¿CÓMO TERMINAR CON LA POBREZA?
POR JULIO C. GAMBINA
Confieso que siempre me llamó la atención el título del escrito fundante de la Economía Política: “Una investigación acerca de la riqueza de las naciones”, publicado por Adam Smith en 1776, año de la independencia de EEUU, el único país colonial que llegó a ser imperialista.
Pero también el año del surgimiento del Virreinato del Río de la Plata, desplazando a Lima como asentamiento del poder colonial de la corona española e inaugurando una historia de colonización desde el sur de América, confirmada con la dependencia que hoy nos explica como sociedad subordinada en el capitalismo mundial. Lo que aprendí y relato es que la novedad para Smith era la “riqueza”, como nuevo fenómeno que merecía ser estudiado, ya que la sociedad hasta el advenimiento del orden capitalista, en un largo trayecto que involucra las revoluciones, agraria e industrial por varios siglos, entre el XIII y el XVIII, ofreció una historia de limitaciones materiales que condicionaba la vida en una norma de pobreza. La normalidad de la pobreza limitaba la expansión de la población y de la sociedad, tanto como la expectativa de vida. El excedente económico, producido desde tiempos inmemoriales, diferenciaba las condiciones de vida de los sectores dominantes sobre los dominados, pero el escaso crecimiento de la población y las condiciones de vida daban cuenta de los límites civilizatorios en los tiempos pre-capitalistas.
El capitalismo todo lo
revolucionó, generando un desarrollo material sobre la base de la desposesión,
explicado en genial síntesis por Carlos Marx en su “acumulación originaria del
capital”. La formación del capitalismo es una larga historia de violencia y
sujeción de muchos por unos pocos propietarios de medios de producción que
ejercieron y ejercen la violencia desde el poder del Estado. Fue y es la
violencia del capital la condición para la reproducción de la subordinación del
desposeído a cambio del ingreso que le permita vivir en una sociedad
mercantilizada. La mercantilización se extendió hasta nuestros días de un modo
impensado hasta hace muy poco. Solo fue frenada por las luchas sociales en
demandas de derechos, pero la transformación de esos derechos en mercancías,
caso de la educación o la salud, entre otros, se aceleró en las últimas
décadas, hegemonía liberalizadora desde los 80 del siglo pasado.
Ahora, con el desarrollo
tecnológico y la emergencia de una pandemia, la producción circula, plataformas
mediante, para extender el dominio del mercado, con la mediación del dinero,
para asegurar las condiciones de reproducción social. El dinero, creación
humana para favorecer la circulación de mercancías, es el que media entre las
necesidades y su satisfacción, imponiendo la subordinación social a su acceso.
Como la pobreza de la que habitualmente se habla es por “ingresos”, caso del
44,2% del último indicador de la UCA para la Argentina, o sea, casi 20 millones
de personas que no tienen ingresos suficientes para una canasta de bienes y
servicios, según lo que indica el Instituto Nacional de Estadísticas y Censos,
el INDEC. La solución sería entonces acercar esa masa de dinero a cada familia
o individuos para resolver el tema, pero el problema es que la cantidad de
dinero en circulación remite en el capitalismo a leyes económicas que los
monetaristas replican como principios inviolables, aun cuando la propia
historia económica o la realidad los desmienten.
Según los monetaristas no hay
dinero para todos y todas, y, es más, restringen la concepción del “dinero” a
la “moneda”, e incluso sugieren la eliminación de una moneda nacional por la
subordinación lisa y llana a la de aceptación mundial, caso del dólar. La
dolarización está entre sus propuestas privilegiadas. De este modo, solo
resolverían aquellos que tengan acceso al dólar o a cualquier moneda de
aceptación generalizada. La mayoría de los países están atendiendo la
emergencia actual con emisión monetaria y de deuda pública, para atender la
necesidad de no frenar la circulación y si pueden el proceso de producción. Es
algo que resulta evidente en la gigantesca emisión que por estas horas hacen
los principales Estados del capitalismo mundial, incluso muchos de escasa
capacidad y poder, para atender la emergencia y la caída de la producción con
sus secuelas de cierres de empresas, expansión del desempleo y caída importante
de ingresos de la población más empobrecida.
