LA AMENAZA DEL GOBIERNO DEL 155
JAVIER PÉREZ ROYO
El Estado de las
Autonomías es la tercera experiencia constitucional de descentralización
política en la historia constitucional de España. La República Federal fue la
primera. El Estado “integral” fue la segunda. Ambas se iniciaron tras el exilio
de Isabel II y Alfonso XIII respectivamente. La quiebra de la “Monarquía
española”, que es como definen a la institución monárquica las Constituciones
del siglo XIX, empezando por la de Cádiz, fue el presupuesto de ambas
experiencias.
La Monarquía
española se había caracterizado, en primer lugar, por la imposibilidad de
convivir en el mismo texto constitucional el principio de legitimidad propio
del Estado constitucional en el siglo XIX, la “soberanía nacional”, con el
“principio monárquico”. La Monarquía reacciona frente al reconocimiento
constitucional del principio de soberanía nacional, aniquilándolo como hizo
Fernando VII, o sustituyendo dicho principio tal como figuraba en las
constituciones de 1837 y 1869 por el principio “monárquico constitucional” de
las constituciones de 1845 y 1876. La Monarquía española no fue compatible con
la soberanía nacional.
En segundo lugar,
la Monarquía española se caracterizó porque únicamente aceptaba el Estado
unitario y centralista como “su” forma de Estado. La radical incompatibilidad
con cualquier forma de descentralización política, que se proyectaba incluso al
ámbito municipal, es otra característica esencial de dicha Monarquía.
No puede extrañar,
en consecuencia, la inversión de ambas
características que se impondría con la
quiebra de la Monarquía tras la Revolución de 1868 y tras las elecciones
municipales de abril de 1931. El principio de legitimidad propio del Estado
Constitucional se afirmaría sin reserva de ningún tipo y se impondría la
descentralización política del Estado. El Estado unitario y centralista no
podía ser la forma de Estado de la democracia española.
La Constitución de
1978 es la primera de nuestra historia en la que conviven el principio de
legitimación propio del Estado constitucional (art. 1.2 CE) y el principio
monárquico (art. 1.3 CE) y en la que el principio de “unidad política del
Estado” resulta compatible con el “reconocimiento del derecho a la autonomía de
las nacionalidades y regiones que integran España” (art. 2 CE).
Con base en el
equilibrio más o menos estable entre estos principios se ha construido, bajo la
forma de una Monarquía parlamentaria, un Estado social y democrático de
Derecho, por un lado y un Estado de las autonomías, por otro. El Estado sobre
el que tenía que descansar la Monarquía tenía que ser un Estado democrático y
social y un Estado autonómico. La democracia española exigía la
descentralización política. Esta era la condición sine qua non para la
supervivencia de la Monarquía.
Hasta la
combinación de la crisis económica de
2008 que hizo tambalearse el “pacto social constituyente”, con la crisis
territorial del 2010 como consecuencia del naufragio de la reforma del Estatuto
de Autonomía de Catalunya, que ha hecho más que tambalearse el “pacto
constituyente autonómico”, la convivencia de la Monarquía y la Democracia
parecía estabilizada.
Ya no es así. La
convivencia se mantiene, pero hay grietas perceptibles en la misma.
Singularmente en lo que a la relación de la Monarquía con la Constitución
territorial se refiere. La Democracia española sigue siendo imposible sin la
descentralización política. El Estado unitario y centralista sigue sin poder
ser la forma de Estado de la democracia española.
La amenaza de un
posible “Gobierno del 155”, que reduzca la Constitución Territorial al 155 para
Catalunya, puede hacer saltar por los aires, caso de materializarse, el
equilibrio entre los principios constitucionales que propició el constituyente
de 1978. Esto es, en mi opinión, lo más importante de lo que va a estar en
juego en las elecciones de abril y mayo.
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