NO ERAN TURISTAS
ANÍBAL MALVAR
Nuestros viejos periódicos andan modificando en bucle su papiroflexia informativa para intentar acunar a sus lectores. Duerme, duerme, españolito. Si el episodio de Pedro Sánchez El sepulturero ya se fue agotando, y los presupuestos filoetarras de Bildu ya sonaban a delirantes últimos capítulos de Twin Peaks, ahora vuelven a la carga con la inmigración, con el África ens roba, con la invasión de los infieles y de los ultracuerpos, con toda esa bazofia de racismo apenas disimulado que tanto entretiene a las masas iracundas de la derecha.
El Mundo lleva hoy a su portada un reportaje de Chema Rodríguez sobre los vuelos patera, una simpática creación de los neolingüistas que nos viene a hacer creer que los migrantes son unos privilegiados que se desplazan en primera clase por nuestros vientos, a todo lujo, para venir a robarle el pan a nuestros compatriotas.
La crueldad de la expresión vuelos patera me hace daño. No sé a vosotros. Asocio la palabra patera a niños ahogados a los que las olas van depositando en nuestras playas, como si el océano nos dijera que esos muertos son nuestros, no suyos. Y lo dice un gallego, que si de algo sabemos los gallegos es de la crueldad del mar.
Pero si se pone uno
a decir vuelos patera ya la patera parece convertirse en nuestro imaginario en
una suerte de crucero, de yate o de Bribón. Después de criminalizarla, nuestra
derecha literaria pretende ahora turistificar la tragedia de la migración
forzosa. No son víctimas de nada, no vienen huyendo de la guerra y el hambre,
sino que llegan a España a disfrutar y a ponerse morenos con la complicidad del
gobierno socialcomunista, que lo que desea es mancillar la pureza de nuestra
sangre española mezclando razas e impedir que Ortega Smith vuelva a curarse de
la covid gracias al patriotismo de sus glóbulos.
Lleva El Mundo a su
portada de hoy la entrevista con una azafata anónima que "relata su
experiencia en un viaje entre Gran Canaria y Granada de hace tres semanas.
Subieron al avión 80 inmigrantes de los 130 pasajeros que tenía el vuelo patera",
escribe con soltura el intrépido periodista. Y remata con una frase de la
presunta azafata: "Iban organizados y uno de ellos los coordinaba".
Se queda uno con la
idea de que en ese avión, donde "no había ni mujeres ni niños",
volaba una centuria negra de invasores organizados al mando de un líder. La
idea del líder atrae evocaciones militares. Un tipo liderando a un grupo, con
una misión. Un listo.
"No eran
vulnerables para nada", añade la azafata apócrifa. "Hay que saber la
verdad", clamaba como si, tras la tragedia migratoria, una mano negra de
fuerza telúrica estuviera sobrevolando amenazante los cielos de España. Esta
gente, más que a la sombra suave de las musas, escribe bajo el imperio de unos
dílers inequívocamente lisérgicos.
"Se notaba que
no habían subido a un avión nunca antes, alguno no se había abrochado ni el
cinturón, se notaba muchísimo, no eran turistas", se escandaliza la
atribulada y anónima azafata low cost, como si no ser turista fuera un estigma
en España, una tara, una etiqueta que los convierte en carne no deseable, no
amable, no homologable en el mercado, amigo. No eran turistas, qué horror.
Recuerdo muchos
reportajes que escribí en tiempos para este mismo periódico, y en más de una
ocasión entrevisté a grupos de migrantes parecidos a los que protagonizan esta
historia. Lo que percibías, al hablar con ellos, era desorientación y miedo.
Claro que había un líder, como en cualquier grupo con un destino común, porque
es naturaleza humana, y hasta en los viajes organizados de El Corte Inglés se
acaba siempre erigiendo un líder de grupo, un cuñao con mando en plaza, un
baranda natural. A diferencia del baranda del viaje de El Corte Inglés, que
siempre os acaba perdiendo en la selva con zapatos de tacón, estos líderes
emanan tanta desorientación y miedo como los demás.
"Venían
enseñados sobre cómo debían comportarse". dice la azafata. Y el periodista
pone la coda: "Lucía hace especial hincapié en que lo que más le preocupó,
y le preocupa, es el destino de estos 80 magrebíes, que igual que embarcaron,
aterrizaron. Sin ruido y desapareciendo sin dejar, al menos por ahora,
rastro".
El final es digno
de Stephen King, abandonando al lector a la incertidumbre, al difuso temor de
lo que puedan perpetrar estos fantasmales negros que no dejan rastro.
Pero a mí, quien
más miedo me da en este nada catártico final, es el afamado periodista, que no
ha llamado al Ministerio del Interior para intentar explicarse estos sucesos.
Que no se ha preocupado en saber adonde han ido estas personas. Y por eso le
dan miedo. El miedo del manipulado. El miedo de la ignorancia y la
superstición. El más viejo del mundo. Pero aun funciona.
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