EL PROBLEMA NO ES QUE SEAN RICOS, SINO RIQUÍSIMOS, INEFICIENTES Y A
COSTA DE LOS DEMÁS
JUAN TORRES LÓPEZ
Bill Gates, Amancio
Orteca, Warren Buffet, Carlos Slim, Jeff Bezos, Mark Zuckerberg, Larry Ellison,
y Michael Bloomberg, algunas de las personas más ricas del mundo.
Hace unos días mi compañera y amiga Carmen Lizárraga, profesora Titular de Economía Aplicada de la Universidad de Granada, publicó un comentario en Twitter señalando la abismal diferencia de ingresos entre los dueños de Inditex y Mercadona y sus trabajadores. Era una manera rápida, como no puede ser de otra forma en esa red social, de llamar la atención sobre las enormes diferencias de ingresos que se dan en el seno de las empresas, algo que muchos economistas bastante ortodoxos han reconocido siempre como una fuente de ineficiencias y pérdida de productividad, tal y como ella misma se encargó de señalar en un artículo posterior (aquí).
Lo curioso del caso
fue la tremenda reacción que suscitó su comentario, desde los insultos más o
menos habituales hasta las acusaciones de comunista, bolivariana, ignorante,
radical... simplemente porque, tras limitarse a proporcionar los datos de
ingresos, recurrió a la ironía escribiendo: "¿Como se llama la película?
Con el sudor de los de abajo".
El caso me parece
que va más lejos de la simple anécdota. Cuando se proporcionan datos sobre las
grandes desigualdades de nuestro tiempo y se reclaman medidas de política
económica para reducirlas casi siempre se suele encontrar ese tipo de
reacciones. Los medios de comunicación, los economistas, periodistas o
políticos comprometidos con la defensa del orden establecido responden de
manera furibunda, descalificadora y repitiendo siempre los mismos argumentos:
las diferencias de ingresos actuales son naturales y han existido siempre, se
deben exclusivamente al valor que aportan las personas ricas, más innovadoras y
competitivas, y no son negativas sino deseables porque su existencia genera
crecimiento económico y empleo, además de mucha ayuda a los demás, gracias a su
generosidad.
Lo cierto, sin
embargo, es que nada de esas supuestas ventajas responden a la realidad.
En nuestra época
hay más milmillonarios (o su equivalente en términos reales) que nunca. En 1996
había 423 en todo el mundo, mientras que, según la revista Forbes, en marzo de
este año eran 2.095, cinco veces más (aquí). De ellos, 24 en España, muy por
debajo de los 651 de Estados Unidos, 390 de China, 110 de Alemania o 39 de
Francia y 36 de Italia.
La riqueza de los
milmillonarios también alcanza hoy día el porcentaje más alto sobre la riqueza
total del último siglo y quizá de la historia: esas 2.095 personas representan
el 0,00003% de la población mundial mientras que su riqueza equivale al 12% del
producto bruto anual de todo el planeta. En Estados Unidos, las 614 personas
más ricas tienen una riqueza equivalente a la que poseen los 165 millones que
constituyen la mitad más pobre de su población.
No es verdad que la
riqueza de los milmillonarios sea el resultado de su innovación o de que sean
capaces de incorporar avances que supongan mejoras en el crecimiento económico
o el empleo. Hay una prueba evidente, precisamente en estos últimos meses de
pandemia: desde el último mes de marzo al 7 de diciembre, el patrimonio neto de
los 651 milmillonarios estadounidenses ha aumentado en un billón de dólares, al
pasar de 2,95 billones a 4,01 billones (datos aquí). ¿Qué innovación puede
justificar esa barbaridad?
Otras
investigaciones también han demostrado que la innovación ha cambiado de pautas
en los últimos cincuenta años. En los setenta del siglo pasado sí era cierto
que se producía mayoritariamente en el seno o por impulso de compañías
privadas, lo que justificaría sus beneficios extraordinarios. Actualmente, por
el contrario, se sabe que alrededor de las dos terceras partes de la innovación
se produce en el seno o bajo el impulso de equipos en donde están presentes
fondos gubernamentales o que cuentan con una importante aportación de fondos
públicos (datos aquí). Y eso no solo contrasta con los mayores beneficios
extraordinarios que se reciben ahora sino también con la menor contribución
fiscal que hacen las empresas y grandes patrimonios: en los años sesenta y
setenta del siglo pasado (con menos beneficios) proporcionaban el 30% de los
ingresos públicos de Estados Unidos y ahora sólo el 10%.
Tampoco es verdad
que los más ricos del planeta, esas 2.095 personas (sin contar a quienes tienen
patrimonios escondidos, dictadores, o delincuentes internacionales), hayan
acumulado su enorme riqueza solo gracias a su mérito o esfuerzo personal o
contribuyendo a que la economía sea más eficiente y competitiva.
