viernes, 25 de diciembre de 2020

FELIZ NAVIDAD, MISTER COVID

 

FELIZ NAVIDAD, MISTER COVID

Nos guste o no, esa Navidad hiperconsumista tan denostada es uno de los pocos espacios comunitarios no mediados por lo religioso en sociedades como la nuestra

XANDRU FERNÁNDEZ

Me da la sensación de que este año no viviremos con la pasión que se merecen las dos grandes polémicas navideñas: Papá Noel contra los Reyes Magos y Qué bello es vivir versus “La jungla de cristal. En compensación, asistiremos al combate definitivo entre los dos grandes bloques afectivo-simbólicos que dividen la España pandémica por la mitad, a saber, el de los detractores de la Navidad y el de sus admiradores, o el de los partidarios de aplazar un año cualquier celebración, navideña o no, y el de los que prefieren hacer como si nada, como si este año todo fuera igual que siempre. No queda mucho sitio para los que, aun asumiendo que este año toca hacerlo todo diferente, comprendemos que haya gente a la que entristezca y deprima ese estado de excepción ceremonial: procuraremos no estorbar. Me temo que nos tocará recibir palos de los dos lados, aunque espero que sean solamente dialécticos.

 

Soy consciente de haber mezclado dos pares de opuestos que no deberían, en principio, confundirse: uno puede contarse entre los fans de los festejos navideños y al mismo tiempo estar firmemente persuadido de que no pasa nada por ignorarlos un año, del mismo modo que puedes ser un detractor de las Navidades y empeñarte este año en comer las uvas con tus sesenta compadres de peña taurina tan solo por llevarle la contraria al gobierno socialrevolucionario. Pero a grandes rasgos tengo la impresión de que la mayoría de los que este año aplazarán las Navidades con entusiasmo, e incluso haciendo alarde, eran ya detractores convictos y confesos de estas fiestas, bien sea por renegar de su origen religioso, bien por condenar la fiebre consumista que se desata por estas fechas. También creo que muchos de los ultimísimos defensores de pasar la Nochebuena en familia de a quince son, de antiguo, del ramo conservador, que este año echará de menos no solo el sonido ancestral de la zambomba sino también la angustia de morirse cuando toque y sin cuidados paliativos. Sin embargo, no creo que en este bloque se dé tanta unanimidad ideológica como en el primero: pese a quien pese, la diferencia entre los que gustan de pasar la Navidad en familia y los que, además, son aficionados a la misa del gallo es de varios millones de personas.

 

En lo que todos, detractores y admiradores, entusiastas y escépticos, ascetas y libertinos, parecen coincidir por estas fechas es en redactar algún tipo de carta a los Reyes Magos o algún listado laico de propósitos para Año Nuevo. Los gobiernos, sin ir más lejos, dedican estos días a concretar propuestas para gastar (sic) los fondos que Europa destinará a la reconstrucción de las economías afectadas por la pandemia, o sea, de todas. Considero que algo hemos avanzado desde el último rescate europeo, ya que de momento solo se oye en sordina el murmullo de quienes piensan que las virtudes demostradas durante la gestión de la crisis sanitaria deberían contar como mérito para acceder a esas ayudas. Tras la crisis de 2008 ese fue, precisamente, un tema recurrente en la arena política y dio lugar a más de un choque cultural y diplomático que aún colea.

 

 

¿Se acuerdan de cuando algunas lumbreras del norte protestante reprochaban al sur católico su desidia y su abulia, su incapacidad endémica para invertir, esforzarse, trabajar y ahorrar como seres civilizados y no como brutos derrochadores de limosnas? Se citó a Max Weber con más pena que gloria y, a decir verdad, muchas veces tan solo de oídas, igual que los intelectuales del PSOE cuando descubrieron en los años ochenta aquello de la “ética de la responsabilidad”. En esta ocasión el rompepistas fue lo de la ética protestante y el espíritu del capitalismo, y hubo más de un pabellón auditivo que se cerró a cualquier otra melodía que no fuera la de “Para hacer bien el amor hay que venir al sur”: frente al norte protestante, egoísta y taimado, el sur católico, solidario y desprendido estaba a dos litros de vino de la revolución social.

 

El cuento de Navidad que podríamos contarnos hoy es muy parecido, aunque personalmente preferiría no invocar, por el momento, el fantasma de Max Weber. No lo necesitamos para reconocer en nuestros ritos de paso una dependencia excesiva respecto de la Iglesia católica y sus ceremoniales. Sospecho que no se trata tanto de que el catolicismo privilegie lo social sobre lo individual, como le gusta pregonar a nuestra intelligentsia rojiparda, como de que lo simbólico es, en sociedades como la nuestra, propiedad eclesiástica, igual que las catedrales y el sistema educativo. La dichosa “secularización” que en el norte de Europa inauguró la Reforma protestante implicó, es cierto, que el Estado asumiera la organización de lo público, tras la retirada de lo religioso a lo privado. Todo ese hipersimbolismo que observamos en la democracia estadounidense es el resultado de haber vaciado el espacio público de intromisiones confesionales. No de intromisiones religiosas, cierto, pero sí, al menos, de inercias depredadoras como la que caracteriza la relación de la Iglesia católica con el Estado español.

 

Detrás del aparente desprecio por la Navidad que se detecta en algunos ambientes presuntamente laicos y progresistas actúa, por el contrario, la misma exigencia de compunción y rigor que promueve el creyente integrista. El defecto es mío, seguro, pero me ocurre a menudo que, detrás del discurso anticonsumista, oigo la voz del cura regañando por gastar en fruslerías lo que debería ir directo al cepillo de la parroquia. Nos guste o no, esa Navidad hiperconsumista tan denostada es uno de los pocos espacios comunitarios no mediados por lo religioso en sociedades como la nuestra. Será inevitable aplazarla y, seguramente, lo más recomendable en estos momentos, pero no nos hagamos ilusiones pensando que no pasa nada por adelgazar aún más nuestras posibilidades de construir un espacio público paradójicamente laico.

 

Soy consciente, por supuesto, de que hacen falta más de mil palabras para convencer al puritano de izquierdas de que, por mucho Niño Jesús y mucho portal de Belén que le pongamos al guiso, el sabor de la Navidad es menos cristiano y más digerible que la acrimonia de los nazarenos y sus llantinas de Semana Santa. Me contento, pues, con un ruego, que dejo aquí con convicción de ateo y vocación libertina (y mucha pedantería): aplacemos la Navidad si es necesario, pero no la convirtamos innecesariamente en Cuaresma. Puede que muy pronto volvamos a necesitarla.


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