producción a lugares más
baratos y contaminantes–, la clase dominante tiene un impacto enormemente
desproporcionado en nuestro clima.
En una sociedad de
clases, los deseos de una ínfima minoría tienen prioridad sobre la
supervivencia de todos, ya que el capitalismo nos condena a una acumulación
infinita. Tanto los capitalistas como los trabajadores están bajo la égida del
mercado: vender o perecer. El capital, como decía Marx, es “valor
autovalorizante”: la riqueza se ve obligada a generar más riqueza.
Mientras destruimos
el suelo que pisamos y anunciamos el aumento de las cifras del PIB en nuestro
planeta finito, el orden social actual se asemeja a un culto a la muerte. La peculiaridad del capitalismo es que es un
sistema tanto de poder de clase como de dominación universal , y ambos impulsos
lo hacen doblemente tóxico para el medio ambiente.
Cada vez es más
popular la tesis de que el capitalismo como sistema, y no la humanidad como
especie, es el responsable de la crisis medioambiental. El libro Fossil
Capital, del sueco Andreas Malm, explora el papel que desempeñó en esta
dinámica el uso de la máquina de vapor durante la Revolución Industrial
inglesa, argumentando que la lógica del capital –y especialmente su deseo de
subordinar a la fuerza de trabajo– fue crucial para el surgimiento de
tecnologías que contribuirían al cambio climático.
Jason Moore,
historiador y sociólogo medioambiental de la Universidad de Binghamton, va más
allá. Afirma que no estamos atravesando el Antropoceno sino el Capitaloceno,
señalando que la mayor parte de las emisiones globales provienen de la
producción, algo sobre lo que la mayoría de la población tiene poco o ningún
control. En nuestras economías, los medios de producción siguen estando
realmente en manos de la empresa privada, en manos de los capitalistas.
Una vez que el
problema se atribuye al capitalismo, las soluciones son mucho más evidentes. Si
el capitalismo significa poder de clase y búsqueda incesante de beneficios, el
socialismo debe significar poder democrático y producción según las
necesidades. Estas dos cosas deberían ser nuestro norte en la lucha contra el
cambio climático.
Apuntar al consumo
absurdo e innecesario de la clase capitalista sería un primer paso. El objetivo
principal, sugiere Moore, debería ser conseguir el control colectivo de los
medios de producción, una forma de garantizar que lo que se produzca hoy no
sólo sea lo más rentable, sino lo mejor para la sociedad y el planeta en su
conjunto.
Piensa en los
beneficios que esto podría aportar. En lugar de pasarnos la vida encadenados a
nuestro trabajo, podríamos tener un control democrático y planificar nuestros
recursos y nuestro trabajo. Podríamos
establecer objetivos climáticos y alcanzarlos al mismo tiempo que garantizamos
el aumento del nivel de vida de la mayoría de la población, mediante la
redistribución de la riqueza, la organización eficaz de la producción y
también, simplemente, más tiempo libre.
Y las políticas de
bienestar climático podrían tener beneficios aún más amplios. Hay muchos
hogares que necesitan el uso de aislamiento térmico, paneles solares y turbinas
eólicas. Podríamos formar a toda una generación de trabajadores para empleos
verdes, para que ayuden a arreglar el clima en lugar de contaminarlo más. Los
Estados pueden hacerlo, pero sólo si toman la riqueza de los capitalistas y la
utilizan para fines comunes y útiles, en lugar de para fines privados y
lucrativos.
Esa es la necesidad
de un Green New Deal o Nuevo Pacto Ecosocial, cuyo radicalismo no hace más que
crecer a medida que se avecina el desastre climático. Sus alternativas no nos
ofrecen un futuro: el capitalismo verde, favorecido por el centro liberal, no
aborda las tendencias ecológicamente destructivas en el corazón de nuestro
sistema. O, peor aún, el ecofascismo: una ideología creciente que pretende
aislar a una pequeña minoría occidental de las consecuencias del desastre
climático, mientras obliga a la empobrecida población mundial a pagar el
precio.
Este programa
medioambiental de la extrema derecha arroja luz sobre otro aspecto de nuestra
lucha. El capitalismo es un sistema global. Por lo tanto, cualquier resistencia
a este sistema debe cruzar las fronteras. Si no, sólo alimentaremos una
política medioambiental cada vez más exclusivista, más preocupada por la basura
que se tira en las calles de nuestras ciudades que por las inundaciones que
podrían desplazar a una de cada siete personas en Bangladesh en 2050.
Las decisiones
tomadas en las oficinas empresariales de Londres o Nueva York pueden contaminar
los ríos de Bangladesh o destruir los bosques tropicales de Brasil. Un Nuevo
Pacto Ecosocial que alimenta los coches eléctricos con baterías de litio
extraídas en condiciones insalubres en el Sur global no es suficiente.
Las coaliciones que
necesitamos para derrotar al capitalismo fósil ganarán poder uniendo a las
víctimas de las inundaciones, desde Alemania hasta Brasil, y a muchas otras en
un movimiento ecosocialista que hable en nombre del 99% del mundo a costa de
los capitalistas que se benefician de la contaminación, dondequiera que quieran
asolar la tierra.
Estos son los
primeros principios de un socialismo verde. Queda mucho por hacer para
completar los detalles, pero el movimiento de defensa del clima debe empezar
por abandonar ciertas ilusiones. Parafraseando una vieja cita, los que no
quieren hablar del capitalismo deben callar ante la devastación ecológica.
Lejos de ser un
problema, el Antropoceno puede ser una solución: la idea de que la humanidad
conduzca su destino colectivamente, haciendo historia deliberadamente a través
de las fronteras, en un proyecto común para mejorar las condiciones de vida.
Hoy, la exigencia de una planificación democrática que contrarreste la anarquía
del mercado y el poder concentrado de los capitalistas es una exigencia nada
menos que para nuestra supervivencia.
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