Según las
investigaciones de Thomas Piketty y otros investigadores, en Estados Unidos el
60% de la riqueza se hereda y en Europa alrededor del 55% (aquí). Y el economista
estadounidense Robert Reich muestra que el origen de las fortunas más grandes
del planeta no es precisamente el mérito, la innovación o la mayor eficiencia
sino, además de la herencia, el poder del mercado que aniquila la competencia,
la información privilegiada y el pago a los políticos para conseguir leyes y
normas favorables a sus intereses (aquí).
También se ha
demostrado que no es cierto que se produzca un supuesto efecto positivo de la
desigualdad y de la existencia de personas muy ricas sobre el resto de la
economía (el llamado "efecto derrame"). No es verdad, como se quiere
hacer creer, que cuanto más superricos haya, más riqueza se "derrama"
sobre el conjunto de la sociedad.
Así lo demuestra
una investigación de David Hope y Julian Limberg de la London School of
Economics and Political Science (aquí). Según han podido demostrar, es falso
que sea bueno para la economía que haya superricos y que sus fortunas estén
cada día más exentas de impuestos. Después de estudiar lo ocurrido en 18 países
de la OCDE durante los últimos 50 años, concluyen que, allí donde han bajado
los impuestos, la desigualdad ha aumentado porque las rebajas impositivas solo
han beneficiado al grupo que posee el 1% más elevado de la renta. Y en su
investigación han comprobado que menos impuestos y más desigualdad va unido a
menos crecimiento económico y a más desempleo, de donde deducen que no hay que
tener miedo a subir los impuestos a los superricos (en concreto, en estos
momentos de crisis por la epidemia) porque eso no va a producir menos actividad
o menos empleo, sino todo lo contrario.
Tampoco es verdad
que mucha mayor riqueza vaya unida a una gran filantropía por parte de los
superricos. Es significativo, por ejemplo, que cuando Bill y Melinda Gates y
Warren Buffet propusieron a otros millonarios donar el 50% de su riqueza
durante diez años a fondos de beneficencia sólo consiguieron reclutar a 211,
uno de cada diez de los 2.095 milmillonarios del planeta. Y eso, sin entrar a
considerar que ese tipo de filantropía no es, en realidad, sino una forma de
privatizar la solidaridad que al final supone una merma de ingresos para la
provisión de bienes públicos esenciales y para las organizaciones más pequeñas
o independientes y que, lógicamente, lleva consigo el control de quien recibe
las ayudas, lo que las envilece, a veces, de forma sustancial.
El coste y la
bárbara irracionalidad de la desmesurada concentración de la riqueza de
nuestros días se percibe con un simple dato sobre la mayor fortuna del planeta,
la que posee el dueño de Amazon, Jeff Bezos: su riqueza ha aumentado en 74.000
millones de dólares del 18 de marzo al 7 de diciembre de este año 2020. Eso
quiere decir que si ese incremento de ingresos para él solo se hubiera
repartido entre todas las personas que emplea Amazon en todo el mundo, poco más
de 1,2 millones, cada una de ellas hubiera recibido unos 62.000 dólares
mientras que Bezos hubiera seguido siendo ahora en diciembre igual de superrico
que hace nueve meses.
Es lógico que los
grandes milmillonarios oculten el origen de sus grandes fortunas; que no
reconozcan lo decisivo que ha sido a la hora de acumularla la disposición de
bienes y recursos públicos por los que no están dispuestos a pagar. Pero lo que
no se puede negar es que, en general, la concentración tan extraordinaria de la
riqueza que se ha producido en los últimos años ha ido acompañada -en la
economía- de menos actividad, de más crisis, de menos empleo, de peor provisión
de bienes públicos imprescindibles, y de mercados más concentrados y, por
tanto, más ineficientes. Y, desde otros puntos de vista, de menos derechos
individuales y sociales, de más injusticias y de menos democracia porque ha
aumentado el poder de quienes pueden decidir al margen de la política
representativa gracias a su control sobre los partidos, los medios de
comunicación y las fuentes de creación de opinión y formación.
Conseguir que no ya
los ricos, sino lo riquísimos que dominan el planeta, contribuyan como los
demás al mantenimiento de la sociedad, que se desincentiven y penalicen sus
abusos de poder en los mercados, que se persiga y castigue su torticera
influencia en la política o que se fomente la meritocracia y se penalice la
gran herencia no es, a la vista de la situación a la que hemos llegado, ni
siquiera un objetivo político o ideológico, sino un imperativo ético que
debiera defender cualquier persona sensible, honesta y concernida por el futuro
del planeta y de las generaciones futuras.
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