LAS VENTAJAS DE NO VOLVER A
CASA POR NAVIDAD
Desde
la activación de recuerdos traumáticos a la exigencia de un estado de ánimo
concreto, los reencuentros familiares pueden convertirse en experiencias
extremas. O también en algo que te quita más de lo que te ofrece
FERNANDO BALIUS
Las navidades constituyen las fechas familiares por excelencia. Muy deteriorada tiene que estar la relación entre un individuo y su familia para que durante esos días no se produzca algún tipo de encuentro. Sin embargo, esta es también una de las múltiples realidades que el covid-19 ha trastocado por completo. Los acontecimientos se encadenan de tal manera que apenas tenemos tiempo para pensarlos, nos vamos acostumbrando a un desasosiego por entregas, ya sin la urgencia de los primeros meses. El espesor se ha hecho fuerte en nuestras cabezas y algunas personas nos alegramos profundamente de que por fin una de las muchas consignas repetidas a todas horas y por todos los medios sea tangible: “Esta Navidad es distinta”.
Leyendo hace poco
un artículo del epidemiólogo social Ichiro Kawachi sobre las desigualdades que
afloran a nivel de salud en la coyuntura actual, hubo una frase que se me quedó
clavada: “La pandemia altera la vida de todo el mundo, pero no de la misma
manera”. Pese a que el autor recurre a estas palabras cuando está reflexionando
acerca del abismo que separa a las clases acomodadas que se retiran a sus
segundas residencias a teletrabajar frente a quienes pierden su trabajo y son
desahuciados, creo que su alcance es mucho más amplio. De hecho, no soy capaz
de encontrar una situación o un acontecimiento que invalide dicha afirmación.
Es un antídoto contra las fotos fijas que asaltan nuestras pantallas una y otra
vez a la hora de hablar de pandemia y sus efectos.
Una Navidad donde
no se esté obligado a disfrutar por imperativo social, donde la presión
disminuya y con ello también lo hagan las posibilidades de romperse puede ser
una novedad
Porque lo cierto es
que la Navidad no es un único fenómeno al que podamos referirnos de manera
unívoca. Con ella se reproduce el tratamiento que desde que estalló la crisis
sanitaria se ha venido dando a la familia. Esta ha sido presentada como
salvaguarda del orden social desde instancias políticas y sanitarias, desde los
medios de comunicación y la publicidad. “Quedarse en casa”, que es lo correcto
y conveniente, equivale a quedarse con la familia. Pero con las familias pasa
como con las casas, hay muchas y muy distintas, y en algunas incluso falta el
aire. El reduccionismo caracteriza a la mayoría de los discursos sobre la
pandemia, se generan sin cesar fórmulas clausuradas que simplifican la
complejidad de la vida hasta casi el balbuceo. Poco importa a estas alturas
hasta qué punto es o no consciente este proceso, lo relevante son sus efectos y
las oportunidades que estamos perdiendo.
Al menos,
deberíamos aprovechar lo que está sucediendo para conocer mejor el mundo que
habitamos. O para ser más precisos, la amalgama de mundos que lo componen.
Estos no caben en titulares ni en infografías. Al igual que los confinamientos
y las restricciones han sacado a la luz convivencias extremadamente dolorosas y
limitaciones materiales, la imposibilidad de una Navidad normal nos permite
repensar cómo afrontan numerosas personas estas festividades. Quedarse en el
conjunto de renuncias a las que se ve abocada ahora la ciudadanía –planes,
celebraciones, viajes, tradiciones, eventos, etc.–, supone esconder bajo la
alfombra otras muchas renuncias que año tras año las precedieron. Las que han
sido llevadas a cabo por una multitud para la que las fiestas navideñas suelen
ser un mal trago.
Desde la activación
de recuerdos traumáticos a la exigencia de un estado de ánimo concreto, los
reencuentros familiares pueden convertirse en experiencias extremas. O también
sencillamente en algo que te quita más de lo que te ofrece. Los colectivos
sociales que trabajan en el campo de la salud mental lo saben. Es más, en los
grupos de apoyo mutuo –espacios donde personas que sufren psíquicamente
comparten conocimiento y afectos acerca de lo que les sucede– este es un tema
habitual cuando se encara la última quincena del año. No forzar, anticipar
situaciones críticas, limitar las visitas, inventariar posibles desencadenantes
o contar con psicofármacos para bajar la ansiedad son solo algunos ejemplos de
las ideas y recursos que suelen ponerse en común.
La perspectiva de
una Navidad diferente no es tan desalentadora para una parte más que
significativa de la población. Una Navidad donde no se esté obligado a
disfrutar por imperativo social, donde la presión disminuya y con ello también
lo hagan las posibilidades de romperse puede ser realmente una novedad. En un
momento histórico en el que los países occidentales han incrementado su ya
demencial consumo de hipnóticos, tranquilizantes, antidepresivos y
neurolépticos, la ingesta clandestina de Rivotril en reuniones familiares va a
ser menos frecuente que nunca.
La necesidad que
tiene la familia en tanto que sistema de demandar la adaptación de sus miembros
pocas veces es más fuerte que en una comida o cena navideñas. Y no siempre es
sencillo salir airoso de las pautas de interacción que allí entran en juego.
Pero eso es algo que saben los lectores que hayan llegado hasta aquí, otra cosa
es que no se hable de ello. Junto con el volver a encontrarse, con la
celebración, con frecuencia coexisten las inevitables comparaciones, los
rencores larvados, la evaluación más o menos explícita de los logros sociales
alcanzados, el consumo de alcohol y comida como si no hubiera un mañana, el simulacro…
los tabúes. Los malditos tabúes. Hijos que ocultan su sexualidad cada
Nochebuena, padres que hacen por lo posible para que nadie se entere de que uno
de sus vástagos ha tenido un ingreso psiquiátrico, ausencias que parecen haber
esperado doce meses para clavarse con más fuerza que nunca, comensales que
llevan meses intentando dejar de beber mientras el resto pierde los papeles
copa tras copa, cruces de miradas con personas que hundieron infancias. No nos
engañemos, todo esto también es la Navidad.
Me alegro muchísimo
por todos aquellos que evocan escenas de ensueño estas semanas. De veras, bien
por ellos, esperemos que en 2021 puedan volver a vivirlas. Yo me conformo con
mirar por las grietas que la irrupción del covid-19 ha dejado al descubierto
con la intención de aprender algo en mitad de esta devastación. La Navidad
siempre me pareció peligrosa, y ahora, cuando determinados condicionantes la
han hecho prácticamente irreconocible, tengo más claros los motivos. La rebaja
generalizada de expectativas está haciendo la vida más fácil a gente que me
importa y lo celebro. Por mi parte, espero poder encontrarme pronto con padres
y hermanos, pero el que no haya sucedido en estas fechas no es precisamente una
de las muchas razones que me alteran el sueño.
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