CON FRANCO MORÍAMOS MEJOR
JUAN CARLOS ESCUDIER
Mientras empiezan a
hacerse chistes sobre quién saldrá antes de su actual morada, si Pedro Sánchez
o Franco, el Gobierno intenta concluir la legislatura con la exhumación de la
momia de la misma manera con la que se anunciaban las corridas de toros: si el
tiempo no lo impide y si la autoridad competente, que al parecer es la Iglesia,
lo permite. Somos una democracia tan garantista y civilizada que el prior
falangista de una abadía puede impedir porque le sale del hábito que los restos
de un dictador dejen de reposar en un espacio público, financiado por todos los
españoles y convertido en un gigantesco monumento de exaltación de su régimen.
Alfonso Guerra, al
que últimamente le ha dado por distinguir entre dictaduras “incompetentes” como
la venezolana y “eficientes” como la saudí, se ha referido también al
particular para criticar al Gobierno, del que dice que ha carecido de “la
sabiduría de ajedrez” necesaria para prever los movimientos de la familia del finado
y de las autoridades eclesiásticas. En su opinión, el Ejecutivo actual ha
carecido de inteligencia, a diferencia de todos los anteriores, incluido el
suyo, que demostraron una enorme clarividencia al no hacer nada y permitir que
el franquismo mantuviera intacto su lugar anual de peregrinación allá por el
mes de noviembre.
Es verdad que
algunas dictaduras son muy eficientes. En la antigua URSS para sacar a Stalin
de su mausoleo y darle sepultura junto a los muros del Kremlin sólo fue
necesario un pronunciamiento del Congreso del PCUS sobre el abuso de poder y
las represiones masivas del ‘padrecito’. A la noche siguiente ocho militares
extrajeran sus restos del sarcófago, y después de cortar de su uniforme las
charreteras de mariscal y los botones de oro, le colocaron en un ataúd de
madera y lo enterraron en una fosa sin honores y sin dar siquiera aviso a sus
familiares.
De una democracia
no se espera tanta eficiencia pero sí competencia para no prolongar por tiempo
indefinido las infamias. Lo importante no es que la exhumación se produzca
antes del 28 de abril sino que sea irreversible. A los que sostienen lo
inadecuado del procedimiento por el uso de reales decretos sin que se diera la
urgente necesidad que requiere este instrumento legal habría que preguntarles
si la indignidad caduca por el hecho de haberse mantenido durante 43 años, y si
por eso deja de ser perentorio ponerle fin cuanto antes.
Los que censuran al
Ejecutivo por su improvisación se retratan, ya sea porque pudieron haber hecho
antes lo mismo y no lo hicieron o porque nunca quisieron hacerlo. Criticar que
no se haya conseguido la complicidad de la familia del dictador para remover
sus restos es otro ejercicio de notable cinismo. Lo curioso es que no se pida
también la complicidad de estos descendientes para devolver lo robado por la
momia, botín con el que a buen seguro financian la batalla jurídica contra su
exhumación.
Lo que sería
incomprensible es que el Tribunal Supremo o esa Iglesia que sacaba al tirano
bajo palio impidieran poner fin a la vergüenza, porque ello significaría que lo
que falla no es la eficiencia ni la competencia sino la propia democracia. Un
Estado incapaz de respetarse a sí mismo es una ficción o un cementerio. Y
conste que con Franco moríamos más y mejor.
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