Si la solución es proveer de
dinero, y es lo que hacen los países con mayor poder económico, aun cuando la
distribución de esa masa de dinero emitida no se distribuye por igual entre
empobrecidos y poderosos, ratifican y acrecientan la desigualdad propia del
capitalismo, beneficiando a los propietarios más concentrados de los medios de
producción.
Queda claro que no alcanza con
distribuir “dinero”, ya que la norma es la sujeción al proceso de producción y
distribución capitalista. Por ende, si la pobreza quiere erradicarse habrá que
pensar críticamente el modo de producción y circulación que define el sistema
mundial, el capitalismo. ¿Es posible encarar un rumbo no capitalista? El
principal condicionante es la propiedad privada de los medios de producción,
cuyo desarme requiere de un proceso e transición hacia una perspectiva de
propiedad comunitaria, asociativa y de autogestión, sin fines de lucro, con
amplia tradición en la actividad mutual y cooperativa en nuestra sociedad. Está
claro que no es un proceso de acto único, sino un camino a construir, de
desarme y rearme, tal como podíamos imaginar con la transformación de la estafa
de Vicentin en una empresa testigo para el cambio del modelo productivo de agro
exportación hacia una perspectiva de producción bajo la concepción de la
soberanía alimentaria en contraposición al agro negocio. La pobreza se puede
combatir asumiendo la transición del capitalismo a otro modelo de producción y
de distribución con eje en la satisfacción de las necesidades de la población.
Con Adam Smith y los clásicos de
la Economía Política también aprendí que el capital es “trabajo acumulado”. Por
ende, no son inversiones privadas las que hacen falta para activar la economía
y resolver producción para distribuir y consumir; sino, organizar el trabajo de
manera alternativa al mercado capitalista dominado por la propiedad privada de
los medios de producción. No es una cuestión de dinero, sino de cómo organizar
las relaciones económicas entre las personas. ¿Puede hacerse desde un solo
país? Es mejor si la respuesta es global, integrada, pero la decisión de
encarar un nuevo proceso que puede demandar mucho tiempo requiere ser ensayada.
Ese ensayo hace mucho que se inició y con éxitos relativos se construye la
expectativa de los pueblos por un mundo diferente. La Comuna de París en 1871
fue un intento de construir una nueva sociedad, que culminó con la violencia
ejercida desde el poder para restituir el rumbo de la dominación para la
apropiación privada. La revolución en Rusia en 1917 habilitó expectativas que
devinieron en un orden bipolar hacia 1945 y que aun requieren de un balance
histórico en tanto potencialidad de una sociedad alternativa, no mercantil ni
lucrativa. Cuba en nuestra región expresa ese anhelo, ahora en un nuevo intento
contra la dolarización. La idea de una sociedad alternativa se recreó en
nuestros territorios a comienzos del Siglo XXI más allá del derrumbe del
“socialismo real”.
Variados procesos se presentan
como intentos por una nueva sociedad, incluso al interior de los países
capitalistas. Las experiencias socio productivas son muchas, en una dinámica de
autogestión y a veces más allá del mercado. Aun siendo marginales son parte de
la experiencia social por la transición del capitalismo al socialismo, una
enunciación que debe ser todavía definida desde la práctica social. En ese
marco se discute el “vivir bien o el buen vivir, tanto como el socialismo
comunitario o el de nuestro siglo. Son reflexiones sobre fines de un año
atravesado por la complejidad de la pandemia con su secuela de muertes, la
recesión y su impacto socioeconómico, y un debate por una sociedad alternativa,
donde la resolución de la pobreza esté entre las prioridades sociales.
Julio C. Gambina es el presidente
de la Fundación de Investigaciones Sociales y Políticas, FISYP
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