LOS PIJOS Y EL MOÑO DE PABLO IGLESIAS
DAVID TORRES
La semana pasada el diario El Mundo abrió un nuevo frente del periodismo político al publicar un reportaje sobre Díaz Ayuso en que especificaba que la presidenta de la Comunidad de Madrid se vestía y peinaba ella sola, sin ayuda de nadie. A raíz de las últimas y penúltimas declaraciones de Ayuso, el reportaje podía leerse como un acto de desagravio, un contrapunto a aquellas otras declaraciones de Ana Mato, cuando dijo que el mejor momento del día era por la mañana, cuando veía cómo la criada vestía a los niños.
El pijus magnificus
pepeniensis es un espécimen que ha evolucionado hasta el punto de ser capaz de
ponerse los pantalones por los pies y de aprender a aporrear una cacerola sin
necesidad de mayordomo: otro de los grandes éxitos de la lucha contra la
pandemia. Lo que no sé si citaba el reportaje de El Mundo es que el novio de
Ayuso es estilista y peluquero, lo cual apunta un doble mérito: no ya peinarse
ella sola, sino prescindir del hombre en un momento tan delicado para una
mujer. Es impresionante la labor en pro del feminismo de estas publicaciones.
Las cuales, de paso, han ampliado el refranero español: en casa del peluquero,
cabeza de Ayuso.
A mí me conmueven
desde siempre los esfuerzos de los niños de papá para presentarse como seres
humanos normales, criaturas corrientes y molientes de andar por casa, sin las
limitaciones impuestas por los chalés de tres plantas y los privilegios de
clase, esos estorbos de dinero, educación, lujo y etiqueta que son una lata,
como el instinto arácnido y la elasticidad para Spiderman. Los pijos sueñan con
llevar una vida normal, igual que Superman disfrazado detrás de las gafas de
Clark Kent, una existencia de peatón digna y anónima, libre de las exigencias
de clase, la billetera de la familia, los auxilios del Opus Dei y los contactos
de mamá y del tío Emilio. Porque un pijo siempre será él y sus circunstancias.
En la mili -ese
laboratorio sociológico que Abascal se perdió por culpa de su afición a los estudios-
conocí al vástago de uno de los grandes apellidos del país, un tipo que me
envidiaba la suerte de haber nacido pobre y haber crecido en uno de los barrios
más desfavorecidos de Madrid; no como él, que tuvo la desgracia de estudiar en
los mejores colegios de la capital y de ir a veranear a Chamonix. Entre las
motos, las estaciones de esquí y los palacetes con piscina no tuvo tiempo ni
oportunidad de curtirse el carácter: menos mal que su padre era amigo íntimo
del general en jefe de la Región Militar Pirenaica Occidental. Cuya capital es
Burgos, a mí que me registren.
Ayuso no es
exactamente una niña de papá, pero los pijos capitalinos la han adoptado como
tal, no se sabe muy bien por qué, quizá por su estilismo, quizá por su
intelecto, quizá por su currículum de monólogo interior de Snoopy. Un intento
del que Pablo Iglesias no ha salido muy bien parado, a pesar de que sabe
hacerse el moño él solo y de que, traicionando su pasado vallecano, se ha
comprado un casoplón en la sierra. Lo del moño en particular fue visto como un
intrusismo imperdonable, un patético experimento para borrar la coleta. La
propia Ayuso dio una cátedra al respecto la semana pasada, al explicar que la
ley es igual para todos, sí, pero no vaya usted a creerse que por eso es usted
igual que el rey Juan Carlos. Otro pobre niño de papá que lleva toda su vida
intentando ser normal y las circunstancias no le dejan.
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